Manuel Oribe martinezmenditeguy@hotmail.com
Cuadro de Manuel Oribe, Presidente de Uruguay obra de Manuel Rosé (1882-1961) - Palacio Legislativo de Montevideo |
Dejó
a los orientales un invalorable legado del más puro patriotismo, del más
acendrado valor, de una dignidad sin máculas, de una honorabilidad sin
tacha, de una rectitud sin dobleces y de una austeridad republicana
ejemplar.
No
ha sido una empresa fácil enfrentar a la poderosa
máquina de la propaganda divisionista entre quienes poseen títulos
de los gallardos defensores de la “civilización” y aquellos tildados
de “bárbaros”.
En el rescate – y con el apoyo de irrefutable documentación -
la falsedad de una historia “oficial” que englobaba como bárbaros
primitivos y oscurantistas a Oribe, Rosas, Francisco Solano López y sus
heroicas huestes ponemos proa a llevar a buen puerto este barco
conteniendo en su bodega el reconocimiento y la admiración que profesamos
a la figura sin mácula de Manuel Oribe.
Por
cierto que esta vocación ahincada por la verdad es
la inspiradora de los artículos
y el lev motiv de nuestros ensayos. Referirnos
a grandes trazos en una semblanza a Manuel Oribe, constituye un
reconocimiento a un hombre, un soldado y un gobernante que integran un
todo armónico. Su
fecha de nacimiento data del 26 de agosto de 1792. Sus padres, don
Francisco Oribe y Salazar, militar de carrera, perteneciente a una familia
de acreditados servicios a la corona española y doña María Francisca de
Viana y Alzaibar. Por la rama materna descendía de José Joaquín de
Viana, Caballero de la Orden de Calatrava, Mariscal de Ejército y, desde
1750 primer gobernador de Montevideo. Tales
fueron los progenitores de Manuel Ceferino, segundo jefe de la cruzada
libertadora de 1825 y del segundo Presidente constitucional de la República. Oribe
nació y se crió en el seno de una familia de altos funcionarios,
identificados con la ciudad desde sus orígenes, que poseyeron enormes
extensiones de tierras en el medio rural desierto y semibárbaro. Su
abuela, a quien en la época se le llamó la Mariscala, fue dueña de una
de las más grandes estancias coloniales. Como
bien lo señalara el profesor don Juan E. Pivel Devoto, “ en el
escenario de una plaza fuerte rodeada de murallas, a cuyo puerto llegaban
constantemente navíos con unidades que renovaban la guarnición de las
Malvinas y la de la propia ciudad, que no fue una ciudad togada ni
monacal, sino un bastión que adquirió luego importancia comercial, es
natural que quien era hijo y nieto de soldados se sintiera llamado a
seguir la carrera militar en la más distinguida de sus armas: el arma de
artillería”. Es
seguro que a no mediar los sucesos que desde 1806 convulsionaron al río
de la Plata y a la metrópoli, Manuel Oribe hubiera seguido los pasos de
su hermano Tomás, enviado a España a realizar sus estudios en la
academia de Segovia. Pero,
los tiempos habían cambiado y siendo un adolescente los inició en
Montevideo, en la incipiente academia de los cuerpos de la plaza, en la
que, al finalizar el período colonial se impartía la enseñanza práctica
de ejercicio de cañón y mortero. Al
estallar la revolución Manuel Ceferino tenía diez y ocho años. El
profesor don Pivel Devoto lo describe con precisión historiográfica que
: “cuando se inició la protesta armada de la que resulto luego el
movimiento emancipador, permaneció en la plaza durante el primer sitio,
estando ajeno a la conmoción social que entrañó el éxodo de 1811, y en
1812, meses después de haberse reanudado el asedio, en vísperas de la
batalla del Cerrito, del brazo de su madre montevideana, hija del primer
gobernador que tuvo la ciudad, compareció en el campamento de Rondeau
para incorporarse al ejército libertador en el que su tío Francisco
Javier, ya bajo las banderas de la revolución, era jefe del estado
Mayor”. Estos
antecedentes de familia, el escenario en el que vivió su infancia y
primera juventud, las amistades que contrajo en la época en que se graban
las primeras impresiones, contribuyeron a modelar su personalidad que,
lejos de rechazar esa influencia ambiente encontró en ella el marco
adecuado a sus propias inclinaciones. Los
gauchos de la revolución de 1811 convertidos en milicianos, en soldados
valerosos pero sin vocación militar y sin sujeción a la disciplina, los
tenientes y capitanes surgidos por doquier imprimieron a la lucha un sello
tumultuoso. El carácter de los hechos, la fisonomía tan particular de
los ejércitos, seguidos en sus marchas por habitantes de las poblaciones
embrionarias que formaban la patria en armas, tienen que haber
impresionado hondamente y aun desorientado al propio Manuel Oribe.
