El Gobernador del Estado Tributario del Sur
Cuento de Li Kong-Tsuo
[1]

Tchuenyu Fen, nativo de Tongping, fue un hombre galante bien conocido en toda la región del río Azul. Gran bebedor y mejor peleador, no se cuidaba de las apariencias ni los formulismos. Habiendo amasado una gran fortuna se rodeó de jóvenes licenciosos que vivían a su expensa. Su capacidad militar le valió el puesto de consejero militar en el ejército de Huenán. Pero en estado de ebriedad, ofendió a su jefe, quien lo destituyó. Caído en desgracia se dedicó por entero a la bebida y al libertinaje.

Su familia vivía a tres leguas al este de Yangtchó. Al sud de la casa había un fresno secular, de ramas gigantes y su espeso follaje esparcía sombra sobre un acre de terreno.

Todos los días, Tchuenyu y sus compañeros de orgía se embriagaban bajo ese árbol. En el noveno mes del año diez del período de Tchenyuan (hacia 794), cayó enfermo de un exceso de bebida. Dos de sus amigos lo llevaron en brazos hasta la casa, acostándolo en una pequeña habitación del este, y le recomendaron:

—Duerma bien. Nosotros vamos a darle forraje a los caballos y a lavarnos los pies. No partiremos de aquí hasta verlo restablecido.

Sacándose el capuchón, apoyó la cabeza en la almohada, y cayó en un estado de ebriedad, medio dormido y medio consciente. Entonces vio a dos mensajeros vestidos de púrpura, que se arrodillaron a modo de saludo y le dijeron:

—Su Majestad el Rey del Fresno os invita a visitar su reino.

Sin saber cómo, Tchuenyu se incorporó y bajó de su lecho. Se vistió y siguió a los dos mensajeros hasta la puerta. Allí vio una carroza pintada de verde, atalajada con cuatro caballos y escoltada con siete u ocho servidores que le ayudaron a montar. Al salir por el portón se dirigieron directamente hacia el agujero del viejo fresno y allí se introdujeron. Tchuenyu se extrañó mucho de eso, pero no se atrevió a formular preguntas. De pronto se encontró en un país donde todo, las montañas, los ríos, las plantas, los caminos y hasta el clima, era absolutamente distinto al mundo humano. Después de haber recorrido varias leguas percibió las almenas y murallas de una ciudad. Vehículos y peatones pasaban sin cesar por los caminos. Los lacayos que escoltaban la carroza de Tchenyu gritaban “¡cuidado, cuidado!" con gran rudeza, y los peatones se apresuraban a apartarse a derecha e izquierda. Entraron en una gran ciudad, pasando por una puerta roja coronada con una torre donde había un cartel con esta inscripción en letras doradas: “Gran Reino del Fresno". Los guardianes que cuidaban la puerta dejaron sus puestos para correr a saludarlo. Después apareció un caballero que anunció:

—Dado que su Alteza el yerno real viene de tan lejos, Su Majestad ha dado la orden de conducirlo al Hotel Oriental para que tome el debido reposo.

Después volvió a montar a la cabeza del cortejo para señalarle el camino.

No tardaron en llegar frente a una gran puerta abierta. Tchuenyu descendió de la carroza y entró. Allá había balaustradas multicolores y pilastras esculpidas, y en el patio filas de árboles florecidos o cubiertos de frutas extraordinariamente raras. En el salón nada faltaba: mesas, veladores, almohadones, ricos tapices y biombos, y ya estaba servido un festín. Tchuenyu se sintió encantado de todo lo que veía. Después anunciaron la llegada del primer ministro,, y Tchuenyu descendió la escalinata para recibirlo con todo respeto. Un hombre vestido de púrpura, con un cetro de marfil en la mano, se le acercó e hicieron los saludos recíprocos entre huésped y anfitreón. El canciller le dijo: —Aunque nuestro país está muy lejos del vuestro, nuestro rey os invitó a venir aquí con la esperanza de aliarse a usted por un matrimonio.

—¿Cómo puede atreverse un humilde servidor como yo a aspirar a un honor tan alto? —respondió el joven.

