Cuadro de los antecedentes de la Convención preliminar de paz de 1828
La Cruzada de los Treinta y Tres Orientales El génesis de la cruzada por Eduardo Acevedo Anales Históricos del Uruguay Tomo I año 1933
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Dice el general Antonio Díaz que durante la lucha entre los ejércitos portugueses y los ejércitos brasileños, llegó un momento en que se creyó que Lecor retrocedía hacía Maldonado con ánimo de evacuar el territorio, y que en el acto empezó un activo movimiento en las poblaciones rurales y se formaron divisiones de patriotas a las que se incorporaban muchos de los mismos orientales agrupados bajo las banderas brasileñas. Y agrega el general Díaz que, luego de entendidos Lecor y da Costa, hubo una fuerte emigración a la Argentina, de la que surgió la empresa libertadora de los Treinta y Tres, en una reunión que tuvo lugar el 14 de marzo de 1825, con asistencia de Lavalleja, Oribe, Trápani, Sierra y Araújo. No era la primera vez que Lavalleja encabezaba un movimiento de fuerzas libertadoras en territorio argentino. Ya durante la lucha entre los generales da Costa y Lecor, cuando el Cabildo de Montevideo contaba con la cooperación militar de Santa Fe y de Entre Ríos, Lavalleja había organizado en la primera de esas Provincias un cuerpo expedicionario bajo la denominación de Dragones Orientales, que hubo que disolver a consecuencia de los trabajos del Gobierno de Buenos Aires para aislar al Cabildo, como efectivamente lo consiguió por intermedio de su comisionado el doctor Cossio. Lavalleja y Rivera Uno de los Treinta y Tres orientales, don Juan Spikerman, suministra los siguientes datos acerca de los comienzos de la heroica expedición del 19 de abril de 1825: Cuando se produjo la lucha entre brasileños y lusitanos, los orientales adhirieron a estos últimos que prometían desocupar el país y regresar a Europa. Pero la plaza fue entregada a Lecor, y con tal motivo salieron para Buenos Aires ciento y tantos oficiales y particulares. Don Juan Antonio Lavalleja, que en esa época estaba vinculado a trabajos revolucionarios, fue perseguido por Rivera y tuvo que emigrar a la misma ciudad. Allí estableció un saladero, que fue también donde se combinó y arregló la empresa libertadora. Verificado el desembarco de los Treinta y Tres, cayó prisionero el baqueano de Rivera. Báez, que así se llamaba el prisionero, trató de que su jefe corriera igual suerte. El hecho es que cuando Rivera creía unirse a la división de Calderón, que esperaba, se encontró con Lavalleja. «Conoció el engaño; pero como había sido uno de los que tres meses antes habían tenido aviso de nuestra empresa, no trepidó en adherirse a ella inmediatamente. Las primeras palabras que pronunció Rivera al encontrarse con Lavalleja fueron estas: «Perdóneme la vida y hágame respetar». Lavalleja le contestó: «No tenga cuidado. No se portó usted así cuando me persiguió por orden del barón de la Laguna». Rivera contestó a este reproche que no lo había perseguido, que por el contrario lo había buscado para acordar con él el plan de independencia». Tales son los datos que suministra el señor Spikerman acerca de la actitud del general Rivera. Para el historiador Armitage, Rivera había colaborado, en cambio, en la empresa de los Treinta y Tres. Hubo, dice, una conspiración de los patriotas de Montevideo: eran más de doscientos, y entre ellos Fructuoso Rivera, oficial del ejército brasileño. Los conspiradores se pusieron en relación con Buenos Aires. «El Argos» antes de la realización de los planes, ya señalaba a dicho militar como uno de los asociados. Rivera consiguió alejar las sospechas mediante su manifiesto del 13 de febrero de 1825, en que declaraba que siempre defendería la incorporación bajo su lealtad de hombre de bien y de soldado. Pero no obstante ese manifiesto, concluye Armitage, siguió en correspondencia con el enemigo, y con su cooperación atravesaron el río Lavalleja y sus 32 hombres. L.a versión de Deodoro de Pascual, concordante con la de Armitage, establece que inmediatamente de conocido el desembarco de los Treinta y Tres, Rivera recibió orden de batir a los revolucionarios, y que en vez de cumplirla, se puso al habla con Lavalleja y se unió a sus fuerzas. Varios testigos de la época confirman también la participación de Rivera en los trabajos preparatorios de la insurrección oriental: el constituyente don Pedro Pablo Sierra, al afirmar que a fines del año 1824, Rivera le habló de la necesidad de iniciar trabajos por la libertad de la Patria, preparando desde luego el ánimo de los paisanos a favor de la empresa; don Pedro J. Britos, al referirse a entrevistas realizadas durante el mismo año entre Rivera y los jefes ríograndenses para realizar trabajos a favor de la organización de un Estado fuerte e independiente sobre la base de la Provincia Oriental y de la Provincia de Río Grande; don Francisco Lecocq, que recogió de Rivera noticias confidenciales acerca de movimientos revolucionarios que debían estallar en mayo de 1825, que le sirvieron poco después para hablar con Lavalleja en Buenos Aires y estimularlo en su empresa, asegurándole que el espíritu público le era favorable. El programa de Lavalleja Son famosas las palabras que dirigió Lavalleja el 19 de abril de 1825 a sus 32 héroes, al tiempo de despedir las embarcaciones que los habían conducido a la costa oriental: «Ahora a vencer o morir, compañeros». «Vosotros -— decía luego en su proclama a los orientales —que os habéis distinguido siempre por vuestra decisión y energía, por vuestro entusiasmo y bravura, ¿consentiréis aún en oprobio vuestro el infame yugo de un cobarde usurpador? ¿Seréis insensibles al eco dolorido de la Patria, que implora vuestro auxilio? ¿Miraréis con indiferencia el rol degradante que ocupamos entre los pueblos? ¿No os conmoverá vuestra misma infeliz situación, vuestro abatimiento, vuestra deshonra? No, compatriotas: los libres os hacen la justicia de creer que vuestro patriotismo y valor no se han extinguido y que vuestra indignación se inflama al ver la Provincia Oriental como un conjunto de seres esclavos, sin nada propio más que sus deshonras y sus desgracias.» Y trazando el plan de las resoluciones ulteriores, dentro del viejo marco artiguista del mantenimiento de las Provincias Unidas, agregaba: «Las provincias hermanas sólo esperan vuestro pronunciamiento para protegeros en la heroica empresa de reconquistar vuestros derechos. La gran Nación Argentina de que sois parte, tiene gran interés de que seáis libres, y el Congreso que rige sus destinos no trepidará en asegurar los vuestros. Decidios, pues, y que el árbol de la libertad fecundizado con sangre vuelva a aclimatarse para siempre en la Provincia Oriental.» «Constituir la Provincia bajo el sistema representativo republicano en uniformidad a las demás de la antigua unión. Estrechar con ella los antiguos vínculos que antes las ligaban. Preservarla de la horrible plaga de la anarquía y fundar el imperio de la ley. He ahí nuestros votos.» El programa de las autoridades orientales. Antes de los dos meses de iniciada la guerra, ya estaba instalado el Gobierno provisorio de la Provincia en la villa de la Florida, bajo la presidencia de don Manuel Calleros, y se recibían de Lavalleja importantes declaraciones acerca de las fuerzas disponibles: dos cuerpos de ejército de mil hombres cada uno, dos divisiones de trescientos soldados cada una y varios destacamentos; y acerca de los propósitos del Gobierno argentino que esbozaba así: «En unión del señor brigadier Rivera, me he dirigido al Gobierno Ejecutivo Nacional instruyéndole de nuestras circunstancias y necesidades; y aunque no hemos obtenido una contestación directa, se nos ha informado por conducto de la misma comisión las disposiciones favorables del Gobierno y que éstas tomarán un carácter decisivo tan luego como se presenten comisionados del Gobierno de la Provincia.» Uno de los primeros actos de la nueva autoridad fue convocar a elecciones de Sala de Representantes de la Provincia. En su circular de 17 de junio de 1825, decía el Gobierno Provisorio al dar cuenta a los Cabildos de esa /resolución; «Es llegado el día de escucharse los majestuosos e imponentes votos de los seres que han roto las cadenas, abjurando para siempre la ridicula obra de las combinaciones y tenebrosos planes de sus mandatarios.» «La Provincia Oriental desde su origen ha pertenecido al territorio de las que componían el Virreinato de Buenos Aires, y por consiguiente fue y debe de ser una de las de la unión argentina representadas en su Congreso General Constituyente. Nuestras instituciones, pues, deben modelarse por las que hoy hacen el engrandecimiento y prosperidad de los pueblos hermanos. Empecemos por plantear la Sala de Representantes, y este gran paso nos llevará a otros de igual importancia, a la organización política del país y a los progresos de la guerra.» «A la penetración de V. S. y ciudadanos de ese departamento, tan lejos de ocultarse esas verdades, sabe el Gobierno provisorio y sabe el mundo que ellas están gravadas en lo íntimo de la conciencia pública, y que su ejecución forma el deseo más ardiente y universal de todos los buenos.» La Sala de Representantes surgida de esa convocatoria, invocando en su sesión del. 25 de agosto de 1825 «la soberanía ordinaria y extraordinaria que inviste para constituir la existencia política de los pueblos que la componen y establecer su independencia y felicidad satisfaciendo el constante, universal y decidido voto de sus representados», sancionó las dos siguientes proposiciones: «1.° Declara írritos, nulos, disueltos y de ningún valor para siempre, todos los actos de incorporación, aclamaciones y juramentos arrancados a los pueblos de la Provincia Oriental por la violencia de la fuerza, unida a la perfidia de los intrusos poderes de Portugal y el Brasil, que la han tiranizado, hollado y usurpado sus inalienables derechos, y sujetándola al yugo de un absoluto despotismo desde el año de 1817 hasta el presente de 1825. Y por cuanto el Pueblo Oriental aborrece y detesta hasta el recuerdo de los documentos que comprenden tan ominosos actos, los magistrados civiles de los pueblos en cuyos archivos se hallan depositados aquéllos, luego que reciban la presente disposición concurrirán el primer día festivo, en unión del párroco y vecindario y con asistencia del escribano, secretario o quien haga sus veces, a la casa de justicia; y antecedida la lectura de este decreto, se testará y borrará desde la primera línea hasta la última firma de dichos documentos, extendiendo luego un certificado que haga constar haberlo verificado, con el que deberá darse cuenta oportunamente al Gobierno de la Provincia.» «2.