Sin
lugar a dudas que Oribe sufrió los efectos de aquel contraste entre una
naturaleza nacida para el orden y los inevitables desbordes
de un proceso revolucionario. Dominado
por las mismas ansias de libertad, y sin dejar de comprenderla como una
expresión de nuestra tierra, Oribe no se sintió atraído por la
montonera. En la guerra contra el dominio hispánico finalizada en 1814
obtuvo su grado de capitán de artillería con el que integró luego,
siempre esa arma, la selecta oficialidad del Cuerpo de Libertos. Pero,
militar de orden y patriota firme en sus ideas, cuando los jóvenes cultos
de la ciudad que eran sus amigos se sublevaron contra el Gobernador
Barreiro en 1816 y lo apresaron en el Cabildo, Oribe con sus cañones se
puso del lado de la autoridad, y derribó a hachazos la puerta del
calabozo para rescatar a Barreiro a quien restituyó en el mando, porque
en ese momento, además de representar la legalidad, encarnaba el espíritu
de la resistencia contra el invasor portugués. A
diferencia de muchos orientales que para escapar de la anarquía buscaron
amparo bajo la autoridad del Barón de la Laguna, Oribe acompañando al
cuerpo de Libertos, emigró a Buenos Aires. En
la crisis del año 1820 se batió junto a Rondeau, a Soler y a Dorrego en
los campos de Cepeda, Cañada de la Cruz, San Nicolás, Pavón y Gamonal,
mostrándose siempre leal al vencido y, cuando regresó a la patria no fue
para defender con su espada las decisiones del congreso cisplatino sino
para encarnar en la ciudad de Montevideo la revolución ciudadana de 1823. En
este año recibió del Cabildo de la plaza electo por voto popular, el
grado de Teniente Coronel. Su acreditada personalidad y su reputación
militar lo convirtieron en una de las primeras espadas de la cruzada de
1825 y de la campaña que culmino en la paz de 1828. La
fisonomía moral del jefe del asedio de Montevideo, del soldado de Sarandí
en cuyo campo de batalla ascendió a Coronel, del vencedor del Cerro, del
combatiente en Ituzaingó, y Camacuá al frente de la unidad por él
disciplinada, no se asemeja a la de los militares de su tiempo que
conquistaron fama. A
través del dilatado período revolucionario, no contrajo hábitos anárquicos
porque repugnaban a su naturaleza. Rigió su conducta por los claros
dictados de las ordenanzas españolas, duras, sin dejar de ser humanas,
con las que se identificaba su espíritu. Sus comunicaciones oficiales de
campaña sobriamente expresivas, son modelo de laconismo y nunca
traicionaron a la verdad. Obtuvo
sus grados y ascensos en el proceso de una irreprochable carrera de
honores. Mientras fue subordinado no buscó acortar la distancia con el
Jefe, aunque éste fuera su amigo o pariente cercano, ni reclamó por el
papel que se le hacía representar en el parte de la batalla, aunque se le
desmereciera el que en realidad le había correspondido.
“Cuando
le llegó la hora de comandar – expresaba el profesor Pivel Devoto -
huyó de las proclamas altisonantes redactadas por los plumíferos
que nunca faltaron, e hizo de las ordenes generales, un instrumento vivo,
a través del cual se reconstruye la organización de sus ejércitos, la
fisonomía de los campamentos, los deberes asignados a cada uno, la
disciplina, la moral del soldado y la forma en que un hombre nada
inclinado a las expansiones y confianzas propias de la camaradería
militar, velaba callado, por el destino de los combatientes que tenía
bajo su mando cuidando todos sus detalles”.