El ministro le rogó que lo acompañase hasta el palacio. A cien pasos entraron por una puerta roja. Lanzas, alabardas y hachas se erizaban de todos lados, y centenas de oficiales se apartaban para dejar libre el camino. En sus filas se encontraba un conocido borracho llamado Tcheu Pien, amigo del huésped. Tchuenyu se alegró interiormente de este encuentro, pero no se atrevió a dirigirle la palabra. Después el ministro le hizo subir la escalinata que llevaba al gran salón, solemnemente rodeado de guardias como la plaza de armas imperial. Allí vio a un hombre de maciza solidez, majestuosamente sentado en el trono, vestido de seda blanca y coronado con una diadema escarlata. Tchuenyu, intimidado y tembloroso, no se atrevía a mirarlo de frente. Por la advertencia de los cortesanos alineados a su lado, se arrodilló. El rey le dijo:

—A pedido de vuestro padre, que concedió este honor a nuestro pequeño reino, os damos como esposa a nuestra segunda hija Yao-fang.

Y como Tchuenyu permaneció con la cabeza inclinada, sin atreverse a decir nada, el rey concluyó:

—Tenga la bondad de volver al hotel de los huéspedes reales y esperar la ceremonia de la boda.

Mientras el canciller lo acompañaba al hotel, se puso a reflexionar seriamente, y cayó en la cuenta que su padre, como general de frontera había desaparecido en un encuentro con el enemigo sin dejar señales de vida. Enterado que su padre estaba en buenos términos con el Reino del Norte, pensó que bien pudo arreglar este matrimonio. Pero de cualquier modo estaba perplejo e incapaz de explicarse todo eso.

Con gran pompa esa noche le ofrecieron, a modo de regalo nupcial, corderos y ocas salvajes, dinero y seda. Músicos con instrumentos de cuerdas y de bambú, mesas servidas iluminadas con candelabros y faroles, afluencia de carrozas y caballeros, espléndidos regalos de boda, nada faltaba en la ceremonia. Entre las señoritas de honor escuchó nombrar a las Ninfas de las Montañas Floridas, y a las Ninfas del Río Límpido, como también a las hadas de los Países Altos y de los Países Bajos. El cortejo comprendía millares de doncellas portadoras de sombreros de fénix verde, vestidas de gaza color de nube dorada, con joyas de oro y piedras preciosas que encandilaban la vista. Persiguiéndose a través de las puertas y retozando como diablejas, bromeaban con cl novio sin cesar, con tanto encanto, gracia y agudeza de espíritu que él no sabía como replicarles.

—En la última primavera, en la fiesta de la Purificación[2] —decía una de esas doncellas— fui con la señora Lingtché al templo Tchanché para ver ejecutar a Yeuyén la danza brahmana en el Patio Hindú. Estaba sentada con otras jóvenes en un banco de piedra bajo la ventana del norte, cuando vuestros jóvenes amigos y usted llegaron, y saltaron de los caballos para ver el baile. Pero usted fue lo suficientemente atrevido para abordarnos sin el menor embarazo, riendo y bromeando con nosotros. ¿Recordáis como mi hermana Kiongying y yo atamos un pañuelo en la punta de un bambú? Y después el diez, y seis del séptimo mes acompañé a Chang Tchen-tse al monasterio de Hsiaokan para escuchar al bonzo Kihsiuan que comentaba el sutra Avaloki-tezvara. Finalizado su discurso le obsequié dos alfileres de oro en forma de fénix, y por su parte Chang Tchen-tse le entregó una caja de cuerno de rinoceronte. Usted también se encontraba allí en esa oportunidad, y con el permiso del bonzo tomó los alfileres y la caja para observarlos de cerca. Después de haber admirado largamente esos trabajos, usted se volvió hacia nosotros y nos dijo: “Estas bellísimas cosas y sus propietarios no pueden pertenecer al mundo humano’'. Después usted me pidió mi nombre y mi dirección, pero yo no le quise contestar. ¡Qué gesto galante tenía usted mientras me clavaba la mirada! ¿No recuerda usted?

Tchuenyu le respondió con algunos versos de la canción:

En el fondo del corazón la guardo

jamás, siempre jamás la olvidaré.

Las doncellas exclamaron:

—¿Quién hubiese pensado entonces que usted entraría en nuestra familia?

Justo en ese momento llegaron tres hombres suntuosamente vestidos que se acercaron y después de saludarlo le anunciaron:

—Por orden de su majestad somos los servidores de honor de Vuestra Alteza.