° En consecuencia de esta declaración, reasumiendo la Provincia Oriental la plenitud de los derechos, libertades y prerrogativas inherentes a los demás pueblos de la tierra, se declara de hecho y de derecho libre e independiente del Rey de Portugal, del Emperador del Brasil y de cualquiera otro del Universo y con amplio y pleno poder para darse las formas que en uso y ejercicio de su soberanía estime convenientes.» En el mismo día sancionó la Sala de Representantes esta tercera declaración invocando que el «voto general, constante, solemne y decidido es y debe ser por la unidad con las demás Provincias argentinas, a que siempre perteneció por los vínculos más sagrados que el mundo conoce»: «Queda la Provincia Oriental del Río de la Plata unida a las demás de su nombre en el territorio de Sudamérica, por ser la libre y espontánea voluntad de los pueblos que la componen, manifestada por testimonios irrefragables y esfuerzos heroicos desde el primer período de la regeneración política de las Provincias.» ¿Era la reincorporación un recurso de circunstancias? Grandes debates se han producido en torno de esa actitud de la Sala de Representantes de la Florida, concordante con la proclama de Lavalleja. Para unos, la reincorporación a las Provincias Unidas del Río de la Plata destruía totalmente el efecto de la declaratoria de la independencia. No se concibe racionalmente, en concepto de los que así piensan, que a raíz de proclamada la soberanía absoluta, volvieran a crearse ataduras que limitaban esa misma soberanía, haciéndola depender de organismos extraños. Para otros, constituía simplemente un recurso de circunstancias. La Provincia Oriental no podía luchar contra el Brasil, y en consecuencia le era indispensable recabar el auxilio de las demás provincias y reincorporarse a ellas durante las contingencias de la guerra. Son igualmente insostenibles las dos tesis. La Asamblea de la Florida no se achicaba absolutamente al dictar la reincorporación dentro del régimen de absoluta libertad en que se movía. Y en cuanto a la segunda tesis, está contradicha por toda la documentación de la época, que es de invariable orientación a las Provincias Unidas, y está contradicha también por la doctrina artiguista, adversa a la independencia, que sólo autorizó el funcionamiento fuera de la unión nacional ante el rechazo de las condiciones institucionales y la necesidad consiguiente de aplazar el régimen federal. ' Precisamente ahí, en las condiciones de la incorporación, está la diferencia capital entre lo que quería el Jefe de los Orientales y lo que decretaba la Asamblea de la Florida. Artigas entendía, y con razón, que la unión incondicional era el sometimiento de los pueblos a la oligarquía que desde Buenos Aires regía los destinos del país entero. Y una de sus protestas de mayor resonancia había tenido lugar en circunstancias infinitamente más apuradas y críticas que aquellas en que actuaban los Treinta y Tres orientales y la Asamblea de la Florida. Cuando Artigas condenaba el acta de incorporación incondicional suscripta por los capitulares Durán y Giró en diciembre de 1816 y declaraba que él había manifestado en todo tiempo que no estaba dispuesto a sacrificar el rico patrimonio de los orientales al bajo precio de la necesidad, la situación era excepcionalmente grave y angustiosa: los ejércitos portugueses, después de haber aniquilado a las divisiones orientales, marchaban a tambor batiente sobre Montevideo en combinación con una escuadra formidable, y como si eso no fuera bastante, la política directorial encendía la guerra civil en toda la dilatada zona de influencia del artiguismo para facilitar su conquista a los invasores. Por el contrario, en agosto de 1825, los elementos de la conquista estaban profundamente debilitados y en cambio la situación de los orientales era altamente halagadora en la campaña, pues lejos de verse obligados a distraer fuerzas en la guerra civil, contaban con las simpatías de todas las provincias hermanas. Tal era la variante política de Jos Treinta y Tres: la reincorporación sin condiciones. Pero en cuanto a la reincorporación en sí misma, la Asamblea de la Florida no alteraba la tradición de Artigas, y antes por el contrario se sometía a ella, reconociendo que era la tradición del país y la más acentuada de sus tradiciones. . Abundan, sin duda alguna, en la correspondencia particular de la época, frases y apreciaciones que tomadas aisladamente pueden autorizar la creencia de que la empresa de los Treinta y Tres tendía, en el fondo, a la constitución de un Estado independiente. Pero la libertad e independencia de que entonces se hablaba, era con relación a la conquista portuguesa que tenía esclavizado al país, y que había que destruir. Rotas las cadenas, restaurada la fuente de la soberanía nacional, ¿debía la Provincia Oriental constituir una Nación aislada, o asociarse a las demás Provincias Unidas? A los pró-ceres de la revolución oriental jamás asaltó la duda: desde 1811 habían optado sin vacilaciones por la organización de las Provincias Unidas del Río de la Plata, y la única controversia de la época era, como ya lo hemos demostrado, relativa a la forma, o más bien dicho, a las condiciones en que esa incorporación debía realizarse. La revolución triunfante. Era, efectivamente, tan favorable la situación para los patriotas del año 1825, que pocas semanas después de las declaratorias de la Asamblea de la Florida, y mucho tiempo antes de que se hubieran hecho sentir los auxilios del Gobierno de las Provincias Unidas, quedaban destrozados en dos batallas memorables los ejércitos brasileños, y reducida la esfera de acción de la conquista a las plazas fortificadas de Montevideo y la Colonia. Primeramente obtuvo el general Rivera la victoria del Rincón, el 24 de septiembre de 1S25, al frente de doscientos cincuenta hombres, contra el ejército brasileño al mando del coronel Jardim, compuesto de setecientos hombres. Los vencidos experimentaron una baja de cien muertos y de trescientos prisioneros. «Yo pensaba, decía el general Rivera en su parte, que llevábamos a retaguardia cuatro mil coraceros, según el valor y orden con que se presentaron nuestros soldados a la presencia del peligro.» Luego obtuvo el general Lavalleja la victoria del Sarandí, el 12 de octubre del mismo año. Su ejército se componía de dos mil soldados, y de igual cifra el brasileño, que estaba a cargo del coronel Bentos Manuel. «Vernos y encontrarnos, dice Lavalleja, fue obra del momento. En una y otra línea no precedió otra maniobra que la carga, y fue ella ciertamente la más formidable que pueda imaginarse. Los enemigos dieron la suya a vivo fuego, el cual despreciaron los míos, y sable en mano y carabina a la espalda, según mis órdenes, encontraron, arrollaron y sablearon, persiguiéndolos más de dos leguas hasta ponerlos en fuga y la dispersión más completa, siendo el resultado quedar en el campo de batalla de la fuerza enemiga más de cuatrocientos muertos, cuatrocientos setenta prisioneros de tropa y cincuenta y dos oficiales, sin contar con los heridos que aun se están recogiendo, y dispersos que ya se han encontrado y tomado en diferentes partes.» Actitud prescindente del Gobierno argentino. Desde su campamento en marcha, otorgaron los generales Rivera y Lavalleja una carta credencial al teniente coronel don Pablo Zufriategui, datada el 12 de mayo de 1825, con los cometidos que se expresan a continuación: «Para que se acerque diligentemente a los agentes de las naciones extranjeras que se hallen en aquel destino de Buenos Aires, y entre en negociaciones con ellos, solicitando auxilios de soldados, armas y dinero, en la inteligencia de que no podrá permanecer cerca de éstos más que ocho días después que manifieste el objeto de su misión. Se lo damos asimismo para que instruya de nuestro estado e intenciones, y muy particularmente, para que asegure sobre la legalidad de nuestros sentimientos, respecto al deseo de ver libre la Provincia para mandar los diputados al Congreso Nacional.» Cuando se otorgaba esa credencial, que luego quedó sin efecto mediante el nombramiento de una nueva Comisión de la que formaban parte los señores Pedro Trápani, Román Acha, Pascual Costa y José María Platero, ya la diplomacia brasileña había iniciado sus reclamos y protestas contra el Gobierno argentino. Inició el incidente el Cónsul del Brasil Pereira Sodré, mediante una nota al Ministro de Relaciones Exteriores don Manuel José García, datada el 30 de abril de 1825. Después de recordar el contenido de una declaración anterior de la Cancillería argentina, según la cual el Gobierno no había autorizado el pasaje de los Treinta y Tres, agregaba, refiriéndose a los. progresos de las fuerzas orientales: «Pudiendo acontecer que este desagradable negocio tome un carácter más serio, al infrascripto, para poder informar bien de todo a su Corte, como es su más sagrado deber, y esclarecerla acerca de cuáles son las intenciones del Gobierno de esta capital en este asunto, le es indispensable exigir del señor Ministro que le declare si el Gobierno ha tomado parte en estos acontecimientos, y aún si la tomará en caso de que vaya adelante el proyecto de los tales aventureros. Esa declaración servirá de guía al Gobierno de S. M. I. y evitará procedimientos que puedan tornar amenazada la amistad que existe felizmente entre ambos gobiernos.» Fue contundente la contestación del Ministro García en su oficio del 2 de mayo de 1825: «Puede seguir desempeñando sus funciones en esta ciudad, bajo el seguro concepto de que el Gobierno cumplirá lealmente con todas las obligaciones que reconoce mientras permanezca en paz y armonía con el Gobierno de S. M. I., debiendo agregar el que suscribe con relación a las tentativas que anuncia el señor Cónsul, que no está ni puede estar en los principios bastante acreditados de este Gobierno, el adoptar en ningún caso medios innobles ni menos fomentar empresas que no sean dignas de un Gobierno regular.» Pero, las gestiones del Consulado debieron considerarse, sin duda alguna, ineficaces, y la escuadrilla brasileña recibió orden de trasladarse a Buenos Aires. El vicealmirante Pereira de Lobo, en oficio del 5 de julio de 1825, después de historiar diversos hechos que denunciaban las vinculaciones argentinas con la empresa de los Treinta y Tres, decía al Ministro García que el Gobierno Imperial había resuelto «mandar inmediatamente fuerzas de mar y tierra para repeler la fuerza con la fuerza donde fuese necesario, y afianzar a los fieles cisplatinos el goce de sus derechos políticos como ciudadanos del Imperio del Brasil a quien legal y espontáneamente se ligaron; y agregaba: «Mas no pudiendo S. M. el Emperador persuadirse todavía de que el Gobierno de Buenos Aires, a quien el del Brasil ha dado constantemente todas las pruebas de relación y de amistad, se preste a proteger medidas revolucionarias impropias de gobiernos civilizados y a fomentar hostilidades sin una abierta y franca declaración de guerra, no se delibera a echar mano de los medios hostiles permitidos por el derecho de gentes y que tiene a su disposición, sin exigir antes las explicaciones convenientes sobre hechos tan agravantes.» . La Cancillería argentina preguntó previamente al jefe de la escuadra si estaba debidamente acreditado para entablar gestiones diplomáticas, y habiendo contestado el vicealmirante que él cumplía órdenes de su Gobierno, se expresó finalmente así el Ministro García en oficio del 8 de julio, aunque con la protesta de que ninguna relación diplomática cabía: «Conviene ahora a la dignidad del Gobierno de las Provincias Unidas el que las demás del mundo no tengan motivo de pensar que él rehúsa de modo alguno el desmentir en toda ocasión la imputación que se le hace de haber promovido la sublevación actual de los pueblos de la Banda Oriental del Río de la Plata, y por ello el que suscribe está autorizado para negar solemnemente tal hecho. El señor vicealmirante no puede ignorar por mucho tiempo el hecho notorio a todo este país, de que la actual insurrección ha sido obra exclusiva de sus habitantes, sin ayuda ni conocimiento el menor del Gobierno de las Provincias Unidas, y que cualesquiera socorros que hayan obtenido de Buenos Aires, son comprados con el dinero y créditos particulares en los almacenes de esta ciudad, que están abiertos a todos, sin excluir a los enemigos naturales.» Concluía su oficio el Ministro argentino anunciando el envío de una misión a Río de Janeiro, «ya proyectada antes para establecer definitivamente las relaciones de la República con el Brasil». No provenía de impulsos nuevos la orientación del Poder Ejecutivo. Era el complemento lógico de los trabajos emprendidos por el mismo Ministro García en Río de Janeiro como agente de los