Fue
severo para reprimir el robo y la mentira, lo fue más aún para castigar
la deserción, verdadera plaga de los ejércitos americanos. Oribe
fue el militar más afortunado de su tiempo en el Río de la Plata. Así
lo acredita la serie de combates victoriosos que comandó: Casavalle, el
Cerro, Las Piedras, Sauce Grande, Quebracho Herrado, Famaillá, San Calá,
San Juan, Rodeo del Medio, Arroyo Grande. La
explicación de sus triunfos, logrados sobre generales que habían
participado en las grandes campañas de la revolución americana las daba
el recordado profesor y maestro de Historia al expresar que Manuel Oribe
“jamás practicó el recurso disolvente de estimular la rivalidad entre
los Jefes para conservar la propia autoridad”. Nacido
con la vocación del mando fue llamado a las funciones del gobierno no por
sus aptitudes personales para la política sino por las condiciones que lo
habían distinguido como militar amante del orden. Al
iniciarse la vida institucional de la República, Oribe, que quiso ser un
guerrero de la independencia entonces ya reconocida, había pedido su
retiro, su absoluta separación del servicio. Animado por el ideal del
desenvolvimiento económico del país, cooperó entonces en los esfuerzos
para fomentar el trabajo rural.
Relata
el Licenciado y Docente Lincoln Maiztegui Casas en su obra
“Orientales”,
Tomo I, “que en junio de 1832, el mayor Juan Santana se amotinó
en Durazno contra Rivera, que debió huir y salvar el pellejo atravesando
a nado el río Yi. Al mismo tiempo, en Montevideo, Eugenio Garzón, junto
a otros destacados lavallejistas (Miguel Barreiro, Silvestre Blanco y
Pablo Zufriategui, entre ellos), dirigió una carta al Parlamento
anunciando que desconocía al gobierno y que a partir de ese momento sólo
obedecería órdenes de Lavalleja”.
“Es
entonces cuando
don
Manuel Oribe pone su espada no al servicio de sus amigos insurrectos sino
del Presidente constitucional, al servicio del imperio de la Constitución
y la ley, sin perder el tiempo en pensar si ese Presidente había tenido
en el pasado más desacuerdos que acuerdos con él”, expresaba en Sesión
Homenaje el entonces señor Vice-Presidente de la República Dr. Gonzalo
Aguirre Ramírez en el año 1992 al conmemorarse el bicentenario de su
natalicio. Terminado
el mandato de Rivera, por unanimidad – 35 en 35 – Manuel Oribe es
elegido presidente de la República. El
país experimentó una sensación de alivio. Oribe asumía con las más
amplias consideraciones. Había sido leal al gobierno, cuando las
revoluciones lavallejistas; no tanto por afección a Rivera, como por su
amor al orden y la legalidad, que serían constantes en toda su actuación
pública. Carlos
Machado anota: “Su nombre se ligaba con el patriciado de Montevideo y
remontaba sus vinculaciones a la propia nobleza española. Era nieto del
primer gobernador que tuvo la ciudad, Joaquín de Viana, y por ese linaje
(de su madre) estaba emparentado con Rodrigo Díaz, el legendario Cid, y
por doña Jimenea con Alfonso VI”. El
periodista y escritor Wilfredo Pérez en su libro “Grandes figuras
blancas” se pregunta: “Este Uruguay sin fronteras, campo de batalla de
conquistadores rivales, con una población que no pasa de setenta mil
habitantes, ¿cómo pudo dar a Artigas y después a Oribe?” Y
continúa el entrañable amigo destacando: “No para oponerlos, ya que
fue el segundo quién inició la reivindicación del primero, ni para
intentar un paralelo que pudiera parecer irreverente, sino para sumar
rasgos y perfiles que configuran aquella etapa deslumbrante. Artigas,
caudillo que arrastra multitudes; Oribe, soldado que gana batallas.