Uno de ellos le parecía un viejo amigo.

—¿No será usted Tien Tse-huá de Fonyí? —le preguntó Tchuenyu. Y cuando el otro le respondió que efectivamente era él mismo. Tchuenyu le estrechó la mano y conversó un buen momento con él.

—¿Cómo es que se encuentra aquí? —le preguntó.

—En el curso de mi viaje —respondió Tien— monseñor Tuan, el canciller y marqués de Woutcheng, me recibió muy bien, y por eso aún me encuentro bajo su techo.

—¿Sabe usted que Tcheu Picn se encuentra aquí? —preguntó Tchuenyu.

—Tcheu es ahora un gran personaje. Es el comandante de la ciudad y goza de un gran prestigio —dijo Tien—. A menudo me acordó su protección.

Charlaron y rieron con todas las ganas, hasta que se anunció: —El yerno real puede entrar para la ceremonia.

Mientras los tres servidores de honor le presentaron sus espadas, y le ayudaban a arreglar el peinado, sus pendientes y su traje, Tien le dijo:

—Jamás pensé que os asistiría en una ceremonia tan importante. ¡Ojalá nunca olvidéis a tus amigos!

Decenas de hadas comenzaron a ejecutar una extraña música melodiosa y pura, con notas plañideras jamás oídas en el mundo humano. Y decenas de lacayos, portadores de candelabros encabezaron el cortejo. De un extremo al otro, sobre muchos Li el camino estaba decorado a ambos lados por letreros de oro y esmeraldas, con tonos resplandecientes y delicadas esculturas. Sentado en su carroza. Tchuenyu no se sentía contento. Le invadían malos presentimientos. Su amigo Tien le bromeaba para distraerlo. Las doncellas con quienes terminaba de charlar circulaban cada una en una carroza de alas de fénix. Cuando llegó frente a la puerta del Palacio Sioyí, las primas hadas lo esperaban en gran número y lo invitaron a descender. Y la ceremonia transcurrió como en el mundo humano. Cuando corrieron el cortinado y levantaron el gran abanico de pluma, pudo finalmente ver a su prometida, la princesa de la Raza de Oro. Bella como una diosa, contaba aproximadamente quince años. Y la ceremonia prosiguió en la mejor forma.

Después de la boda, Tchuenyu y la princesa se amaron más y mejor cada día, y la gloria y el prestigio del joven creció con el tiempo. La magnificencia de su tren de vida, de sus festines y recepciones sólo podía compararse con los del rey. Un día, el rey lo invitó a tomar parte con sus oficiales y guardias en la gran cacería en el oeste del reino, en la Montaña de la Tortuga Divina. Allá se levantaban los picos sublimes en medio de inmensos terrenos pantanosos y lujuriosos bosques donde pululaban pájaros y bestias salvajes. Después de toda una noche de ojeo, los cazadores retornaron con el producto de una afortunada cacería.

Y otro día, Tchuenyu le dijo al rey:

—El día de mi casamiento, Vuestra Majestad me dijo que con ello cumplía los deseos de mi padre. Pues bien: como general de frontera, mi padre, después de una derrota, desapareció en un país extranjero, y hace unos diez y ocho años que no ha dado ninguna noticia de él. Puesto que Su Majestad sabe donde encontrarlo, quiero ir a verlo.

—Vuestro padre sirve siempre en la frontera del norte —replicó vivamente el rey— y él me escribe a menudo. Lo que usted debe hacer es mandarle una carta. No es necesario que vaya usted mismo en persona.

Entonces el Rey ordenó a la princesa que preparase regalos para el padre de Tchuenyu, y que se los enviara junto con el mensaje. Algunos días después llegó la respuesta, en la que Tchuenyu pudo comprobar que estaba escrita de puño y letra de su padre. En la carta expresaba sus preocupaciones y daba consejos a su hijo con la ternura de antes. Le pedía noticias de los parientes y amigos, y le rogaba que le informase sobre lo que sucedía en su país natal. "Estamos tan alejados uno del otro, que toda comunicación parece imposible por los obstáculos naturales". La carta estaba escrita en términos plenos de tristeza y lamentaciones. Le decía a Tchuenyu de que no fuese a visitarlo, pero predecía que se verían tres años después. Tchuenyu se puso a llorar tristemente con esa carta en la mano, incapaz de contener su emoción.

