Yen, la zorra encantada |
Había un señor llamado Wei Yin, que era el noveno hijo de la hija del Príncipe de Si-an. En su juventud le gustó la vida fácil y fue aficionado a la bebida. El marido de su prima, de apellido Tcheng (cuyo nombre no se conoce), había estudiado desde muy joven el manejo de las armas y era también aficionada al vino y las mujeres. Pobre y sin casa, Tcheng vivía con la familia de su mujer. El y Wei se entendían1 muy bien y siempre se divertían juntos. En la sexta luna del noveno año del período de Tienpiao (en 750) se paseaban un día a través de Tchangan, la capital, cuando al llegar al sud del barrio del Siauping, con el pretexto de atender asuntos privados, Tcheng abandonó a Wei diciéndole que se reuniría más tarde con él en un lugar prefijado. Montado en su caballo blanco, Wei se dirigió hacia el este, mientras que Tcheng, sobre su asno, tomó la dirección del sur, pasando por la Puerta Norte del barrio de Chengpíng. Tcheng encontró por azar tres muchachas en su camino. Una de ellas, que llevaba un vestido blanco, le pareció de una belleza sin par. Agradablemente sorprendido, lanzó su asno adelante, pasando a la belleza, o siguiéndola atrás, sin animarse a abordarla. De vez en cuando, la muchacha de vestido blanco le echaba miradas intencionadas. Entonces, con caballerosidad, Tcheng le preguntó: —¿Cómo es posible que semejante belleza vaya a pie? La muchacha le respondió sonriente: —¿Cómo puedo ir de otro modo, si los que tienen una montura no saben cederla? —Mi pobre borrico no es lo suficientemente bueno para servir de montura a una belleza como usted. Sin embargo le ruego lo acepte. Por mi parte me sentiré feliz de marchar detrás de usted. Ella y él se miraron y rieron alegremente. Las otras dos muchachas no tardaron en imitarlos y pronto el grupo se hizo amistoso. Tcheng los acompañó en dirección al este, hasta el Parque Leyeu, y al llegar ya oscurecía. Se detuvieron delante de una casa magnífica, rodeada de un muro de adobe con una gran puerta. La belleza de vestido blanco, antes de entrar, se dio vuelta y le dijo: —Espere un momento. Una de las sirvientas se mantuvo cerca de la puerta y le preguntó su nombre. Tcheng se lo dio y de paso preguntó el nombre de la belleza. Entonces se enteró que se llamaba Yen y que pertenecía a una familia muy numerosa. Un momento después le pidieron que entrara en la casa. Tcheng1 ató su asno en el portón, dejando su sombrero en la montura. Primero vio a una mujer, de unos treinta años, que vino a recibirlo. Era la hermana mayor de la muchacha. Habían iluminado hileras de candelas y ya estaba servida la cena. Terminaban de vaciar muchas copas de vino, cuando reapareció la joven belleza, vestida con ropa nueva, y todo el mundo continuó bebiendo alegremente. Ya muy avanzada la noche, 'Tcheng se acostó con la belleza. Sus encantos, su delicadeza, su modo de cantar, de reír y moverse, todo en ella resultaba exquisito y como extraño de este mundo. Un poco antes del amanecer, Yen le dijo: —Llegó la hora en que debe retirarse. Mi hermano es miembro del conservatorio de música y sirve en la guardia real. Vuelve a casa con la aurora y es preciso que no lo encuentre aquí. Cuando llegó al extremo de la calle, la puerta de la muralla del sector aún estaba cerrada. Cerca de la puerta había una pastelería. El dueño comenzó a suspender las linternas y avivar el fuego del horno. En espera del toque de diana de la mañana, Tcheng descansó en el alero del negocio y se puso a charlar con el patrón. Indicando el lugar donde pasó la noche, Tcheng le preguntó: —Girando a la izquierda hay un portón. ¿A quién pertenece esa casa? —Ahí no hay ninguna casa: solo un terreno baldío y algunas ruinas —le respondió cl patrón. —Pero yo vengo de allí —insistió Tcheng—. ¿Por qué me dice que no hay ninguna casa? De repente, aclarándosele el problema, el patrón exclamó: —¡Ahí Ahora comprendo. Allí suele haber una zorra que a menudo atrae a los hombres para pasar la noche con ella. Ya van tres veces que la encontré. ¿Quizás usted también la vio? Avergonzado