Artigas, visionario, dicta instrucciones y concibe, como sistema la
libertad de América; Oribe, gobernante, echa las bases de una república
digna, culta, respetuosa de la legalidad. Artigas, abnegado, sacrificado,
en ostracismo indeclinable, aceptando la derrota impuesta por un medio
inferior; Oribe, combativo, resurgiendo del destierro, convertido en el
General de los ejércitos de la Confederación Argentina, ante cuyo
anuncio las orgullosas tropas de Lavalle y de Paz se saben derrotadas
antes de la batalla”.
El
1º de marzo de 1835
se efectuaron las elecciones presidenciales. Siendo elegido por
unanimidad de votos de la Asamblea General, don Manuel Oribe “el amigo
del orden”, cuyo prestigio había ido en aumento por su conducta
legalista y la honradez que se le reconocía. La
elección de Oribe no fue obra de un partido político, ni fruto de la
influencia personal de ningún Caudillo. Por el contrario, ella fue la
expresión de ansia de orden y afán constructivo y de concordia nacional
que reinaba en ese momento. Oribe
tenía la vocación del mando, toda la fortaleza de su carácter, más
bien débil, radicaba en la adhesión ilimitada e inquebrantable que
profesaba al texto de las leyes. Poco flexible, no sabía adaptarse a las
fluctuaciones de la política; su ideal de gobernante era definir la
autoridad dentro del orden, unificar el país y fundar sobre bases sólidas
y honestas su sistema administrativo. Expuso
el historiador don Mateo J. Magariños de Mello que: “El nuevo
gobernante agrupó en torno suyo de inmediato a los hombres del
lavallejismo – que no habían tenido otras aspiraciones – como Giró,
Barreiro, Blanco y del grupo moderado del riverismo, como Pereira, Lambí,
Suárez y aún aquellos elementos conservadores del comercio para quienes
la revolución había significado el desastre y que venían gustosos a
colaborar en la hora de la reconstrucción, como Vilardebó, Gestal y Pérez”. Desde
su inicio el Gobierno de Oribe debe ordenar las finanzas: realiza severas
economías, grava los sueldos de los empleados públicos, crea impuestos
y, por sobre todo, impone corrección, honradez en la Administración. Al
fin obtiene sanear la hacienda y en 1835 el ejercicio cierra con un superávit
de medio millón de pesos.
Agentes
extranjeros reconocen la bondad de su gestión. El representante de
Francia dice de Oribe: “Restableció
la confianza, llamó al crédito, hizo frente a los gastos del día
y a los pasados, y aún economiza”. Y
el diplomático inglés no engaña a su gobierno cuando informa a Londres,
en 1837, que “todas las ramas de la floreciente industria que habían
alcanzado extraordinario florecimiento, arraigo y desarrollo, están
paralizadas por esta inhumana y bárbara guerra civil que es llevada y
sostenida sin otro propósito que premiar la miserable ambición y egoísmo
de un hombre: don Frutos Rivera”. Pero
Oribe no se limita a manejar de modo excelente los dineros del estado. Su
anhelo de buen gobernar se extiende a toda la cosa pública. Corresponde
a la Administración de Manuel Oribe la primera tentativa para organizar
el crédito en el Uruguay. Dicta
el Reglamento Consular. Vigilando
la salud pública establece la Junta de Higiene. Y en defensa de la
salubridad de Montevideo impone que los saladeros, hornos de ladrillos,
jabonerías, velerías, no podrán establecerse dentro de los límites de
la ciudad. Crea
la Estadística Médica y el Reglamento General de Policía Sanitaria. Coordina
el servicio de Correos, extendiéndolo al Exterior. ¡Nada
escapa a la mirada atenta del gobernante ejemplar! Gobierna,
administra, legisla, negocia. Y
exige de sus colaboradores el máximo de esfuerzo, una inflexible energía
y una incorruptible honradez. En
carta del 21 de junio, Manuel Oribe le señala a Gabriel A. Pereyra su
firme proceder: “Mi querido compadre: En mi poder tu apreciable,
recomendándome a don Domingo Vázquez a nombre de una Sociedad de Buenos
Aires, el asunto del Dr. Rodríguez Braga y ello también del Sr. Cónsul.