Un día la princesa le preguntó:

—¿Por qué no toma usted un puesto oficial?

—Siempre llevé la vida de un libertino, y no soy nada versado en los asuntos de Estado.

—Podría ensayar —insistió la princesa— y os ayudaré.

Fue ella quien habló al rey.

Días después el rey resolvió:

—En mi Estado Tributario del Sur nada marcha bien y el gobernador termina de ser destituido de sus funciones. Yo quisiera servirme de vuestro talento para poner orden. Vaya allí con mi hija.

Con el consentimiento de Tchuenyu, el rey ordenó a su intendente preparar el equipaje: oro, jade, seda bordada, cofres, maletas, sirvientas y lacayos. Carrozas y caballos formaban una larga fila el día de la partida de Tchuenyu, que como joven ocioso y vividor jamás había soñado con merecer un cargo tan alto. Demás está decir que sentíase con el corazón alegre.

Envió una nota al rey, diciéndole: “Hijo de una familia de militares, jamás aprendí el arte de gobernar. Ahora, con la responsabilidad de un puesto tan importante, me temo no solamente no cumplir con mi deber, sino también desprestigiar el buen nombre de la corte. Por eso quisiera buscar en la inmensidad del país los hombres de sabiduría e inteligencia que puedan secundarme. He podido observar que Tcheu de Yintchuan, comandante de la ciudad, es un oficial leal y honrado, que respetando siempre la integridad dé la ley, podría convertirse en mi brazo derecho para bien de todos. También se puede contar con Tien Tse-huá, de Fongy, desprovisto aún de cargo oficial, quien pleno de clarividencia y de habilidad es muy entendedor en los principios de gobernar. A estos dos hombres los conozco desde hace diez años, y los considero dotados de talento y dignos de nuestra confianza para los asuntos políticos. Por estas razones quisiera pedir que Tcheu sea nombrado consejero general, y Tien ministro de finanzas de mi Estado. De tal modo mi gestión de gobierno podría ilustrarse con méritos notables en el perfecto mantenimiento de la ley". El rey aceptó estas sugerencias y esos dos hombres fueron nombrados para tales altos cargos.

—El Estado del Sur es nuestra gran provincia —dijo el rey—-. Tierra fértil, población próspera y poderosa, no puede ser gobernada sino con una política de tolerancia. Con Tcheu y Tien como colaboradores, sed digno de la confianza del Reino.

Al mismo tiempo la reina decía a la princesa:

—Vuestro marido es impetuoso, un gran bebedor, y aún se encuentra en plena juventud. Una mujer debe mostrarse tierna y obediente. Servidlo como es preciso y no tendré ninguna preocupación. Aunque el territorio del sur no se encuentre demasiado lejos no podrá venir a vernos de mañana y de noche. ¿Cómo evitar las lágrimas en el momento de la despedida?

Después Tchuenyu y la princesa se despidieron, y en carroza escoltada por la caballería, se dirigieron hacia el sur, ambos sonrientes y charlando con toda alegría. Pocos días después llegaron a destino.

Los magistrados y funcionarios de la provincia, los bonzos y sacerdotes, ancianos de la región, músicos, oficiales y guardianes, todos se juntaron para darles la bienvenida. La muchedumbre inmensa cubría el camino. El sonar de los tambores y campanas y el rumor de la multitud dominaba muchos kilómetros a la redonda. Súbitamente Tchuenyu vio elevarse delante de él las almenas, las torres y los pabellones que anunciaban a una ciudad próspera. A la entrada de la gran ciudad, sobre la puerta se leía en grandes caracteres dorados: "Estado Tributario del Sur”.

Al llegar a su residencia pudo ver las ventanas pintadas de rojo y las puertas laqueadas que se ordenaban en una perspectiva majestuosa. Una vez instalado se informó de usos y costumbres del país, y comenzó a ocuparse de los enfermos y miserables, cediendo a Tcheu y Tien las riendas de los asuntos políticos, y de tal modo el orden reinó perfectamente en el país. En el transcurso de los veinte años de su reino, impuso las buenas costumbres, y el pueblo entero cantaba sus elogios, le enviaba tabletas en memoria de sus méritos y edificaban templos en reconocimiento de las bondades de su gobernador. El rey lo tenía en alta estima, concediéndole altos honores y títulos, llegando a nombrarlo canciller. Al mismo tiempo Tcheu y Tien se vieron honrados por su buena administración, y muchas veces fueron ascendidos a más altos cargos.