directores Alvear, Alvarez, Balcarce y Pueyrredón, para promover primero y regularizar después la conquista de la Provincia Oriental por la Corona portuguesa. El Cónsul Pereira Sodré resolvió dar por terminadas sus gestiones. En oficio dirigido a la Cancillería de Río de Janeiro el 11 de julio de 1825, expresaba que habiendo continuado las remesas de hombres y de municiones a los revolucionarios, él había dirigido reclamos y solicitado audiencias, sin obtener contestación, hasta que finalmente se le había advertido que carecía de carácter público, por más que sus oficios anteriores hubieran sido contestados. Era otra la orientación del Congreso argentino. Pocos días después de realizado el pasaje de los Treinta y Tres, tuvo oportunidad de ocuparse del asunto el Congreso argentino, con motivo de un mensaje del Gobierno de Las Heras, refrendado por el Ministro García, el 9 de mayo de 1825, cuya parte substancial decía así: «La guerra se ha encendido en la Banda Oriental del Río de la Plata. Este solo hecho y, además, el carácter que debe desenvolver naturalmente, hace necesario al Ejecutivo el ponerse en precaución contra los eventos que ella pueda producir, y que amenacen bien sea la tranquilidad interior del Estado, o bien la seguridad de sus fronteras. La situación actual de la Nación demanda en este caso la cooperación del Congreso Nacional, a fin de que las respectivas Provincias de la Unión se decidan a enviar con este objeto igual número de tropas que les sean necesarias para el servicio interior de ellas, poniéndolas a disposición del Gobierno general. El Ejecutivo espera que las resoluciones del Congreso General sobre un objeto tan importante y tan nacional tendrán el más cumplido efecto.» Fue acordada la autorización que solicitaba el Gobierno para organizar un ejército de observación en la línea del Uruguay. Pero el ambiente del Congreso, lejos de armonizarse con las tendencias del Poder Ejecutivo, era profundamente revolucionario, según resulta de estos extractos de las actas de las sesiones del 3, 4 y 11 de mayo de 1825: El diputado Mansilla: «Todo el mundo sabe que las Provincias Unidas del Río de la Plata necesitan de un ejército, porque indudablemente la integridad del territorio es preciso recobrarla; esto es del honor del país y del interés de las Provincias de la Banda Oriental, que están subyugadas por un enemigo intruso.» El diputado José Valentín Gómez: «¿No se encuentra positivamente una Provincia ocupada, cuya libertad importa altamente a todas las demás? ¿No es contigua a otras Provincias que tienen diputados en este lugar y están expuestas a otra invasión general? ¿No corren igual riesgo, por momentos, todas las Provincias situadas sobre la costa del Paraná?... Nuestra situación es esta: existe una Provincia que está ocupada por tropas extranjeras; se sabe que vienen refuerzos de escuadra y tropa; existe otra provincia en un peligro inminente de ser invadida y en la necesidad de ser ocupada por alguna fuerza de la que pueda venir con este objeto de la Banda Oriental.» El diputado Carriego: Dijo que había visto «las comunicaciones del centro de la Banda Oriental en que se anuncia una pronta invasión al territorio de Entre Ríos por los portugueses». Creía, en consecuencia, que debía formarse un ejército de defensa y a la vez «estar a la mira para dar auxilio oportuno a esos beneméritos americanos que arrostrando todo género de peligros y sacrificios, han puesto el pie en la Banda Oriental para sacudir el yugo de esos viles opresores». Uno de los diputados pidió que también se auxiliara a los orientales. Pero aunque la opinión general se mostraba entusiasmada con la empresa de esos patriotas, prevaleció el argumento de que no existía todavía declaración de guerra. La influencia de la opinión pública. Existía, como se ve, completo antagonismo de ideas entre los dos altos poderes nacionales. Mientras que el Poder Ejecutivo rechazaba toda solidaridad con la heroica empresa de los Treinta y Tres, el Congreso asumía una actitud de franca adhesión a la causa de los orientales. Fuera de la zona de influencia de la Cancillería argentina el ambiente era también de entusiasta adhesión a la causa de la independencia oriental. Ni las mismas Secretarías de Estado escapaban al contagio. Organizado el ejército de observación que debía custodiar la línea del Uruguay, de acuerdo con lo pedido por el Poder Ejecutivo y lo resuelto, por el Congreso en el mes de mayo, hubo una consulta que da idea de la solidaridad que ya se esbozaba. El jefe el ejército de observación, general Martín Rodríguez, se dirigió el 6 de agosto de 1825 al Ministerio de Guerra preguntando: si en el caso de ser derrotados los orientales y cruzar el río Uruguay debería protegerlos; y si en el caso de triunfar, debería cooperar a su triunfo. Pues bien: el Ministro de Guerra, don Marcos Balcarce, por resolución del 8 del mismo mes, contestó al general Rodríguez, que podía amparar a los orientales si ocurriese «la desgracia de ser derrotados»; y que en caso de triunfar, se le darían instrucciones especiales. En cuanto al pueblo de Buenos Aires, véase lo que decía a su Gobierno el capitán Falcao da Frota, sucesor de Pereira Sodré en el Consulado brasileño, en oficio del 24 de julio de 1825: «En la noche de San Pedro, según me relata Sodré, fueron borradas las armas del Imperio que están colocadas en la puerta de esta casa consular; reclamó contra esto, pero no obtuvo satisfacción pública igual al ultraje y a la afrenta. Además, en la primera noche que vino a tierra un oficial de la escuadra, siendo así que vino uno solo y que no puede ir de uniforme, un grupo de gente, acompañado de una banda de música, vino a la puerta gritando: ¡Viva la Patria! ¡Muera el Cónsul del Brasil! ¡Mueran los brasileños! ¡Muera el Emperador de los macacos! Estamos reducidos a no tener una sola embarcación para servir a la escuadra, pues desertando por seducirlos en tierra todos los marineros de los botes, a los cuales llegan a ofrecer cincuenta pesos y aún más para que huyan, era necesario servirnos de embarcaciones alquiladas a algún particular, mas ni uno solo se presta a ello, ya por connivencia con nuestros enemigos, ya por temor de comprometerse.» No se trataba de actos aislados, sino de un estado de efervescencia permanente. Lo demuestra esta nota del mismo Cónsul al Gobierno argentino, del 21 de octubre de 1825, relativa a actos realizados durante las demostraciones populares en honor de los vencedores de Sarandí: «Es por la primera vez, y también por la última, que el infrascripto, agente político de negocios del Imperio del Brasil, tiene el disgusto de poner en conocimiento del Excmo. Señor Ministro de Relaciones Exteriores, para trasmitirlo así a su Gobierno, que ayer 20 del corriente, a eso de las diez y media de la noche, se le hizo a su persona un insulto grave y público, en que hasta vio expuesta su seguridad individual, pues corto era el paso para llegar a vías de hecho, una vez proferidos por un inmenso gentío gritos y alaridos de ¡mueran los portugueses!, ¡muera el Emperador del Brasil!, ¡mueran todos los amigos de ese tirano! y ¡muera el Cónsul!; acompañando esto, al mismo tiempo, de golpes violentos a la puerta y de sonidos de trompetas de la música que acompañaba a esta turba.» Las manifestaciones populares de Buenos Aires, provocaban represalias en el Brasil, de las que hasta el mismo Congreso argentino tuvo que ocuparse, según lo revela una minuta de comunicación del doctor Agüero, en que se habla de insultos a la bandera argentina por fuerzas navales del Imperio; y se agrega: «Estos hechos, en proporción que han puesto en agitación la opinión pública, no han podido menos que conmover también y alarmar a la representación nacional. Ha debido apercibirse, desde luego, de las consecuencias que tales antecedentes pueden producir contra la seguridad, defensa e integridad del territorio del Estado. Ha sentido el enorme peso de la responsabilidad que gravita sobre los representantes en cuyas manos han puesto las provincias de la Unión su futuro destino. Conoce, por último, lo delicado de su posición y la necesidad de obrar con una actividad infatigable y con una prudente previsión de los sucesos que pueden ser consecuencia de los que hoy empiezan a desenvolverse. Conducido el Congreso por tan justas consideraciones, ha acordado que el Poder Ejecutivo le instruya sin pérdida de momentos, no sólo sobre la existencia y realidad de aquellos hechos, sino también sobre las medidas que de sus resultas pueda haber adoptado. Sobre todo, quiere muy particularmente ser instruido del estado y circunstancias de esa guerra, que sin conocimiento de la autoridad suprema, se ha encendido en la Provincia Oriental.» La ley de reincorporación a las Provincias Unidas. La declaración votada el 25 de agosto por la Sala de Representantes de la Florida, fue aceptada en estos términos por el Congreso General Constituyente de las Provincias Unidas, recién el 25 de octubre del mismo año: «De conformidad con el voto uniforme de las Provincias del Estado, y con el que deliberadamente ha reproducido la Provincia Oriental por el órgano legítimo de sus representantes en la ley de 25 de agosto del presente año, el Congreso General Constituyente, a nombre de los pueblos que representa, la reconoce de hecho reincorporada a la República de las Provincias Unidas del Río de la Plata, a que por derecho ha pertenecido y quiere pertenecer. En conscuencia, el Gobierno encargado del Poder Ejecutivo Nacional proveerá a su defensa y seguridad.» La ley de reincorporación llegó a conocimiento de Lavalleja, por intei’-medio de don Gregorio Gómez. Al acusar recibo, decía el Jefe de los Treinta y Tres el 16 de noviembre de 1825: «Ella, señor, nos eleva al distinguido puesto de nacionales, por lo que tanto desde nuestros principios todos han aspirado; nuestros enemigos ya no nos mirarán como unos seres aislados y una provincia rebelde, sino con respeto por nuestra decisión, y porque pertenecemos a una respetable Nación que hoy tiene tanto crédito y a quien siempre hemos pertenecido.» Al día siguiente se dirigía Lavalleja al país para comunicarle la buena nueva. Reproducimos de su manifiesto de 17 de noviembre de 1825: «¡Pueblos! Ya están cumplidos vuestros más ardientes deseos: ya estamos incorporados a la gran Nación Argentina por medio de nuestros representantes: ya estamos arreglados y armados. Ya tenemos en la mano la salvación de la Patria. Pronto veremos en nuestra gloriosa lid las banderas de las provincias hermanas unidas a la nuestra. Ya podemos decir que reina la dulce fraternidad, la sincera amistad, la misma confianza. Nuestro enemigo está aterrado al ver que no tiene poder para variar el augusto destino a que la Providencia nos conduce.» La idea de llevar la guerra a Río Grande. Si falta de actividad había existido en el trámite de la ley de reincorporación votada al fin por el Congreso en medio del delirante entusiasmo popular causado en Buenos Aires por la victoria del Sarandí, verdadera morosidad hubo en la prestación del concurso militar efectivo a la empresa de los Treinta y Tres. Era indudable que el Poder Ejecutivo, que de tan mala gana recibía la ley de incorporación, trataba de dar largas al asunto mientras no apremiaran las medidas del Brasil. El jefe del ejército de observación, general Martín Rodríguez, se vio obligado a presentar renuncia del cargo, invocando expresamente en sus notar de 16 de diciembre de 1825 y 8 de enero de 1826, que el Gobierno no le suministraba los elementos necesarios para la organización de sus fuerzas. Por fin le fue dado cruzar con su ejército el río Uruguay el 28 de enero de 1826, en cuyo día lanzó una proclama de de su cuartel general del Salto, en