Como amigo te digo con la mayor franqueza que no lo considero justo. Yo no
espero sacar más del destino que ocupo que el conservar mi integridad y
ésta la perdería desde que suscribiese cosa tan injusta”. Jamás
Manuel Oribe transó con algo que fuera injusto, innoble y desleal. La
incompatibilidad entre las dos autoridades en que se dividía el país –
la legal desde la Presidencia de la República; la de hecho desde la
Comandancia General de la Campaña – hizo crisis cuando por Decreto de 9
de enero de 1836, Oribe suprimió está última, verdadera piedra de escándalo. “Oribe
se consideró en aquel momento lo bastante fuerte como para intentar la
unificación del mando y presidir de tal suerte todo el país de acuerdo a
la Constitución”, expresa don Juan E. Pivel Devoto. Rivera
guardó por el momento su rencor esperando la hora oportuna de
manifestarlo, y la lucha se mantuvo en un plano doctrinario dentro de la
Capital. El
Dr. Luis Alberto de Herrera, primer revisionista histórico de nuestro País,
en su libro “La tierra charrúa” presentaba como testimonio y cómo útil
esclarecimiento una carta dirigida por el presidente Oribe al general
Rivera, que evidencia los esfuerzos moralizadores del gobierno: “Sr.
Brigadier D. Fructuoso Rivera Estimado señor general: Repetidas y
apremiantes reclamaciones de las oficinas fiscales me ponen el caso de
pedir a Ud. Se sirva compeler al Comisario de la Comandancia General de
Armas de Campaña a que rinda las cuentas corrientes a los años 1834 y
1835. Esto se hace urgente e interesa no solo a la buena contabilidad de
la República sino al propio crédito de Ud. Como persona altamente
colocada en la administración nacional. Creo
tal omisión hasta hoy efecto de las dificultades inherentes a toda
administración en campaña y por lo mismo me intereso en que Ud. Active
la remisión de esas cuentas cuya demora indefinida es incompatible con el
absoluto acatamiento que el gobierno rinde a la ley ante la cual comparece
con repetición a dar cuenta de sus actos más insignificantes. Deseo,
pues, que salga de esa molestia con la brevedad posible y que ordene a su
atento S.S. y amigo – Manuel Oribe”. Hermoso
documento histórico. Esa
hora llegó en julio de 1836, en que Rivera se lanzó a la revolución,
cuando el país se aprestaba a la elección de la nueva legislatura. La
revolución estalló simultáneamente en varios departamentos. Después de
una breve campaña de dos meses, fue liquidada en la batalla de Carpintería,
el 19 de setiembre de 1836. La
posición del Gobierno legal parecía más fuerte que nunca, pero sus
planes de reconstrucción nacional quedaban detenidos, el país
empobrecido y el erario – ya menguado – exhaustos con los gastos de la
guerra. “Frente
a esa realidad sociológica de la Nación – sentencia Magariños de
Mello – Manuel Oribe comprendió que no bastaban los mecanismos jurídicos
del Estado para llevar a cabo la obra que propusiera, y la necesidad de
agrupar en torno suyo, en un gran Partido Nacional, las voluntades
coincidentes de todos los hombres ansiosos de orden y dispuestos a
defender las instituciones. Así nació la divisa “Defensores de las
Leyes”, que, por Decreto de Agosto 10 de 1836, debían usar todos los
ciudadanos”. No
era un lema partidario lo que se buscaba imponer, sino un verdadero símbolo
de unificación ciudadana en defensa de las instituciones. La
Constitución de 1830 declaraba libres a los esclavos. Pero más de un
contrato se celebró posteriormente para extraer recursos de ese
vergonzoso tráfico. El
General Manuel Oribe reacciona y dicta un primer decreto que obliga a la
Comandancia de Puertos a poner en las patentes de navegación una cláusula
prohibiendo el tráfico de esclavos. Resulta
insuficiente porque hay buques negreros con pabellón nacional. Tira
Oribe un segundo decreto por el cual se declaran nulas las patentes
otorgadas a esos buques. Finalmente,
en junio de 1837, se aprueba la ley que proclama libres de hecho y derecho
a todos los negros. Don
Ramón Massini – que actuara en las filas de Oribe en el Cerrito –
siendo diputado en la Asamblea Constituyente, presentó la iniciativa, que
fue aprobada, de encargar al gobierno el restablecimiento de la Biblioteca
Nacional sobre la base de los bienes legados por el doctor Pérez
Castellanos y los restos de la biblioteca fundada por José Artigas en
1816. Recordemos
que la biblioteca que creara Artigas casi no existía, y los libros y
bienes del doctor Pérez Castellanos habían sido vendidos con fines
absolutamente distintos al pensamiento del testador.