Tchuenyu tuvo cinco hijos y dos hijas. Mientras los hijos fueron dotados de cargos oficiales reservados a la nobleza, sus hijas se casaron dentro de la familia real. Su gloria y su renombre brillaron entonces con un resplandor sin par.

Ese año el reino de Sándaloviña atacó a la provincia. El rey ordenó a Tchuenyu reunir un gran ejército para defenderla. Tchuenyu nombró a Tcheu al frente de una tropa de treinta mil hombres para resistir a los invasores frente a la Ciudad de la Torre de Jade. Pero Tcheu, demasiado temerario, subestimó las fuerzas del enemigo. Todo su ejército fue puesto en derrota, y huyó completamente solo, despojado de sus armas, y a favor de la noche pudo penetrar en la capital de la provincia. Por su parte los agresores recogieron el botín de armas y armaduras y se volvieron a sus tierras. Tchuenyu hizo arrestar a Tcheu, y exigió su castigo, pero el rey les perdonó a ambos.

En el mismo mes Tcheu murió de un forúnculo en la espalda. Diez días después la princesa murió también de enfermedad. Tchuenyu pidió permiso a fin de abandonar la provincia para acompañar al cortejo fúnebre hasta la capital. El rey consintió, y pidió a Tien, ministro de finanzas, que lo reemplazara como gobernador. Abrumado de pena, Tchuenyu siguió al cortejo de gran pompa. A lo largo del camino, hombres y mujeres vertían lágrimas, funcionarios y altas personalidades ofrecían sus últimos homenajes, y el camino se veía repleto de una inmensa muchedumbre que apenas si dejaba avanzar la carroza fúnebre. Cuando llegaron al Reino del Fresno, el rey y la reina, en tristes vestidos de duelo y llorando desesperadamente, lo esperaban en las afueras de la capital. La princesa fue honrada con el título póstumo de Princesa de una Obediencia Ejemplar. Un cortejo compuesto de guardianes, músicos y portadores de doseles, la condujeron hasta la colina del Dragón Enroscado, a diez li al este de la ciudad, y allí la sepultaron. En el mismo mes, Jong-sin, hijo del difunto consejero general Tcheu, condujo también el ataúd de su padre a la capital.

Si bien durante tanto tiempo gobernó un Estado exterior, Tchuenyu supo acrecentar sus relaciones con el interior del reino, y se encontraba en buenos términos con toda la nobleza y todos los grandes de la corte. Después de su vuelta a la capital no supo guardar la medida, rodeándose de un gran número de amigos y relaciones, y cada día se veía más poderoso y se hacía más sospechoso a ojos del rey. Fue entonces cuando se le informó al rey que un misterioso presagio anunciaba una gran catástrofe al reino, que provocaría la transferencia de la capital y la destrucción del templo ancestral. La catástrofe sería provocada por una familia extranjera muy próxima a la familia real. Entonces se formó la opinión en la corte que la desgracia sería provocada por Tchuenyu a causa de su incontrolado lujo y presunción. De inmediato fue confinado en su casa y se le prohibió todo contacto con el exterior.

Estimando que en el transcurso de tantos años no había gobernado mal su provincia, y que ahora era víctima de calumnias, Tchuenyu se enfermó de pena. Advertido de ello, el rey le dijo:

—Usted es mi nuero desde hace más de veinte años; desgraciadamente mi hija ha muerto joven y no os ha podido acompañar hasta la vejez. ¡Es una gran desgracia!

Después la reina tomó a su cargo la educación de los hijos de Tchuenyu, y el rey le dijo:

—Hace mucho tiempo usted abandonó a sus parientes y es tiempo que vaya a visitarlos. Dejad vuestros hijos aquí sin ningún temor por ellos. Tres años después os recibiremos con alegría.

—Pero mi familia la tengo aquí —replicó Tchuenyu—. ¿Qué parientes quiere que vaya a ver?

—Usted ha venido del mundo humano —le dijo el rey con una sonrisa—. Vuestra familia no está aquí.