y confuso, Tcheng salió del paso diciendo que no. Al amanecer volvió al mismo lugar. Allí encontró el mismo muro y el mismo portón, pero adentro sólo halló un baldío donde no crecían más que matorrales salvajes. Camino a su casa, Tcheng se encontró con Wein, quien le reprochó por haber faltado a la cita convenida. Tcheng se limitó a formular algunas excusas, cuidando de no traslucir nada de su secreto. Desde entonces, obsesionado por los encantos de esa belleza, trató de verla una vez más, guardando su imagen en el fondo del corazón. ////////////// Diez días después, en el curso de un paseo por el Mercado del-Oeste, frente a una tienda de vestidos, la vio inesperadamente, siempre acompañada por sus sirvientas. Tcheng se puso a llamarla en voz alta, pero ella lo evitó y se perdió entre la multitud. Entonces Tcheng se lanzó en su persecución, sin dejar un solo instante de gritar su nombre. Finalmente ella se detuvo. Dándole la espalda y escondiendo el rostro detrás de su abanico, ella le preguntó: —¿Por qué me busca, puesto que sabe quién soy? —Aunque lo sepa —replicó Tcheng—. ¿Qué importancia tiene? —¡Qué vergüenza! ¡Me confunde tanto estar frente a usted! —¡Os amo tanto! —replicó Tcheng—. ¿No le da lástima abandonarme? —¿Cómo puedo pensar en abandonaros? Lo que ocurre es que tengo miedo de que me tome horror. Tcheng protestó, dando tal acento de sinceridad a sus juramentos, que ella terminó por bajar el abanico, y volviéndose hacia él, apareció con toda su resplandeciente belleza. —Yo no soy la única de mi especie entre las mujeres del mundo humano. Pero ocurre que ustedes no saben reconocernos. ¡Lo mío, pues, no es nada extraño! Y como Tcheng le suplicó que lo acompañase, ella advirtió: —Sí no se aprecian a las mujeres como yo, es porque se las considera fatales. Pero yo no lo soy de ningún modo. Si usted no me encuentra desagradable, estoy dispuesta a servirle toda mí vida. Tcheng le propuso entonces vivir juntos. Yen le dijo: —Continuando por esta calle hacia el este, encontrará un barrio tranquilo, y una casa en la cual un enorme árbol domina toda la techumbre. Esa casa se alquila. El otro día, cuando os' encontré al sur del barrio de Siuaping, había allí un hombre, montado sobre un caballo blanco que se dirigía hacia el este. ¿Acaso no es vuestro cuñado? En su casa hay muchos muebles, y usted bien puede pedirle que le preste algunos. Justamente en esa época, los tíos de Wei debieron ausentarse al ser llamados para cumplir funciones oficiales, dejando sus muebles en depósito. Aprovechando el consejo de Yen, Tcheng fue a casa de Wei para pedírselos prestado. Interrogado sobre el uso que iba a dar a los muebles, Tcheng respondió: —Ahora tengo una bella amante y alquilé una casa. Los muebles los necesito para ella. Wei le respondió con una risotada: —¿De qué belleza me hablas? Con una facha como la tuya, me imagino que valdrá poca cosa. Wei le entregó cortinas, mosquiteros, camas y esteras. Le mandó también un sirviente astuto para espiar a la mujer. Instantes después, el sirviente volvió sin aliento e inundado de sudor. —¿La vistes? —preguntó Wei—. ¿Cómo es? —¡Maravillosa! ¡Jamás se vio una mujer como ella! Wei tenía muchas relaciones, y en su vida aventurera tuvo oportunidad de conocer muchas mujeres bellas. Le preguntó a su sirviente si la amante de Tcheng era comparable a algunas de ellas. —¡No se puede comparar con nadie! —exclamó el sirviente. Wei pretendió compararla con las cuatro o cinco mujeres que conceptuaba las más hermosas, pero el otro insistió: —¡No se puede comparar con nadie! Wei tenía una cuñada, la sexta hija del Príncipe de Wou, cuya majestuosa belleza era considerada por sus primos como algo sin par. —¿Será la amante de Tcheng comparable a la sexta hija del Príncipe de Wou? Pero el sirviente declaró una vez más: —i No se puede comparar con nadie! Estupefacto, Wei se frotó las manos y exclamó: —¿Es posible que exista semejante mujer en este mundo? Entonces, bruscamente, ordenó que le trajeran agua para lavarse el cuello, se hizo un nuevo peinado, se puso colorete en los labios, y se dirigió a la casa de Tcheng. Cuando llegó el dueño de casa estaba ausente. Al entrar, Wei vio a un pequeño criado que se encontraba barriendo, una sirvienta cuidando una puerta, y nadie más. Preguntó al criado, quien con una sonrisa le respondió que no había nadie en la casa. Pero recorriendo las habitaciones con la mirada, percibió la punta de un vestido rojo bajo una puerta, y al acercarse descubrió que allí se escondía la bella. Wei la hizo salir de la oscuridad para mirarla, y la encontró mucho más bella de lo que se había imaginado. Loco de pasión, la tomó entre sus brazos para poseerla, pero ella se resistió. El la apretó tan fuerte, que a punto de ser vencida ella le dijo: —Me rindo, pero dejadme un instante para tomar aliento. Pero cuando él volvió a la carga, la bella volvió a resistirse, y eso se repitió varias veces. Finalmente, con todas sus fuerzas! Wei logró dominarla, y la bella, ya sin aliento, bañada en sudor, considerándose perdida se desplomó sin defensa y palideció como muerta. —¿Por qué está tan triste? —le preguntó Wei. Ella respondió con un largo suspiro: —¡Mi pobre y desgraciado Tcheng! —¿Qué quieres decir? —Con su estatura de seis pies, no puede siquiera proteger a una mujer. ¿Puede él llamarse un hombre? A usted, que es joven y rico, y que tiene tantas bellas amantes, no le puede faltar una mujer como yo. Pero Tcheng es pobre, y solamente yo lo quiero. ¿Tiene usted el coraje de arrebatarle su único amor, usted que puede colmar todos sus deseos? ¡Cómo compadezco al pobre Tcheng! Cayó en la miseria, y al mismo tiempo perdió su independencia: lleva vuestra ropa y come vuestros alimentos. Por eso está a vuestra merced. Si él tuviese de qué comer, no tendríamos que pasar por todo esto. Al escuchar estas palabras, Wei, que no dejaba de ser un hombre galante y magnánimo, desistió inmediatamente de sus intenciones, y con todo respeto se excusó a la dama. Momento después Tcheng volvía a su casa. Se saludaron con Wei con sonrisas muy cordiales. Desde entonces Wei suministró ampliamente todo lo que necesitó la pareja de enamorados. Yen salía a menudo con Wei, ya sea en carroza o a pie, aceptando ir a cualquier parte. Todos los días Wei gozaba sin reticencia de su compañía, y en una intimidad que no admitía ningún límite. Ella tenía todas las complacencias, salvo la de entregarse, lo que a los ojos del joven caballero la hacía más adorable y digna de respeto. Por su parte él se mostraba pródigo. Ni el vino, ni las comidas deliciosas, apartaban a Yen de su pensamiento. Un día, sabiendo que él la adoraba, se expresó en esta forma: —Tantos favores me confunden. Sé que soy indigna de vuestra bondad. Pero no puedo traicionar a mi Tcheng, ni satisfacer vuestros deseos, pero en cambio puedo testimoniarle mi agradecimiento. Nací en Chansí y fui educada en la capital. Los miembros de mi familia fueron gente de teatro, y la mayoría de mis parientes son favoritos o concubinas de hombres ricos. Por supuesto están relacionados con todos los libertinos. Si usted tiene el ojo puesto en alguna belleza, apetecible pero difícil de conquistar, entonces puedo hacer que sea suya. De tal modo quiero mostrar mi reconocimiento. — ¡Oh, acepto muy feliz! —respondió Wei. En el mercado había una costurera llamada Tchang la Décimoquinta, que gustaba a Wei por la pureza de sus formas. Le preguntó a Yen si la conocía. —Es mi prima y será fácilmente suya —respondió Yen. Y diez días después se produjo esa conquista. Pasados algunos meses, cuando el joven se sació, Yen le dijo: —La conquista de las mujeres del mercado es cosa demasiado fácil. De ningún modo está a la altura de los servicios que le puedo brindar. Dígame si le apetece alguna que sea tan hermosa como poco accesible, y haré lo posible por complacerlo. —El otro día, cuando la fiesta de Huanche[2] —contó Wei— fui al templo Tsienfú con algunos amigos, y vi al general Tiao Míen que ofrecía un concierto en la gran sala. Entre las músicas había una tocadora de cheng, de unos diez y seis años, con los rizos tapándoles las orejas. ¡Estaba encantadora, adorable! ¿Usted la conoce? —Es la favorita del general —respondió Yen—. Su madre es justamente mi hermana. Me ocuparé de su pedido. Wei la saludó con toda deferencia, y Yen le prometió su ayuda. Ella comenzó a frecuentar la casa del general. Un mes des-pues, Wei la apuró a cumplir su plan. Yen le pidió dos piezas de seda para regalo, y Wei se apresuró a entregárselas. Dos días después, cuando Yen y Wei se sentaban a cenar, el general les envió un valet con un caballo negro para rogarle a que fuera a su casa. Al anuncio de esta invitación, ella, sonriente, le dijo a Wei: —¡Ya está! Para comenzar, Yen había conseguido que la favorita del general fuese atacada por una enfermedad, contra la cual la medicina resultara impotente. La madre de la joven y el general, muy alarmados, resolvieron consultar a un adivino. Y Yen, a escondidas untó la mano del adivino, e indicando su dirección, le hizo decir que la joven enferma debía de ser alojada en esa casa para conjurar los espíritus malignos. Llegado el momento de la consulta, el adivino le dijo al general : —Esta casa es nefasta para ella. Es preciso que se vaya hacia el sudeste, a una casa donde volverá a encontrar su aire vitai. Al informarse del lugar designado, el general y la madre de la joven descubrieron que justamente se trataba de la casa de Yen. Entonces el general le pidió permiso para poder hospedar allí a su favorita. Al principio Yen se negó con el pretexto de que no podía ofrecer las necesarias comodidades, y sólo aceptó después de muchos ruegos. Entonces el general envió en una carroza a la joven y a su madre, con su menaje y embelecos. Apenas llegó a la nueva casa, la enferma se sintió sana y salva. En contados días, Yen puso secretamente a Wei en relaciones íntimas con la joven, y un mes después ella se encontraba encinta. La madre tuvo mucho miedo, y con todo apuro volvió a llevar a su hija al general. Así terminó esta aventura. Un día Yen le dijo a Tcheng: —Si usted puede encontrar cinco o seis mil sapecas, yo me encargo que le produzcan algún beneficio. El consintió y pidió prestado seis mil sapecas. Entonces ella le dijo: —Vaya a la feria. Allá encontrará un caballo con una mancha en la grupa. Cómprelo y venga con él. Tcheng fue hasta la feria y vio a un hombre llevando a un caballo en venta, en cuya grupa se veía una mancha negra. Lo compró y volvió a la casa. Sus cuñados lo abrumaron con sus burlas: —¿Por qué compró un caballo que nadie quiere? Poco tiempo después, Yen le dijo: —Llegó el momento de vender el caballo. No pida menos que treinta mil sapecas. Tcheng lo puso en venta. Le ofrecieron veinte mil, pero no aceptó. En la feria todos se sorprendieron: —¿Por qué ése se empecina en comprar tan caro y el otro no lo vende? Tcheng volvió a su casa cabalgando el caballo, y el otro lo siguió hasta la puerta. Le ofreció veinticinco mil sapecas. Tcheng las rechazó rotundamente, declarando que no lo vendería en menos de treinta mil. Pero como todos sus cuñados comenzaron a reprocharle su testarudez, Tcheng fue presionado a vender el caballo a un poco menos que treinta mil. Más tarde terminó por descubrir la razón de la insistencia del comprador. Ese hombre era el cuidador de la caballeriza imperial del distrito de Tchaoying. Hacía tres años se le había muerto un caballo con una mancha en la grupa. A la víspera de abandonar sus funciones, se veía de tal modo obligado a reembolsar una suma de sesenta mil sapecas por la pérdida del animal. Al comprar otro a mitad de precio, ganaba una buena suma. Por otra parte un caballo vivo aumentaba sus beneficios, pues le correspondía una paga de tres años de forraje no consumido. Y ésta fue la razón por la que insistió tanto para comprar ese caballo. Una vez Yen le pidió vestidos a Wei, porque los que tenían estaban muy gastados. Wei le propuso comprarle una pieza de seda, pero ella no quiso, diciendo que prefería la ropa confeccionada. Entonces Wei hizo venir a un tendero llamado Tchang Ta, y la presentó a Yen para que pidiera lo que necesitaba. