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Todo fue así: del vasto mar de Tlaloc, con fieros
cañones y corceles, surgieron los iberos.
Brilló la cruz de Cristo entre un fulgor de espadas.
Lengua de hierro y fuego profanó las aladas
sentencias evangélicas perfumadas de amor
convertidas en guerras de racismo y dolor.
Motecuhzoma el nuevo, a Tonatiu creía
ver en la hueste hispana y en su trono gemía
y Atahualpa, cautivo, era carne de fiera
implacable. La sombra de Huáscar quizá riera.
Y llovió sobre América lluvia de Gavilanes;
los templos milenarios hollaron capitanes;
la Inquisición con ellos se asentó. Jesucristo
de nuevo alzara el látigo, si los hubiera visto.
Mas dio otra cosa España, que al duro encomendero
a aquel que al oro en arte, lo transformó en dinero;
para hendir carabelas con el rubio lingote
si trajo al Lazarillo, también trajo al Quijote.
En las selvas, sin nombres, sin leyes, sin senderos,
revivieron las gestas de viejos caballeros.
Con cuánto afán hubieran, Amadís y Tirante,
unido la aventura de su misión andante
a a empresa quimérica de la guerra siniestra
a caza de Eldorados, con la espada en la diestra
hombro a hombro, hermanados en la hazaña tremenda,
El héroe verdadero y el héroe de leyenda.
Tenochtitlán y Cuzco fueron, no vano sueño,
como la Insula Firme sino un trágico empeño.
La grave España docta, de Alcalá y Salamanca,
al río de sangre indiana echó su sangre blanca
Y ajustó en Leyes de Indias, jurídica unidad
y enseñó el alfabeto, dio la Universidad:
y a la babel de idiomas agregó el castellano.
Así, un pueblo al otro, pudo llamarle hermano.
Soñaba Garcilaso el inca, desengañado
y triste, el Incanato, como un mundo dorado,
y Sor Juana subía, en su gran celda pía,
la escalera de luces de la sabiduría.
Se alzaron las blanqueadas casonas coloniales,
a los cielos rogaron las grandes catedrales
y los piramidales teocallis, se escondieron
en las selvas, arte disuelto en sueño. Y vinieron,
altivas, las virreinas, de pelucas de plata,
con sus cortes lucientes y sus siervas mulatas.
¡Ay! En aquellas damas, la vida sonreía,
tras de sus abanicos, era flor, la ironía;
clavaban las agujas de sus finos desdenes
sobre los corazones en niebla. Y rehenes
de divinos caprichos, las salas virreinales
oían alados susurros de madrigales.
mil ochocientos diez agitó las ciudades,
como el tambor del cielo ronca en las tempestades.
El rudo mar humano crispó su antiguo ultraje
en un gran terremoto, se rajó el coloniaje . |