Bajo el golpe de estas palabras, Tchuenyu se perdió largamente en un estado de sueño. Finalmente despertó con el recuerdo de su pasado, y con lágrimas imploró al soberano el permiso de retornar a su mundo. El rey echó una mirada a los hombres de su cortejo, significándoles que lo dejaran partir, y Tchuenyu, se despidió con una profunda reverencia. Volvió a encontrarse con los dos viejos mensajeros que lo acompañaron hasta que pasaron la gran puerta. Allí vio un coche miserable que lo esperaba sin ninguna escolta, y se le apretó el corazón de pena. Montó en el coche, y al cabo de algunos li volvió a salir de la ciudad. Recorrió el mismo camino que la vez de su llegada, y pasó por las mismas4 montañas y llanuras. Pero los dos mensajeros que lo acompañaban tenían un gesto tan ruin que sintióse angustiado. Cuando les preguntó cuándo llegarían a Yangtchó, los mensajeros continuaron sus canturreos, y solo momentos después se dignaron contestarle:

—Llegaremos pronto.

De repente, saliendo de un agujero, volvió a ver su pueblo con las mismas callejuelas y casas de antes. Abrumado por la emoción, dejó correr sus lágrimas. Los dos mensajeros lo ayudaron a descender del coche. Pasó la puerta, subió las escaleras, y repentinamente se vio a sí mismo acostado en la antecámara del este. Poseído de terror, no se atrevió a acercarse a sí mismo. En voz alta los dos mensajeros lo llamaron varias veces por su nombre, y entonces despertó como de costumbre.

Vio a sus dos sirvientes que barrían el patio, y a sus dos convidados que se lavaban los pies cerca del lecho. El sol poniente aún se demoraba sobre la muralla del oeste, y un resto de vino aún reverberaba la luz bajo la ventana del este; así comprendió que en el sueño de un instante había vivido toda una vida.

Profundamente emocionado, no cesaba de suspirar, hasta que llamó a sus dos amigos para contarles su sueño. Vivamente sorprendidos, lo acompañaron para buscar el agujero en el tronco del fresno. Tchuenyu lo señaló y dijo:

—Este es el lugar donde entre en mi sueño.

Sus dos amigos pensaron que podía ser la obra de zorros encantados o espíritus de los árboles. Los domésticos fueron llamados, y armados de hachas cortaron el tronco, rompiendo las ramas y raíces para buscar hasta el trasfondo del agujero. A diez pies encontraron un gran foso, al aire libre, suficientemente ancho para contener una cama. Adentro se amontonaban montículos de tierra cuyas formas recordaban las murallas de una ciudad, y palacios y pabellones. Allá pululaban enjambres de hormigas. En medio se encontraba una pequeña torre escarlata, habitada por dos hormigas gigantes de cabeza roja y alas blancas, de un largo de tres pulgadas. Decenas de gruesas hormigas montaban guardia alrededor de ellas, y las otras hormigas no se atrevían a aproximarse. Ahí estaban el rey y la reina en la capital del Reino del Fresno. Y % aun descubrieron otro agujero, subiendo la rama del sud, a unos cuarenta pies de altura. En el túnel de la rama se encontraba una ciudad hecha de tierra, con torrecillas, también habitada por hormigas, y eso era el Estado Tributario del Sud que había gobernado Tchuenyu en persona. Otro agujero, a veinte pies hacia el oeste, que parecía de una profundidad fantástica, conteniendo un caparazón de tortuga ya podrida, del grosor de un caño de chimenea. La humedad de la lluvia hacía crecer menudas hierbas bien compactas, que producían un claro-oscuro en todo el caparazón: ésta era la Montaña de la Tortuga Divina donde Tchuenyu había cazado. Descubrieron además un agujero a más de diez pies hacia el este, en una vieja raíz tan sinuosa como un dragón. Allí1 se levantaba una pequeña loma, aproximadamente de un pie de altura; esto era la Colina del Dragón Enroscado con el mausoleo de la princesa, que fue mujer de Tchuenyu.