El
presidente Oribe, en 1837, nombra una Comisión con el encargo de
reorganizar la Biblioteca.
En
pocas semanas, alentados sus componentes cumplen tan magníficamente su
cometido. Oribe
decide inaugurarla el 18 de julio de 1838 para solemnizar el aniversario
de la Jura de la Constitución. La
guerra civil desencadenada por Rivera, lo impide. Y
Manuel Oribe, en lo más agitado de la guerra civil dicta, en 1838, un
decreto por el cual se declara “instituida y erigida la Casa de Estudios
con el carácter de Universidad Mayor de la República y con el goce del
fuero y jurisdicción académica que por este título le compete”. Enseguida
envía al Parlamento un proyecto de ley con el reglamento orgánico de la
Universidad. Nuevamente
citamos al Dr. Luis Alberto de Herrera cuándo expresa. “ El dictó la
ley organizando los Consulados así como la referente a las funciones de
los Tribunales Eclesiásticos; por decreto de 22 de febrero de 1836 él
reglamento la enseñanza científica del estado; él reanudó las
relaciones comerciales con España, rotas desde la guerra de la
independencia; él complementó la subdivisión territorial y abolió el
fuero personal en las causas civiles y criminales; él promulgó leyes
sobre herencias, sobre libertad de esclavos, sobre estado civil, sobre guías
de ganado, sobre impuestos, sobre contrabando, sobre Instrucción Pública”. ¿Podía
exigirse labor más lúcida en aquella época? Herrera
siempre creyó que ese radicalismo purificador fue la sentencia de muerte
de aquel gobierno sobresaliente. Don
Manuel Oribe durante su gobierno tuvo el acierto de no intervenir en los
asuntos de nuestra vecindad. Es por tal actitud que el gobierno de Oribe
hace norma de su conducta mantener con los países vecinos la más
estricta y rigurosa neutralidad. El
siglo XIX, es el tiempo del avance francés e inglés por los mundos oceánicos. América
sureña, se presenta, ante los ojos de París y Londres, como rica geografía
para su expansión. El Plata, llave y puerta para la penetración del
Continente, es el punto neurálgico de la ribera atlántica. En
1838, la escuadra francesa bloquea Buenos Aires. El Jefe de la escuadra,
Almirante Leblanc y el Cónsul de Francia, Raymond Baradere, penetrados de
la importancia que revestía el puerto de Montevideo para sus operaciones
en el Río de la Plata, resolvieron utilizarlo como “base”. El
3 de setiembre de 1838 solicitan que se rematasen los barcos argentinos
apresados por la escuadra francesa. El 6 de setiembre, el Ministro de
Gobierno y Relaciones Exteriores del Uruguay, Dr. Carlos Jerónimo
Villademoros, contesta: “La
neutralidad estricta que el Gobierno de la República ha observado y
quiere observar en la cuestión pendiente entre Francia y la República
Argentina, no le ha permitido mirar con indiferencia un hecho que
comprometería altamente aquella, y sus buenas relaciones con una de las
potencias, dando lugar a quejas y reclamaciones fundadas”. Francia
reitera su pedido en un lenguaje de ultimátum. El
14 de setiembre, el Ministro Villademoros, contesta:
“
Que el Gobierno de la República ha extrañado tanto como sentido la
exigencia de
S.E.
el señor almirante Leblanc y del cónsul en asunto tan grave y de
naturaleza tan delicada, en cuya resolución deben entrar consideraciones,
no solo sobre lo que tal resolución importaría a la dignidad de la república
misma, al carácter de neutralidad que observa y debe observar en las
discusiones con la Francia y la República Argentina, a los principios
establecidos por todas las naciones, sino también a lo que importaría el
abrir una puerta a pretensiones de igual naturaleza, a que tendrían
derecho todos los demás pueblos del globo y sin reciprocidad para la República,
ni aún por parte de la Francia misma”. “Neutralidad”;
“No intervención”. Se hermanan en la lógica y en la Historia. Su
inspiración es la defensa de la soberanía de la República. Su primera
consecuencia, en los hechos patrios, es impedir que Montevideo fuera base
naval de una potencia extranjera. Y
recuerda Luis Alberto de Herrera: “Es en 1837, Villademoros cumple una
misión diplomática ante la Corte de Río de Janeiro para negociar el
tratado de límites. Ante
la insinuación de que el Uruguay pudiera renunciar a sus derechos
territoriales mediante una indemnización, el Gobierno de Manuel Oribe
declara el 16 de setiembre de 1837 que ninguna indemnización pecuniaria
sería capaz de compensar lo que perdería la República”. Luego
vienen tiempos de dolor, separación de familias, sitios renovados,
muerte, intervención extranjera, renuncias y gobiernos paralelos. Exilio
de Oribe y desembarco. Y
llega el Pacto de la Unión. Pero
los odios recrudecen. Y
se intenta asesinar a Manuel Oribe. Fue
el 23 de setiembre de 1855. Mientras mantiene una entrevista con el
Presidente de la República, Oribe es avisado de que al regresar a su
domicilio, en la Unión, su coche será asaltado. Burlando
a los complotados, vuelve a su casa a caballo, mientras su carruaje vacío
recibe el impacto de los atacantes que hieren de muerte al cochero. La
idea del complot se atribuye al doctor José María Muñoz, el amigo íntimo
del General César Díaz y de Juan Carlos Gómez. Fracasado
el asesinato de Oribe, se produce la revolución del 25 de noviembre de
1855 contra el Presidente Bustamante. Transcurre
el año 1857, entre revueltas y conspiraciones, incluso dentro del propio
Partido Colorado. Y
en su Quinta de Paso Molino enferma Manuel Oribe. Y
el hombre que en cien combates, vestido de gran gala, supo hacer frente,
con valor indomable, al enemigo y desafiar heroicamente a la muerte,
comprende que su tránsito está cercano. Y tampoco vacila ahora. Pensando
en su Partido, en su colectividad cívica dice: “Muero con el
sentimiento de que no quede nadie que me remplace”. Y
dicta su testamento político en breves frases: “Que mis amigos rodeen
al Gobierno, que no desmientan sus antecedentes de amigos de la autoridad
constituida. El
12 de noviembre de 1857 falleció don Manuel Oribe. El gobierno le decretó
honores oficiales. Luis Alberto de Herrera sostuvo: “La personalidad de Manuel Oribe como la de Fructuoso Rivera ofrece un lado de luces y un lado de sombras, ambos perfectamente caracterizados. Esto es precisamente lo que hasta la fecha no han querido reconocer los adoradores de uno o de otro de esos héroes”. |
Bibliografía:
|
por Luis A.
Martínez Menditeguy
martinezmenditeguy@hotmail.com
Durazno, enero de 2010
Ver, además:
Extracto del prólogo a "La Cruzada de los 33 Orientales" - La gran jornada, por Elisa Silva Cazet (Uruguay)
Cuadro de los antecedentes de la Convención preliminar de paz de 1828 - La Cruzada de los Treinta y Tres Orientales -
El génesis de la cruzada, por Eduardo Acevedo (Uruguay)
Lavalleja - Discurso pronunciado en la plaza de la ciudad de Minas, el 12 de octubre de 1902,
al inaugurarse la estatua ecuestre del General Juan Antonio Lavalleja, Jefe de los Treinta y Tres, por Juan Zorrilla de San Martín
(Uruguay)
Lavalleja el Oriental vencedor de la Batalla de Sarandí, por Luis A. Martínez Menditeguy (Uruguay)
Manuel Oribe, por Luis A. Martínez Menditeguy (Uruguay)
Blanes: El cuadro de los 33 Orientales por Eduardo de Salterain y Herrera (Uruguay)
La bandera de Los Treinta y Tres poema de Calisto el Ñato (Alcides de María)
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