que decía: «Soldados: el día en que pisáis la tierra clásica de los bravos, es el mismo en que contraéis el más sagrado compromiso... Con la velocidad del rayo nos precipitaremos sobre nuestros enemigos: los buscaremos en su territorio mismo: no para talar sus campos y llevar la desolación a sus familias: no, nosotros iremos a ofrecerles los preciosos dones de la paz y de la libertad.» Asoma ya en ese manifiesto el propósito de llevar la guerra a territorio brasileño. ¿De quién era la idea? Hay el derecho de preguntarlo, en presencia de una comunicación anterior del mismo general Rodríguez relatando una entrevista con el general Lavalleja en la ciudad de Paysandú, el 3 de noviembre de 1825, en la que se consignan las manifestaciones que extractamos a continuación: «Lavalleja, mostrando su júbilo por la reincorporación, expresó que abandonada la Provincia Oriental a sí misma, sólo tenía dos arbitrios: llevar la guerra a territorio brasileño, para lo que le faltaban recursos; o mantenerse en la Banda Oriental con perjuicio de los intereses de la industria, que acabaría de arruinarse. Agregó que él tenía cuatro mil hombres sobre las armas, caballadas en regular estado y en número bastante considerable; que la Provincia ardía en un entusiasmo superior a toda exageración (esto es indudable); que tenía bloqueado a Montevideo con 400 hombres de caballería; que esperaba tomar muy pronto la Colonia; que había buenas disposiciones en la Provincia de San Pedro del Sur, para entrar en avenimientos.» Otras dos piezas de importancia registra el Archivo argentino: un oficio del general Lavalleja al Gobierno Nacional, y un decreto de este mismo Gobierno. Anuncia Lavalleja en su nota al Ministerio, del 16 de noviembre de 1825, que el comisionado Trápani, «llevaría todas las instrucciones y facultades suficientes para la conclusión del expresado plan de entrar al continente del Brasil». Por el decreto gubernativo que obra al pie se anunciaba a Lavalleja el pasaje del ejército argentino a la Provincia Oriental y se agregaba: «Por lo que hace al plan de campaña el Gobierno ha indicado al general de la línea es su objeto se abra sobre la frontera enemiga, y le ha encargado recabe del señor general Lavalleja su parecer, que ahora le recomienda dirigirlo sin demora en derechura a este Ministerio — también sobre los puntos que considere más ventajoso atacar y sobre si las columnas han de romper hacia la villa del Cerro Largo por la cuchilla oriental del río Negro, o en dirección a los pueblos de Misiones orientales del Uruguay.» El plan de transportar la guerra a Río Grande como medio de evitar la ruina de la campaña oriental, claramente indicado en la entrevista con Rodríguez y en la nota al Gobierno, era también un viejo y persistente plan de Artigas, que Lavalleja volvía a prestigiar y que Alvear se encargaría de realizar con brillo en la jornada de Ituzaingó. Como réplica a la ley de reincorporación del Congreso argentino, el Emperador del Brasil declaró la guerra por el siguiente decreto de 10 de diciembre de 1825: «Habiendo el Gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata ejecutado actos de hostilidad contra este Imperio, sin haber sido provocado, prescindiendo de las formas admitidas por las naciones civilizadas: conviene a la dignidad de la Nación brasileña y al rango que debe ocupar entre las potencias, que yo después de haber oído a mi Consejo de Estado, declare, como declaro, guerra contra dichas Provincias y su Gobierno.» En su manifiesto del mismo día agregaba el Emperador: «Es bien notorio que cuando estalló la revolución de las provincias españolas del Río de la Plata, incluso Buenos Aires, la Corte del Brasil manifestó constantemente la más estricta neutralidad a pesar de todas las prudentes consideraciones que hacían recelar el peligro del contagio revolucionario. Sin embargo, los insurgentes, sin la menor provocación de nuestra parte, como para hacernos arrepentir del sistema pacífico que se procuró siempre adoptar, empezaron, desde luego, a infestar las fronteras de la Provincia del Río Grande de San Pedro. Ellos convocaban los indios a su partido, reunían tropas para invadir a la Provincia vecina, y derramaban proclamas sediciosas para excitara la rebelión a los pueblos de las siete Misiones... S. M. P. conoció bien que era inevitable, para poner sus Estados a cubierto de las miras perniciosas de los insurgentes, levantar una barrera segura, justa y natural entre ellos y el Brasil, y aunque estaba penetrado de las razones de derecho por que podía pertenecerle la Banda Oriental de que la España estaba en posesión, solicitó y esperó largo tiempo de la Corte de Madrid un remedio a tantos males; pero aquella Corte no pudiendo o no queriendo acudir al fuego que se encendía en la Banda Oriental, abandonó a su suerte aquel territorio, que cayó por fin en la más sangrienta y bárbara anarquía. Entonces Artigas, sin título alguno se erigió en Gobierno Supremo de Montevideo: las hostilidades contra el Brasil adquirieron mayor incremento; la tiranía oprimía a los montevideanos, que en vano buscaron amparo en las Provincias vecinas, y Buenos Aires, esa misma Provincia que después de pasado el peligro intenta dominar a los cisplatinos, vió batidas sus tropas en 1815, en los campos de Guayabos: respetó la bandera oriental y sancionó la tiranía de Artigas, reconociéndolo como jefe supremo e independiente... En esta situación, no restando a S. M. ,F. otra alternativa, mandó contra aquel jefe un cuerpo de tropas con orden de expulsarlo al otro lado del Uruguay y de ocupar la margen izquierda de aquel río. Esta medida natural e indispensable, ejecutada y proseguida con los más costosos sacrificios y gastos, aseguró al Brasil el derecho de la ocupación del territorio dominado por Artigas.» Hablaba luego el Emperador de los hechos relativos a la incorporación de la Provincia Oriental al Brasil; y concluía increpando al Gobierno de Buenos Aires porque «tolera que un populacho desenfrenado se dirija violentamente contra la persona de nuestro agente político residente allí, que insultando en él con toda clase de improperios y acciones indecentes el decoro debido a la Nación que él representaba, lo obligó, con horrenda violación del derecho de gentes, no confiando en las ilusorias promesas del Gobierno, a abandonar repentina y clandestinamente su residencia y a pasar a Montevideo al abrigo de nuestras armas». Proclama del Gobierno argentino. Contestó el Gobernador Las Heras en su manifiesto del 3 de enero de 1826: «A las Provincias Unidas: El Emperador del Brasil ha dado al mundo la última prueba de su injusticia y de su política inmoral. Después de haber usurpado de una manera la más vil e infame que la historia conoce, una parte principal de nuestro territorio; después de haber cargado sobre nuestros inocentes compatriotas el peso de una tiranía tanto más cruel, cuanto eran indignos y' despreciables los instrumentos de ella; después que los bravos orientales han desmentido las imposturas en que se pretendió fundar su usurpación, no sólo resiste a todos los medios de la razón, sino que a la moderación de las reclamaciones contesta con el grito de guerra.» «Orientales: Ocupáis el puesto que se os debe de justicia: formáis la primera división del ejército nacional: lleváis la vanguardia en esta guerra sagrada; que los oprimidos empiecen a esperar y que los viles opresores sientan luego el peso de nuestras armas. Esa vuestra Patria tan bella como heroica, sólo produce valientes: acordaos que sois orientales y este nombre y esta idea os aseguran el triunfo.» La Vindicación de Artigas. No vacilaba el Gobernador argentino, como se ve, en formular el proceso de la conquista portuguesa, que era también el proceso de la política directorial de 1815 a 1820, realizada por intermedio de su Ministro don Manuel José García. En cuanto al Emperador del Brasil, obligado a concretar las causas de la invasión de 1816, tenía que limitarse a decir en su manifiesto que Artigas había excitado a la rebelión a los pueblos de las Misiones orientales, y que había tiranizado a sus propios compatriotas! Puede decirse, en consecuencia, que de esta nueva crisis arranca la rehabilitación histórica de Artigas, formulada por sus propios adversarios. Honrando a los vencedores de Rincón y Sarandí. En diciembre de 1825 acordó el Congreso argentino al Poder Ejecutivo la venia que había solicitado para conferir los despachos de brigadier a Lavalleja y Rivera, y se ocupó de otros asuntos relacionados con la guerra, que dieron tema para formular estos juicios y tributar estos homenajes. El diputado don Lucio Mansilla: «Después de una serie de sucesos prósperos, debidos todos al valor denodado de la Provincia Oriental, el Congreso declaró incorporada de hecho a la República aquella Provincia que por tantos títulos le correspondía de derecho. En seguida, y con la mayor previsión, determinó la formación de un ejército ¡sobre la parte occidental del Uruguay: y finalmente, reclamó imperiosamente el que esta fuerza pasase el río Uruguay, no con el objeto de ayudar a los orientales en su causa, sino con el fin de tomar la iniciativa en una guerra tan nacional como la que exige nada menos que la integridad de una parte del territorio usurpado.» El diputado don Julián Agüero: «Yo no creo que deba ser así, sino que ese jefe o cualquier otro que vaya a ponerse a la cabeza de ese ejército luego que pase el Uruguay y se establezca en la Banda Oriental, que tome bajo su dirección la guerra e incorpore entre sus filas a los bravos orientales que deben pertenecer y pertenecen al ejército nacional (el ejército puede contar como una gloria el que le pertenezcan); ese jefe, repito, cuanto más se aleja del Uruguay, tantas más facultades necesita de las que por el proyecto se piden.» Como resultado de estos debates fue sancionada la ley del 24 de diciembre de 1825 que aplicaba la ley marcial a las Provincias de Entre Ríos, Corrientes, Misiones y Montevideo, y en cuyo preámbulo hablaba el Congreso de los esfuerzos del Brasil «para restablecer su dominación en la Provincia Oriental reconquistada gloriosamente por el valor denodado de sus hijos libres»; y agregaba que la guerra a la Provincia Oriental se hacía a la Nación Argentina, y «que las Provincias todas debían entrar a consumar la heroica empresa que principiaron por sí solos los bravos orientales». Un homenaje más expresivo tributó el doctor Agüero: «Es preciso hacer justicia a los bravos orientales. Sí, señor, en este lugar, en la Ley, y nunca más bien empleado, sino para hacer justicia a un esfuerzo tan glorioso y tan heroico de que no cuenta un ejemplo la historia de nuestra revolución, acaso y sin acaso ninguno de los pueblos de América, y quién sabe si algún pueblo del mundo.» Al año siguiente, .Rivadavia, electo Presidente de la República, se encargaba de justificar en esta forma la guerra con el Brasil: «La guerra en que tan justa como noblemente se halla empeñada esta Nación, no cuestiona únicamente el objeto material de la Banda Oriental: todo lo que ha expresado y todo lo que de ello debe deducirse está empeñado en el suceso de esta guerra: grande es la importancia de esa Provincia y de su bello y extenso territorio; mayor aún es su situación geográfica, pero entre todo ello prevalece el ser nacional de este país, y lo que es más, el ser mismo social; porque los principios sociales, señores, de este país son aquellos precisamente que más comprometidos quedan sin el buen éxito de esa guerra; y tales principios, como más individuales, son siempre de mayor y de más inmediata consecuencia. Yo, ciertamente, degradaría el lugar en que me hallo, si descendiera a justificar una guerra que ha decretado el principio mismo en que se funda y de donde se ha derivado el derecho natural y de gentes. Es fuerza, pues, reducirse a una precisión que todo lo comprenda, aún cuando no lo explique. El Río de la Plata debe ser tan exclusivo de estas provincias como su nombre, a ellas les es aún mucho más necesario, y sin la posesión exclusiva de él ellas no existirán. Por lo tanto, el Presidente de la República sella la solemnidad de este acto, declarando y protestando a la representación nacional, que desde hoy y respecto de punto tan vital, él no se moverá en otro espacio que en aquel que interviene entre la victoria y la muerte.» La victoria de Ituzaingó. Después de las victorias del Rincón y Sarandí, la resistencia brasileña quedaba circunscripta a las plazas de Montevideo y la Colonia. Toda la campaña estaba en poder de los orientales, y para encontrar a los ejércitos imperiales era necesario trasponer la frontera, empresa que acometió el general Alvear con el brillante éxito de que instruye la victoria de Ituzaingó (20 de febrero de 1827), una gran gloria argentina, sin duda alguna, pero también una gloria oriental, como lo prueba este cuadro del boletín de la batalla, suscripto por el general Mansiila, jefe del Estado Mayor, en que argentinos y orientales pasan juntos a la admiración de la posteridad: «En la derecha se disputaban la gloria los comandantes Gómez y Medina: cargaron una columna fuerte de caballería, la acuchillaron y obligaron a refugiarse bajo los fuegos de un batallón que estaba parapetado en unos árboles. El ardor de los jefes llevó hasta allí la tropa que un fuego abrasador hizo retroceder algún tanto: la masa de caballería se lanzó entonces sobre ellos en el instante; el regimiento 16º recibió orden de sostener a sus compañeros de armas; los coraceros y dragones se corrieron por derecha a izquierda, poniéndose a sus flancos; y los bravos lanceros maniobrando como en un día de parada, sobre un campo cubierto ya de cadáveres, rompieron al enemigo, lo lancearon y persiguieron hasta una batería de tres piezas que también tomaron. El regimiento 8º sostenía esta carga que fue decisiva. Ei coronel Olavarría sostuvo en ella la reputación que adquirió en Junín y Ayacucho.» De uno de los episodios heroicos que escapan a los partes oficiales, se ha ocupado el general Antonio Díaz, oficial entonces y actor en los sucesos que narra. Es relativo al coronel Manuel Oribe, jefe del 9.° de caballería. Para contener, dice, el desbande de ese cuerpo que acababa de dar la espalda al enemigo, se arrancó las charreteras exclamando «que no quería mandar tales soldados». Mientras Alvear triunfaba en tierra, el almirante Brown obtenía sobre la flotilla brasileña la victoria de Juncal en las inmediaciones de la isla de ese nombre en el Uruguay. Cómo vivían los vencedores. No era posible, desgraciadamente, sacar de estos triunfos todo el partido que debía esperarse. El Gobierno argentino tenía que escatimar sus contingentes de tropas, y en cuanto a recursos dará una idea de las angustias de los vencedores el siguiente oficio del general José María Paz al Gobierno, datado en Cerro Largo, donde había retrocedido el ejército, el 30 de julio de 1827: «Cuanto pudiera decir el general que firma sobre el extremo a que ha llegado la desnudez de la tropa y oficiales, no sería bastante a mandar una idea de lo que el ejército pasa. La tropa no tiene para cubrirse sino andrajos, y muchos oficiales se ven reducidos a no salir de sus alojamientos por no poderse presentar sin escándalo. La estación rigurosa del invierno hace más sensible la desnudez, y la imposibilidad de socorrer al soldado con los artículos que le son de primera necesidad, como el tabaco y la yerba, pone su constancia a una prueba a que apenad puede resistir con la idea de pronto socorro... Desde que el ejército salió del Arroyo Grande en diciembre, los varios socorros que ha recibido no exceden de un mes de pret. . . Al ausentarse el señor General en Jefe, ha concedido muchas licencias ya para la Banda Oriental, ya para Buenos Aires, a jefes y oficiales del ejército. La ausencia de éstos ha dejado un vacío que no es fácil llenar, y un ejemplo funesto a los demás que se hallan en igual caso y con iguales razones para solicitar el mismo permiso.» La inconversión como efecto de la guerra. Ya estaban agotados los recursos cuando el Gobierno argentino abandonaba así a los vencedores de Ituzaingó y de Juncal, esterilizando el brillante complemento de la campaña oriental de 1825. Hasta del papel moneda se había echado mano, legándose al porvenir, como último colazo de la conquista portuguesa pactada por la diplomacia directorial, esa plaga terrible a cambio de fugaces elementos para sostener la lucha contra la misma conquista. Habla Parish: Una de las primeras operaciones de crédito realizadas por el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires después de la consolidación de su deuda en 1822, fue la contratación en Londres de un empréstito de un millón de libras esterlinas nominales para hacer frente a diversas obras públicas que estaban proyectadas. Produjo seiscientas mil libras esterlinas efectivas y su servicio se inauguró a fines de 1824. Mientras se estudiaba el destino que debía darse a ese dinero, estalló la guerra con el Brasil, y como es natural, todo se fue en gastos y preparativos bélicos, agravados por el bloqueo del Río de la Plata en los tres años próximamente que duraron las hostilidades, desde diciembre de 1825 hasta septiembre de 1828. En medio de sus penurias financieras, recurrió el Gobierno de Buenos Aires al Banco de Descuentos creado en 1822 sobre la base del monopolio de la emisión bancaria. .Era una institución puramente particular, administrada por directores designados por los accionistas, y con capital de un millón de pesos. Para desviar sus operaciones en el sentido de los préstamos al Gobierno, fue convertido en Banco Nacional, con capital de diez millones, de los cuales tres eran del Gobierno. Los incesantes apuros gubernativos y el suministro no menos constante de recursos por el Banco, provocaron bien pronto una ley de inconversión. Terminada la guerra con el Brasil en 1828, el valor del peso papel, que era de 45 peniques, bajó a 12. Después de la paz, subió a 24 peniques. Pero a raíz del motín del ejército de Lavalle, del asesinato de Dorrego y de los apuros financieros, el precio del papel bajó a 7 peniques, a cuyo nivel se mantuvo durante varios años, hasta que nuevas complicaciones financieras aumentaron las necesidades y con ellas las emisiones de papel, descendiendo entonces a 4 peniques y, finalmente, a 3. He aquí como describe el doctor Vicente F. López la transformación del Banco de Descuentos a que se refiere Parish: En la sesión del 28 de febrero de 1826 declaró el Ministro de Hacienda al Congreso que todas las rentas del Tesoro Nacional consistían en dos millones seiscientos mil pesos provenientes de la Aduana y la contribución directa de Buenos Aires, porque las demás provincias nada aportaban. La Revolución de 1810 rompió el curso del comercio de importación entre el puerto de Buenos Aires y los mercados del interior hasta el Alto Perú y Paraguay, produciendo una escasez de dinero que cada día se iba acentuando. La ley de junio de 1822, de creación del Banco de Descuentos, se inspiró en el propósito de conjurar la falta de medio circulante. Su capital era de un millón de pesos y su principal privilegio el monopolio de la emisión. Las acciones podían estar representadas por propiedades raíces. Según dijo el Ministro, el interés era del 5 por ciento mensual para los particulares y del 3 por ciento para el Gobierno. Con la creación del Banco bajó al 1 por .ciento gracias a la emisión de billetes por dos millones contra un capital integrado de cuatrocientos mil pesos. Ese estado de gran prosperidad tuvo su término al aproximarse la guerra con el Brasil. El comercio se restringió y empezó a recoger dinero. El Gobierno, en cambio, tenía que hacer gruesas compras para la campaña militar que debía abrirse. De ello resultó una activa demanda de dinero que puso en gravísimos apuros al Banco de Descuentos. En enero de 1826 se había agotado la reserva metálica y el Directorio solicitó un decreto de inconversión, de cuyo contratiempo aprovechó el Congreso para convertir el Banco Provincial en Banco Nacional, garantiéndose entretanto los billetes por el Estado. El partido unitario del Congreso declaró, defendiendo la transformación, por medio de su leader el doctor Agüero, que todo lo que pertenecía a la Provincia de Buenos Aires, pertenecía a la Nación, y que había que proclamar la misma doctrina respecto de las demás provincias. Bajo la presión del propio Rivadavia, en la víspera de su encumbramiento y en los primeros días de su presidencia, fueron absorbidas por el Gobierno Nacional las minas de la Rioja en provecho de una compañía concesionaria, surgiendo de ahí el enfurecimiento de Quiroga, que también quería concederlas, y un estímulo más para que se alzara el estandarte de la guerra civil por ese caudillo. Ya veremos más adelante que las finanzas brasileñas marchaban a ese respecto paralelamente a las argentinas, y que allí también la plaga del papel moneda figuró entre las terribles sanciones de la conquista oriental. La reconquista de las Misiones orientales. Hemos dicho ya que desde los comienzos de la guerra insinuó Lavalleja la idea eminentemente artiguista de trasladar el teatro de la lucha a la Provincia de Río Grande. Rivera, a su turno, complementando el plan de Lavalleja y de acuerdo siempre con las ideas de Artigas, resolvió acometer la reconquista de las Misiones orientales, proclamada desde el año 1813 entre las condiciones de la incorporación de Montevideo a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Ya había aparecido, desgraciadamente, la discordia en el campo de los orientales, la gran discordia de que arrancan los partidos políticos que todavía hoy se mantienen en pugna. Lavalleja había reemplazado a Alvear en la jefatura de los ejércitos de las Provincias Unidas, y Rivera, que no quería absolutamente estar bajo sus órdenes, se puso directamente al habla con Dorrego, Gobernador de Buenos Aires, y con López, Gobernador de Santa Fe, para llevar adelante su fecunda empresa. Pronto quedaron organizados dos cuerpos expedicionarios: uno de ellos a cargo de Rivera y el otro a cargo de López. Al aparecer Rivera en la frontera oriental, Oribe le salió al encuentro. Pero Rivera continuó su marcha y en mayo de 1828 anunciaba al Gobernador Dorrego la toma de posesión de los pueblos de Misiones, después de pequeños encuentros, decía, por haber fugado las fuerzas principales con el Gobernador a la cabeza. Rivera hace el proceso de la conquista portuguesa. Uno de los primeros actos de Rivera al llegar a las Misiones, fue contestar una nota del general Lecor, y con tal motivo formular el proceso de la conquista portuguesa. De ese proceso envió testimonio al Gobierno de Buenos Aires, con oficio datado en las Misiones el 4 de julio de 1828. Extractamos a continuación su contenido: La Provincia de Misiones ha roto la esclavitud en que ha permanecido por espacio de veintiocho años. Todavía se notan en ella las huellas de los forajidos que consumaron su saqueo y que obtuvieron en premio de ello condecoraciones y empleos honoríficos. Es inexplicable la sorpresa que se manifiesta ante la toma de las Misiones sin previa declaración de guerra, cuando esa guerra está solemnemente declarada. En cambio, sin declaración alguna de guerra, los portugueses incendiaren los pueblos de Misiones y arrebataron todos sus ganados y todas sus riquezas, coronando el saqueo con una degollación espantosa. No contento el Gobierno brasileño con haberse apoderado de las Misiones en plena paz, «protestó a renglón seguido que las partidas del ejército oriental hacían grandes daños en las fronteras del Brasil, con cuyo motivo, para evitar otros mayores (según dijo en aquella época) emprendió el miserable proyecto de destruir al General Artigas, como autor de los perjuicios que aparentaba haber sufrido». Para este fin introdujo un ejército de diez mil hombres que se enseñoreó del territorio oriental «después de quedar bañado con la sangre de sus hijos y hollado con el hecho escandaloso que perpetró el teniente coronel Bentos Manuel Rivero, y el de igual clase Manuel Carneiro de Silva y For-toura, contra la división de mi mando (preciosos restos de las legiones de la Patria) en los Tres Arboles, que bajo suspensión de hostilidades y tratados que se estaban estipulando, fué sorprendida por órdenes del Gobierno portugués y se hizo firmar en aquel día funesto al jefe y oficiales un acta que servirá eternamente de ignominia a sus autores». «Desde aquella época data, Excmo. Señor, la esclavitud de la Provincia Oriental, del suelo clásico de la libertad. Sería preciso llenar muchas páginas para enumerar todas las tropelías, vejámenes, rapiñas y arbitrariedades que se dejaron sentir desde aquel momento. En un cerrar y abrir de ojos desaparecieron de entre nuestras manos las pingues estancias que hacían la base esencial de nuestra riqueza. Los terrenos pasaron luego a otro poder y sus dueños quedaron en la última indigencia, y algunos que osaron reclamarlos fueron arrojados a los calabozos de la isla das Cobras y otros que se erigieron para aterrar a nuestros conciudadanos, y muy particularmente, a aquellos que soñaban siquiera por la libertad e independencia de su adorada patria. Tal era nuestra fatal alternativa cuando representó la alevosa y pérfida acta de incorporación que tanto ha querido y quiere hacer valer S. M. el Emperador, olvidándose que igualmente en aquella época sus numerosas bayonetas hacían temblar y gemir a los indefensos orientales, olvidándose igualmente del terror que sus satélites infundían por todas partes para arribar a su objeto, poniendo en ejercicio hasta las medidas más reprobadas. Y después de todo cuanto se ha expresado, ¿cree V. E. que haya un solo oriental que confíe en las promesas de un Gobierno que ha hollado y desconocido todos los principios, ni uno solo que consienta en las bases del tratado propuesto por el Gobierno Imperial?» La insurrección brasileña. Desde el comienzo de las hostilidades empezaron los trabajos para el levantamiento general de Río Grande. En oficio datado en su cuartel general del Daymán el 19 de febrero de 1826, hablaba ya el general Martín Rodríguez al Ministro de la Guerra del resultado de una gestión con el coronel Bentos Manuel Rivero para declarar la libertad de esa Provincia con la cooperación del ejército argentino. El Ministerio contestó que era perjudicial toda demora en destruir la división de Bentos Manuel. No cesaron por eso los trabajos, y más de una vez sirvieron ellos de pretexto para formular acusaciones furibundas contra los jefes negociadores. El 3 de julio de 1827 se dirigía el general Alvear, desde su cuartel general de Cerro Largo, al Ministro de la Guerra, para adjuntarle «copia literal y exacta de una comunicación que el coronel del ejército enemigo Rentos González dirigía al general Lavalleja, y que fue presentada por su conductor el coronel don Servando Gómez, quien la trasmitió abierta al General en Jefe». En esa carta, datada en el Río Negro el 17 de junio del mismo año, decía Bentos Gonzálvez: «Con satisfacción recibí la suya del 1º del corriente en respuesta a la mía del 18 del ppdo., en que le propuse un pacto para concluir con el pérfido Alvear y sus argentinos, haciéndole reflexiones que usted aprueba. Sólo nos queda ahora dar principio a la obra, y esté usted cierto que todo cuanto le prometa en nombre de mi amabilísimo Emperador quedo garante una vez que usted en nada falte, como es de esperar.» Era muy dado el general Alvear a esta clase de intrigas, que tan honda y dolorosa repercusión habían tenido a raíz de la rendición de Montevideo, a mediados del año 1814. Y el Gobierno argentino, lejos de dar crédito a la denuncia, debió redoblar su confianza en la lealtad del general Lavalleja. No de otro modo se explica que pocos meses después le entregase la jefatura del ejército que dejaba vacante el propio Alvear. En los vastos planes de la época parecía insuficiente la reconquista de las Misiones orientales y la independencia de la Provincia de Río Grande. Hasta se abordó el plan de independizar otra rica Provincia del Imperio. El 3 de noviembre de 1827, el Gobernador Dorrego y don Federico Bauer, en representación de los militares alemanes que estaban al servicio del Brasil, suscribieron un convenio cuyas cláusulas capitales pueden resumirse así: Los militares alemanes abandonan el servicio del Emperador y abrazan la causa de la Argentina; tendrán un jefe que los mandará como él lo entienda, y ese jefe se concertará con el Gobierno o con el General en Jefe sobre las operaciones militares; las tropas alemanas ocuparán la isla y Provincia de Santa Catalina, estableciendo allí una república separada e independiente, en la que los alemanes residentes en el Brasil tendrán igual participación que los demás habitantes en la administración y gobierno; los sueldos de las tropas alemanas se pagarán por el tesoro de Buenos Aires, y del mismo tesoro saldrán los auxilios necesarios para las operaciones militares y para el regreso de las tropas en caso de fracaso. Remachando las cadenas a los orientales. La jornada de Ituzaingó había sido el último esfuerzo de los dos grandes contendientes para medirse en el campo de batalla. Exceptuada la reconquista de las Misiones, en la que propiamente no hubo combates, tanto el Brasil como las Provincias Unidas seguían la lucha con desgano, bajo la doble preocupación de la falta de recursos militares y de la gravedad de los problemas internos que no permitían distraer fuera de las fronteras elementos que eran necesarios para mantener el orden y la estabilidad dentro de ellas. El Gobierno de Rivadavia comisionó para la celebración de un ajuste al mismo Ministro García, que había pactado años atrás la entrega de la Provincia Oriental a la Corona portuguesa, expidiéndole con ese objeto el 19 de abril de 1827 las instrucciones que subsiguen: «El objeto principal que se propone conseguir el Gobierno por medio de la misión del señor Manuel José García en la Corte del Janeiro, es acelerar la terminación de la guerra y el restablecimiento de la paz entre la República y el Brasil, según lo demandan imperiosamente los intereses de la Nación... El Gobierno deja a la habilidad, prudencia y celo del señor García la adopción de los medios que pueden emplearse para la ejecución de este importante objeto; y por lo tanto, se reduce sólo a hacerle las siguientes prevenciones... En el caso que el Gobierno del Brasil se allane a tratar de la paz, el señor García queda plenamente autorizado para ejecutar y concluir cualquier convención preliminar o tratado que tienda a la cesación de la guerra y al restablecimiento de la paz entre la República y el Imperio del Brasil, en términos honorables y con recíprocas garantías a ambos países, y que tengan por base la devolución de la Provincia Oriental o la erección y reconocimiento de dicho territorio en un Estado separado, libre e independiente, bajo la forma y reglas que sus propios habitantes eligiesen y sancionasen: no debiendo exigirse en este último caso por ninguna de las partes beligerantes compensación alguna.» Se puso inmediatamente en viaje el Ministro García, y el 24 de mayo del mismo año 1827 suscribió con los plenipotenciarios brasileños un tratado de paz cuyos dos artículos substanciales prescribían lo siguiente: «Artículo 1º La República de las Provincias Unidas del Río de la Plata reconoce la independencia e integridad del Imperio del Brasil y renuncia a todos los derechos que podría pretender al territorio de la Provincia de Montevideo, llamada hoy Cisplatina. Su Majestad el Emperador del Brasil reconoce igualmente la independencia e integridad de la República de las Provincias Unidas del Río de la Plata.» «Art. 4º La isla de Martín García se pondrá en el statu quo ante lellum, retirándose de ella las baterías y pertrechos.» El vizconde de San Leopoldo, uno de los plenipotenciarios brasileños que intervenían en las negociaciones, agrega que el Brasil prometió atender a la Provincia Cisplatina «del mismo modo o mejor todavía que a las otras Provincias del Imperio». ' Terrible fue la impresión que produjo la noticia de este monstruoso tratado con que la diplomacia argentina completaba la obra de la conquista iniciada en 1815 y continuada en los años subsiguientes. La casa del Presidente Rivadavia, dice Lasaga, fue apedreada y el pueblo pidió la cabeza del negociador García, que acababa de llegar de la Corte de Río de Janeiro. Los jefes del ejército de Ituzaingó, con Lavalle y Paz a la cabeza, dirigieron una representación al general Alvear, datada en el cuartel general de Cerro Largo, el 12 de julio de 1827, para que transmitiera al Gobierno sus votos de adhesión al rechazo del tratado. El Congreso argentino resolvió exteriorizar su asombro y su sorpresa en una nota al Gobierno suscripta por su Presidente don José María Rojas y su Secretario don Juan Cruz Varela, de la que reproducimos los siguientes conceptos: «Afectado este cuerpo de un sentimiento profundo, no ha podido vacilar un momento en expresarlo con aclamación unánime en apoyo de la justa repulsa con que V. E. ha desechado la citada convención. Felizmente se advierte esta misma impresión en todos los habitantes, y no se ve ni se percibe más que una voz de indignación en uniforme general consonancia. Tan lejos de que este incidente ominoso pueda obrar resultados funestos, él producirá necesariamente un nuevo entusiasmo, que incrementando la gloria de nuestros triunfos, haga sentir al enemigo todo el peso de la cólera excitada en un fuerte contraste. Entonces es cuando el espíritu público redoblando sus esfuerzos, los lleva hasta el heroísmo.» Efectivamente, el Presidente Rivadavia se había anticipado a la protesta del Congreso y había rechazado el tratado García por decreto de 2 5 de junio de 1827. «Atendiendo, decía el Presidente, a que dicho enviado no sólo ha ultrapasado sus instrucciones sino contravenido a la letra y espíritu de ellas, y a que las estipulaciones que contiene esa convención destruyen el honor nacional y atacan la independencia y todos los intereses esenciales de la República». . Dos días después de este decreto, Rivadavia elevaba al Congreso renuncia de su alta investidura, expresando que le era sensible «no poder satisfacer al mundo de los motivos irresistibles que justificaban su resolución»; pero que le tranquilizaba «la seguridad de que ellos eran conocidos de la representación nacional». Despojado ya de las insignias, dirigió al país el 28 del mismo mes de junio un manifiesto en que decía: «Desde que el Emperador del Brasil comunicó, al abrir la sesión actual de las Cámaras, que la paz entre su Imperio y la República Argentina sólo podía estribar en una cláusula tan contraria al honor como a los intereses de ésta, me persuadí de la necesidad en que nos hallamos de hacer los últimos esfuerzos para evitar tan dolorosa calamidad. Sin embargo, nuestras armas victoriosas en todos los combates marítimos y terrestres, nos colocaban en una superioridad que nos permitía promover la paz sin desdoro y firmarla sin sacrificios. La mediación de una potencia respetable, fundada en una base honrosa, me aseguraba, por otra parte, que el Gabinete del Brasil no entablaría negociación alguna contraria al mismo principio, y estas circunstancias motivaron la misión extraordinaria enviada al Brasil con instrucciones de que el público está informado.» «El ciudadano a quien se confió este encargo, traspasando la autorización de que estaba revestido, nos ha traído en vez de un tratado de paz, la sentencia de nuestra ignominia y la señal de nuestra degradación. El honor de la República identificado con el mío, los triunfos obtenidos por nuestro ejército y por nuestra escuadra durante mi mando: las relaciones diplomáticas de esta República con una de las primeras potencias de Europa, mi vida entera consagrada a la causa de la independencia y de nuestra consolidación, no me permiten autorizar con mi nombre la infamia del avasallamiento de mis conciudadanos. Por otra parte, reconocer la legitimidad de la dominación del Brasil en la Provincia que ha motivado la disputa, sería sancionar el derecho de conquista, derecho diametralmente opuesto a la única política que conviene a la América, a saber: que cada país pertenece a sus pobladores. En tales circunstancias y entre los comprometimientos en que me ha puesto el inesperado y funesto resultado de una negociación seguida por largo tiempo con tanta obsecuencia y tanta buena fe por nuestra parte, la resignación del puesto que he debido a la confianza de los representantes de la Nación, es el único sacrificio que puedo hacer en su obsequio. Me creo capaz de hacerle el de mi vida con el mismo desprendimiento, y ojalá con ella pudiera evitarle los riesgos de que no podrá quizá preservarla mi retiro a la vida privada.» La Argentina y el Brasil reanudan bajo otra base las negociaciones. El coronel Dorrego ocupó la magistratura que dejaba vacante Rivadavia, y la guerra con el Brasil recibió el nuevo y vigoroso impulso que denuncian la reconquista de las Misiones y los trabajos de insurrección de Santa Catalina y otras provincias del Brasil, de que ya hemos hablado. Pero la idea de la paz continuaba siendo la obsesión de todos les espíritus, y las negociaciones no tardaron en ser reanudadas sobre la base de la independencia oriental. Véase cómo ha explicado esas negociaciones don José María Roxas, Ministro de Hacienda de Dorrego y ex Presidente del Congreso que había protestado contra el tratado García: «Cualquiera que sea hoy la opinión acerca de la independencia de la Banda Oriental, esa era la base convenida entre el Presidente Rivadavia y lord Ponsomby como mediador. Los mismos orientales trabajaban por ella y no teníamos los medios de someterlos en una guerra civil después de la que concluíamos con el Brasil... Dorrego mismo no quería la independencia de la Banda Oriental porque, según decía, ese Estado no podía componer sino una linda estancia.» «Entretanto, estábamos encerrados por un bloqueo riguroso, careciendo de todo... Los comerciantes estaban entregados al agiotaje de los efectos en general, principalmente los de consumo necesario, elevándolos a precios fabulosos, por ejemplo la arroba de sal llegó a valer como mil pesos moneda corriente de hoy. Las pipas, fardos y cajones pasaban de mano en mano y de almacén en almacén, como los fondos públicos y las acciones de sociedades en la Bolsa... Jamás se ha visto en esta plaza una actividad mayor aunque fantasmagórica. La paz debía concluir con ella y con sus actores o dueños, que por lo tanto querían la guerra a todo trance. Y sin embargo, la paz era nuestra primera necesidad, lo mismo que la del Brasil, para escapar éste a la revolución; a pesar de esto, aunque no consumada, fue el origen de la abdicación de Don Pedro I, dejándonos a ambos Estados el funesto presente del papel moneda.» «En esta complicación inextricable de conflictos procuré tener una entrevista con lord Ponsomby en casa de don Manuel García. De buenas a primeras le dije: Milord, la simpatía que se trasluce en usted a favor del Brasil en la reclamación injustificable de las presas hechas por nuestros corsarios de buques cargados de armas que tienen la corona y las iniciales del nombre del Emperador del Brasil, y además los papeles que acreditan su destino, prueba que el objeto principal de Inglaterra en su mediación es la independencia de la Banda Oriental para fraccionar las costas de la América del Sur. Era un hombre que aunque viejo, tenía pólvora en el cerebro. Sí, señor, me contestó con viveza. El Gobierno inglés no ha traído a América a la familia real de Portugal para abandonarla. Y la Europa no consentirá jamás que sólo dos Estados, el Brasil y la República Argentina, sean dueños exclusivos de las costas orientales de la América del Sur, desde más allá del Ecuador hasta el Cabo de Hornos.» El señor Parish, que a la sazón estaba también en Buenos Aires, refiriéndose a las presas reclamadas dijo: «Estas son las órdenes que tiene lord Ponsomby. El derecho de gentes es todavía un derecho bárbaro, es el derecho del más fuerte». . Y concluye su explicación el señor Roxas, expresando que gracias a la habilidad del general Rivera, ya estaba preparada la revolución separatista en Río Grande y Porto Alegre, y que la paz se hizo y que él la firmó como Ministro de la administración Dorrego. El publicista brasileño José María da Silva Paranhos ha reproducido el siguiente oficio del duque de Palmella al conde de Puerto Santo para explicar la intervención decisiva de lord Ponsomby en el tratado preliminar de paz: «Supe por una confidencia del barón Ytabayana, de cuya veracidad me convencí por diversas pruebas, que Mr. Canning le había declarado francamente el deseo que tenía de inducir al Gabinete de Río de Janeiro a mandar evacuar sus tropas de la Banda Oriental, sea para entregarla al Gobierno de Buenos Aires, mediante una indemnización pecuniaria, sea erigiendo en Montevideo un gobierno independiente bajo la protección de la Gran Bretaña. Para dar mayor fuerza a esa declaración explícita, llegó Canning a manifestar que la Inglaterra no podía por mucho tiempo ser expectadora indiferente en semejante lucha, ni permanecer neutral, y que estaba resuelto a abrazar el partido de Buenos Aires si dentro de los seis meses no estaba terminada la guerra.» Léase finalmente el voto del vizconde de San Leopoldo en la sesión del Consejo de Estado del 27 de agosto de 1828, consagrada por el Emperador del Brasil al estudio de la convención preliminar de paz con el Gobierno de las Provincias Unidas: «No disimularé mi sorpresa al leer el artículo 1.°, por el cual la Provincia Cisplatina es expresamente cedida y desmembrada del Imperio para constituir un Estado independiente. Desde luego me asaltaron ideas funestas acerca de las consecuencias que provocaría esta transacción: sacar del Imperio, sin la presión de uno de aquellos calamitosos acontecimientos que hacen mudar la faz de los Estados, una provincia sobre la cual reclamamos desde su origen derechos incontestables, revalidados posteriormente por el pacto solemne de su unión, pacificada a costa de tanta sangre y de tanto dinero y abandonada ahora sin la compensación debida por los enormes gastos de una guerra en que fuimos nosotros los agredidos; la crítica situación a que quedábamos reducidos, una vez abierto y vulnerado el Imperio por aquel lado, sin garantías de seguridad que sólo Se obtienen por barreras naturales e invariables.» Tuve necesidad, agrega, de comparar esas reflexiones con los informes suministrados por los Ministros, según los cuales «los recursos tocaban a los últimos apuros, era extraordinaria la deserción y desaliento en nuestro ejército, el disgusto era general, la desesperación y los partidos surgían en la Provincia de Río Grande, las opiniones y escritos subversivos contaminaban esta misma capital, y para colmo de todo, naciones extrañas y poderosas empezaban a mezclarse en nuestras querellas hasta con amenazas expresas de hacer levantar el bloqueo de nuestra escuadra en el Río de la Plata». Esta última referencia del vizconde de San Leopoldo, acerca de la actitud de Inglaterra, señala sin duda alguna la actuación del factor más fuerte de la paz. Pero no era el único de carácter imperioso. El propio vizconde de San Leopoldo, dice que «tanto el Ministro de Negocios Extranjeros como el Emperador, declararon cuánto se hacía necesario que terminara la guerra para contrarrestar los proyectos subversivos y las maquinaciones que tendían a agitar al país y sobre todo a Río Grande». De la importancia de los demás factores, da idea Armitage cuando estima las pérdidas sufridas por el Imperio durante la guerra, sin contar las de los particulares y compañías de seguros, en ciento veinte millones de «cruzados» y ocho mil ciudadanos. «La situación del Brasil, dice Pelliza, era peor que la de la Argentina. Las tropas estaban desmoralizadas por falta de pago y los austriacos se desbandaban pasando en grupos al ejército argentino, valga el testimonio del general Paz, por cuyos labios jamás pasó una mentira. El capital del Banco había sido absorbido por el Gobierno, dictándose, para salvarlo de la bancarrota, el curso forzoso, forzándose, a la vez, las emisiones con notable depreciación de los billetes.» La convención preliminar de paz. Fue firmada la convención preliminar de paz en Río de Janeiro el 27 de agosto de 1828, actuando como plenipotenciarios argentinos los generales Juan Ramón Balcarce y Tomás Guido y como plenipotenciarios brasileños el marqués de Aragaty, José Clemente Pereira y Joaquín Oliveira Alvarez, bajo la mediación de Inglaterra. Reproducimos algunas de sus cláusulas: «Su Majestad el Emperador del Brasil declara la Provincia de Montevideo, llamada hoy Cisplatina, separada del territorio del Imperio del Brasil, para que pueda constituirse en Estado libre e independiente de toda y cualquier Nación, bajo la forma de gobierno que juzgase conveniente a sus intereses, necesidades y recursos... El Gobierno de la República de las Provincias Unidas, concuerda en declarar por su parte la independencia de la Provincia de Montevideo, llamada hoy Cisplatina, y en que se constituya en Estado libre e independiente en la forma declarada en el artículo antecedente.» «Ambas partes contratantes se obligan a defender la independencia e integridad de la Provincia Oriental por el tiempo y en el modo que se ajustare en el tratado definitivo de paz... Siendo un deber de los dos Gobiernos contratantes auxiliar y proteger a la Provincia de Montevideo hasta que ella se constituya completamente, convienen los miemos Gobiernos en que si antes de jurada la Constitución de la misma Provincia y cinco años después, la tranquilidad y seguridad fuesen perturbadas dentro de ella por la guerra civil, prestarán a su Gobierno legal el auxilio necesario para sostenerlo y mantenerlo. Pasado el plazo expresado, cesará toda la protección que por este artículo se promete al Gobierno legal de la Provincia de Montevideo, y la misma quedará considerada en estado de perfecta y absoluta independencia.» «Después del canje de las ratificaciones, ambas partes contratantes tratarán de nombrar sus respectivos plenipotenciarios para ajustarse y concluirse el tratado definitivo de paz que debe celebrarse entre la República de las Provincias Unidas y el Imperio del Brasil.» «Ambas partes contratantes se comprometen a emplear los medios que estén a su alcance, a fin de que la navegación del Río de la Plata y de todos los otros que desaguan en él, se conserve libre para el uso de los súbditos de una y otra Nación en la forma que se ajustare en el tratado definitivo de paz.» Las demás cláusulas de la convención establecían: que en la ciudad de Montevideo y en la campaña se llamaría inmediatamente a elección de diputados; que esos diputados establecerían un Gobierno provisorio y sancionarían la Constitución política; que la Constitución sería jurada previo examen de las dos partes contratantes, al solo efecto de averiguar si existía alguna cláusula opuesta a las seguridades de sus respectivos Estados;, que habría olvido perpetuo y absoluto por los hechos y opiniones políticas anteriores; que las tropas de ambos contratantes se retirarían una parte a los dos meses de la ratificación del tratado, y el resto después de la instalación del Gobierno provisorio de la Provincia Oriental; que el canje de las ratificaciones se efectuaría en la ciudad de Montevideo. Cómo recibió la noticia el jefe de los Treinta y Tres. Véase en qué términos acusó recibo Lavalleja de la convención de paz, en oficio al Gobierno argentino, datado en Cerro Largo el l.o de octubre de 1828: «Si la guerra no ha podido terminarse sino desligando a la Banda Oriental de la República Argentina, constituyéndola en un Estado independiente, ella sabrá dirigirse al destino que se le prepara, sin olvidar los sagrados lazos con que la Naturaleza la ha identificado a las Provincias hermanas, ni podrá desconocer jamás los nobles y grandes sacrificios que han prodigado para libertarla de la dominación extranjera hasta constituirla en un Estado independiente.» Rivera arranca a la conquista un trozo de territorio. En cuanto al general Rivera, separado como estaba del ejército de Lavalleja, se limitó a trasponer la línea fronteriza una vez consumada la paz, aunque deteniéndose con el propósito deliberado de hacer pie firme en uno de los trozos de territorio oriental que la Corte portuguesa había pretendido usurpar a la sombra de la conquista iniciada en 1816. Años después, cuando las Cámaras orientales se ocupaban del tratado de límites celebrado en 1851, bajo la presión de terribles exigencias políticas, militares y económicas, que habían hecho crisis en el Río de la Plata, abordó el estudio del mismo asunto el Instituto Histórico y Geográfico del Brasil, sobre la base de una Memoria presentada por Machado de Oliveira, en cuya dilucidación intervinieron Ponte Riveiro, Gonsálves Díaz y Bellezarde. Y he aquí lo que decía el autor de la Memoria acerca del trozo de territorio que Rivera reivindicaba en esa forma: Durante la guerra contra Artigas, gastó el tesoro brasileño «veintiséis millones de cruzados». En compensación de esos gastos, «la población sensata y honesta del país» predispuso a sus mandatarios a realizar la cesión del territorio comprendido entre el Cuareim y el Arapey, que realmente estaba abandonado por Montevideo a los charrúas y minuanes. Como consecuencia de esa cesión y de la rectificación de fronteras que se produjo en seguida, «al terminar el año 1820 resultó ese territorio, que comprende más de mil leguas cuadradas, ocupado por más de 150 individuos, figurando muchas estancias que en breve tiempo fueron opulentas gracias a la seguridad y tranquilidad de que anteriormente estaba privado»... En el acta de incorporación de 31 de julio de 1821, se establecieron como límites del Estado Cisplatino los que existían al principio de la Revolución, entre ellos el Cuareim. «sin perjuicio de la declaración que el Soberano Congreso Nacional (de Portugal) con audiencia de nuestros diputados acuerde sobre el derecho que pueda competir a este Estado sobre los campos comprendidos en la última demarcación practicada en tiempo del Gobierno español». La sublevación de 1825 y el principio del derecho público universalmente admitido, de que la guerra hace caducar los tratados anteriores, dejaron sin efecto el convenio de 1821, «y especialmente la segunda cláusula relativa a la línea divisoria entre los límites meridionales del Brasil y de la Banda Oriental». Y el general Rivera, que no había conseguido infundir confianza al Gobierno de Buenos Aires, procuró adquirir una posición que en todas las circunstancias le fuera ventajosa. «Titulándose enfáticamente comandante de vanguardia del ejército del Norte en operaciones en la Banda Oriental», se lanzó en abril de 1828 a la conquista de las siete Misiones de la Provincia de San Pedro, al frente de un centenar de aventureros armados. Quería estar en condiciones de salir airoso de todos modos: en el caso de triunfar, la revolución, ofrecería las Misiones a la Banda Oriental; si era vencido, se presentaría como amigo del Brasil, a título de haber defendido las Misiones cuya escasa guarnición las exponía al ataque del enemigo. «El pensamiento reservado del general Rivera en estos principios equívocos para diversas eventualidades, se reveló en la correspondencia íntima que mantenía simultáneamente con el comandante en jefe del ejército del Sur y con el Gobierno de Buenos Aires, presentándose a ambos como un decidido y desinteresado sustentador del derecho que cada uno se atribuía a la ocupación del territorio de las Misiones. A esta doble expectativa cedió sin mucho trabajo el comandante del ejército, cuya credulidad y buena fe el astuto caudillo había sabido ganarse anteriormente». Promulgada la convención de 27 de agosto de 1828, agrega la Memoria que venimos extractando, Rivera desocupó las Misiones, pero llevándose toda la población indígena, todos los ganados de las estancias, todos los muebles de los templos y de los establecimientos rurales, al otro lado del Cuareim, en cuyo punto estableció el campamento que después se llamó Bella Unión. Cuando el comandante del ejército del Sur lo supo, destacó una columna de mil hombres al mando del general Barreto, para compelerlo a que cruzase el Arapey y restituyese a Misiones todo lo que acababa de arrebatarle. Rivera contestó al jefe portugués que su intención era repasar la línea divisoria, que en cuanto a lo demás, la población indígena lo seguía voluntariamente, acompañada de los ganados que le pertenecían, todo lo cual satisfizo al general Barreto. Pero Rivera, en vez de repasar el Arapey, se detuvo entre éste y el Cuareim con toda la población indígena que traía, y a consecuencia de ello quedó para el tratado definitivo la solución de ese problema de límites. El coronel Manuel A. Pueyrredón, que intervino como agente de Rivera en las negociaciones relativas a estos sucesos, declara que para asegurar la salida de las familias de territorio brasileño y su establecimiento en territorio uruguayo, le fue forzoso valerse de dos tretas: alarmar al general Barreto con la noticia de que se habían recibido refuerzos muy importantes y hacer creer al Gobierno oriental que se tramaba una revolución y que Rivera avanzaba para sostener el orden. ¿Independientes a la fuerza o por la propia voluntad? Queda perfectamente iluminado el cuadro de los antecedentes de la convención preliminar de paz de 1828. El Brasil estaba en plena crisis: sus recursos financieros habíanse agotado; el papel moneda creado para subvenir a las exigencias de la guerra, ahondaba el mal en vez de conjurarlo, a consecuencia de su rápida depreciación; el ejército desalentado por repetidas derrotas, era presa de la anarquía y de> la deserción; el espíritu revolucionario y francamente separatista, asumía en varias Provincias caracteres alarmantes y llevaba su contagioso impulso hasta los umbrales de la misma población de Río de Janeiro; y para colmo de apuros, la Inglaterra expresaba su decisión firme y decidida de inclinar la fuerza de sus armas en favor de la rápida terminación de la guerra, sobre la base de la independencia de la Provincia Oriental o de su vuelta a las Provincias Unidas, pero en ningún caso de su incorporación al Imperio. ¿Qué otra cosa podía hacer el Emperador en tan angustiosas circunstancias, sino renunciar al territorio conquistado? No era menos intensa la crisis que agobiaba a las Provincias Unidas. El papel moneda, creado allí también para subvenir a las exigencias ds la guerra, sufría violentas oscilaciones de repercusión dolorosa en los precios; el bloqueo de la escuadra brasileña, producía el incesante encarecimiento de las mercaderías de consumo y la pérdida irremediable de los productos de exportación; el ejército de Ituzaingó, falto de recursos, tenía que retroceder a territorio oriental y se desbandaba bajo la presión de la miseria; la política interna amontonaba elementos de terrible empuje, que a raíz de la celebración de la paz arrastraban al patíbulo al gran gobernador Dorrego, en desagravio de las derrotas políticas del partido unitario que había hecho crisis con Rivadavia; y finalmente, la diplomacia inglesa, que daba a entender a la Corte de Río de Janiero que todas las fórmulas de paz eran buenas con tal que no mantuvieran las tropas brasileñas en la Provincia Oriental, declaraba sin ambages al Gobierno de Buenos Aires que tampoco era de su agrado la incorporación de dicha Provincia a las demás del Río de la Plata, porque eso consagraría un monopolio de las costas, peligroso a los intereses del comercio marítimo. En cuanto a los orientales, sus tradiciones eran eminentemente federalistas, y a la enorme influencia de ellas no habían escapado ni los jefes militares que con Lavalleja y Rivera a la cabeza proclamaban la incorporación incondicional, ni los hombres civiles que en la Asamblea de la Florida se encargaban de sancionar ese voto. Pero a la vez constituían un pueblo de acentuada fisonomía propia, que había sido el punto de arranque del movimiento democrático del Río de la Plata; que había derramado su sangre durante cuatro años para contener la invasión portuguesa y durante un período mucho mayor para evitar que los hombres de pensamiento erigieran un trono en Buenos Aires; y que con el mismo empeño había luchado para reemplazar la omnipotencia ‘de los gobernantes con instituciones que dieran unidad a la Nación y garantías autonómicas a las provincias. Acordarles la independencia, no era darles una cosa nueva, sino una cosa que ellos tenían conquistada en buena lid, aunque subordinándola plenamente al régimen federal, del que sólo se habían separado de hecho, mientras no obtuvieran la unión a base de instituciones, única que admitían. Al tiempo de firmarse, pues, la convención de paz los dos grandes contendientes de Río de Janeiro y Buenos Aires tenían agotadas sus fuerzas y recursos, y estaban dominados por la influencia inglesa que los obligaba a reconocer la independencia de la Provincia Oriental. Y, a su vez, la Provincia Oriental era ya entonces un organismo autónomo, formado en las luchas de la libertad y con energías sobradas para renovar la guerra cuantas veces fuera necesario a la defensa de sus ideales y al sostenimiento de sus fueros. En 1814 y 1815, cristalizado el movimiento federal por la incurable resistencia de la oligarquía argentina a reconocer que arriba de los hombres estaban las instituciones, los orientales habían hecho vida independiente, anticipándose, en consecunecia, a lo que la Inglaterra debía imponer más tarde a los gobiernos de Buenos Aires y de Río de Janeiro. La convención de paz limitábase, pues, a consagrar un hecho que ya existía por obra de las fuerzas vivas de la Provincia, sin que esto importe desconocer que la opinión general, movida todavía por el grande y genial impulso de Artigas, habría optado, dentro de un ambiente de plena libertad, por la reincorporación k las Provincias Unidas, en la forma y con las condiciones que en su caso hubiera prestigiado el Jefe de los Orientales y Protector de los Pueblos Libres, a la sazón proscrito en el Paraguay. Tal es la solución, consoladora para el patriotismo oriental, del problema relativo a la tradición de los Treinta y Tres, a la actitud de la Asamblea de la Florida y a. la convención de paz de 1828. |
por Eduardo Acevedo
Anales Históricos
del Uruguay Tomo I año 1933
Casa Barreiro y Ramos S. A. Montevideo, Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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