Recordando el pasado, Tchuenyu se entristecía más con cada descubrimiento, pues todo se revelaba igual a su sueño. Prohibió a sus amigos que destruyeran algo, y ordenó que taparan de inmediato esos agujero y que lo dejaran como lo encontraron. Esa noche se produjo una fuerte tormenta, y en la mañana, cuando fue a ver el agujero vio que todas las hormigas habían desaparecido. Esto confirmaba el augurio: “El reino será víctima de una catástrofe que provocará la transferencia de la capital’'. Recordó la guerra con el reino de Sándaloviña, y rogó a sus dos amigos que buscaran sus huellas. Quinientos metros al este de la casa, cerca del lecho de un río seco desde hacía mucho tiempo, se elevaba un sándalo, tan bien cubierto por una vid salvaje que el sol no podía atravesar su follaje. Al costado del árbol se encontraba un pequeño agujero, donde se escondía una gran colonia de hormigas. ¿No era ese el Reino de Sándaloviña?

¡Ay! Si el misterio de las hormigas nos resulta insondable, ¿cómo podremos comprender las metamorfosis de los grandes animales que se esconden en las montañas y las selvas?

En ese tiempo, Tcheu y Tien, los compañeros de juerga de Tchuenyu, habitaban en el distrito de Liubo, y no los había visto hacía diez días. Ordenó al sirviente que corriera a traerle sus noticias. Tcheu había muerto de enfermedad repentina y Tien, presa de misterioso mal, no podía dejar el lecho. Entonces Tchuenyu comprendió el vacío del sueño y la vanidad de la vida, se convirtió al taoísmo y renunció para siempre al vino y al libertinaje. Tres años después murió en su casa, a la edad de cuarenta y siete años, justamente en el término previsto en su sueño.

En el octavo mes del año once del período de Tchenyuan (hacia 795), en el transcurso de un viaje de Sutchó a Loyang, me detuve al borde del río Mué, donde por azar me encontré con Tchuenyu. Me informé de sus palabras y fui a ver los vestigios de las hormigas en el lugar del hecho. Después de muchas verificaciones, finalmente me convencí de la autenticidad de esta historia que termino de escribir para aquellos a quienes puede interesar. Bien que exista algo de sobrenatural y de poco normal, los ambiciosos podrán sacar una lección. Que la gente honesta que lea esta historia de sueño no vea en ella una simple cadena de coincidencias, sino que aprendan a no dejarse dominar por el orgullo de su fama ni de su posición en el mundo. Y Li Tchao, viejo consejero militar de Huatchó agregó este comentario:

Llevado hasta las nubes,

Todopoderoso en el imperio;

pero el sabio se ríe de él:

alborotadas hormigas y nada más.

Tres cuentos fantásticos de la dinastía Tang [1]

La dinastía J'angl (618-907) fue la edad de oro de la poesía y del cuento. En el corto espacio (según los chinos) de doscientos ochenta años se manifestaron un número incalculable de poetas y escritores que legaron un portentoso caudal literario. Un actual inventario precisa que cinco mil poemas y más de cuatrocientos cuentos de la dinastía Tang escaparon del olvido y de la destrucción para llegar a nuestros días, como testimonios de los extraordinarios valores que se produjeron en el apogeo de la vieja civilización china.

Si bien el origen del cuento en China se pierde en los albores de su historia, alcanzó a adquirir características definidas en la época de las Seis Dinastías (222-589), basándose en historias mitológicas, hechos o dichos de hombres célebres, etc. Más tarde aparecería el cuento como género literario, con el rigor conceptual y formal que en occidente es historia contemporánea, pero en China es historia bien antigua. De tal modo, en la dinastía Ming, el crítico literario Hu Yin-ling (1551-1602) establecía las características del género: "El período de las Seis Dinastías es rico en cuentos extraños. La mayoría de ellos no fueron inventados deliberadamente, sino que se basaban en simples relatos deformados por la tradición oral. Es solamente durante la dinastía l'ang que comenzaron a escribirse verdaderos cuentos creados por la imaginación de los escritores’'.

Los cuentos fueron extraídos de la antología Contes de la Dynastie des Tangs, Edition en langues etrangeres, Pekín, 1962, y vertidos al castellano por Bernardo Kordon

Ver, además:

                          El derrochador y el alquimista, cuento de Li Fou-yen (China)

                                                 Yen, la zorra encantada , cuento de Chen Ki-Tsi (China)

 

Cuento de Li Kong-Tsuo


Publicado, originalmente, en:  Capricornio. Revista de Literatura, Arte y Actualidades (segunda época) Núm. 2  Agosto de 1965        

Capricornio. Revista de Literatura, Arte y Actualidades (segunda época) publicó tres números en Buenos Aires en 1965.

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/capricornio-no-2/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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