Ricardo Prieto: 
el creador y el ser humano
Alejandro Michelena

Al hablar de Ricardo Prieto lo haremos de un escritor de obra múltiple y compleja y, en consecuencia, también tendremos en cuenta a un ser humano complejo. Seguramente todos los escritores y artistas lo son hasta cierto punto, pero Ricardo lo era en modo superlativo.

En  cuanto creador por ejemplo: se destacó y logró ser reconocido como un dramaturgo audaz y profundo, capaz de adentrarse en la condición humana como pocos, y de hacerlo a través de una forma renovadora que algunos catalogaron de “vanguardista”. Eso lo vemos en su obra más representada aquí y en el mundo: El huésped vacío

. Pero también supo ser, como autor de teatro, un comediante con excelente olfato para lo popular, con éxitos rotundos de taquilla como Garúa.

Pero además cultivó una narrativa original, que osciló desde lo surreal y lo fantástico que caracteriza a los relatos de Desmesura de los zoológicos, a un realismo potente capaz de captar la orfandad humana sin descuidar la aguda crítica social, como es el caso de su más reciente libro de cuentos Lugares insospechados, pasando también por el entrañable y sugerente lirismo de su “nouvelle” El odioso animal de la dicha.

Y no olvidemos al poeta –cultivó el género desde siempre, empecinadamente-, perfecto en la orfebrería del verso y al mismo tiempo esencial en el concepto.  

Ricardo Prieto

Y precisamente: en lo conceptual Ricardo Prieto se destaca por lejos en el concierto de la literatura uruguaya, rica en giros estilísticos y en preocupaciones coyunturales en lo temático, pero capilar y hasta superficial en sus alcances filosóficos, porque es un caso raro entre nuestros escritores de las últimas décadas en hondura y rigor en ese aspectos, a partir de una impecable y lograda propuesta artística.

Y vamos pasando entonces, como quien no quiere la cosa y naturalmente, al hombre detrás del escritor. Prieto no tuvo formación académica o universitaria, lo que lo torna atípico en una generación donde superabundan los profesores y licenciados. Y sin embargo hacía gala de una cultura literaria universal, y de una formación filosófica de certero rigor. Y lo más atípico: aparte de lo teatral –donde tomo sí cursos en Club de Teatro, de actuación y dirección- su formación cultural tuvo como ámbito propicio el café.  

No cualquier café, por cierto. Su lugar en el mundo fue, desde los veinte años y quizá ya antes, el Sorocabana de la plaza Cagancha (por muchísimos años), y el Mincho de la calle Yi (en algunos períodos). En esas universidades informales y estimulantes –participando de mesas memorables, como la que presidían Clara Silva y L.S. Garini en el segundo sitio nombrado, allá por los inicios de los años sesenta- Ricardo afinó sus lecturas y sobre todo su criterio ante el hecho literario, y se inició en los grandes pilares de la filosofía.

Era de pasarse horas, a diario, en el café Sorocabana, escribiendo y leyendo y también dialogando. En su etapa juvenil allí pudo compartir mesa con un filósofo como Rogelio Navarro, cuya mirada atípica y lúcida, “políticamente incorrecta”, le influyó sin duda. Y con un poeta formidable, “auténticamente maldito”, como lo fue Saúl Pérez Gadea.  

Alejandro Michelena, Ricardo Prieto y Marosa di Giorgio

Filosóficamente se lo ha catalogado (él mismo se ha ubicado en esa línea) como “existencialista”. La precoz lectura de Sartre fue decisiva en su visión del mundo, pero luego sus intereses derivaron hacia Camus, como ejemplo de postura ética  y estética, y en lo más sustancial hacia el existencialismo trascendentalista de Kierkegard y Gabriel Marcel. Otra significativa influencia provino de Nietszche –quizá en la peculiar lectura de Navarro- de donde quizá proviene el escepticismo soterrado que subyace en su obra en última instancia.

Andando el tiempo, ya instalado en Buenos Aires, el horizonte conceptual de Ricardo Prieto se amplió en su contacto –serio y fundamentado- con el Esoterismo. Sus lecturas de Psicología de una posible evolución del hombre de Ouspenski, de Yoga, inmortalidad y libertad, de Mircea Eliade, de La voz del silencio, de Madame Blavatsky, y su –probable- experiencia iniciática en el sendero de “la rosa y la cruz” (hermanado en este aspecto a otro enorme creador del siglo XX, Fernando Pessoa), marcaron su pensamiento y por ende su obra posterior.

En tal sentido, no ha llegado todavía el crítico penetrante y amplio de criterio que indague en busca de las huellas de estos saberes heterodoxos en la obra prietiana.

Pero volviendo a Ricardo el ser humano: de retorno a Montevideo participa en la tertulia de Marosa di Giorgio, su querida amiga, en el Sorocabana. Y más adelante propicia –en el Mincho- la que será, cabalgando entre el final de los ochenta y primeros noventa, la última peña literaria de café digna de ese nombre. La integraban, entre otros, los narradores Alfredo Gravina y Julio Ricci, el editor Carlos Marchesi, las poetas Suleika Ibáñez y Marosa di Giorgio, el dramaturgo Ariel Mastandrea. Y Ricardo Prieto fue el articulador por años de esa excepcional reunión de los lunes, verdadera cátedra informal que reivindicaba una –ya a esa altura- perdida costumbre cultural montevideana.

Dialoguista, generoso y sin pelos en la lengua; así podemos bosquejar su perfil sicológico. Pero también como intransigente ante la falsedad, el tartufismo y la hipocresía. Fue irónico y mordaz, brillante y certero, vehemente y al mismo tiempo tolerante. Para él llegó a ser esencial el diálogo inteligente –desplegado siempre en los nombrados Sorocabana y Mincho, de preferencia-, que le aportaba esa cuota de acercamiento a los demás, que a su vez le daba fuerza para la soledad creativa en su elegida “torre inexpugnable”, en los altos del Palacio Salvo.

Muchos se asombraron al conocer los pormenores de su postrer irremediable soledad, cuando había sido esa condición parte de su dialéctica vital. Tan esencial como el encuentro para el diálogo o la polémica o la reflexión, nos atrevemos a aseverar.

Alejandro Michelena
Este nota fue escrita como homenaje a Ricardo Prieto, a un año de su partida 

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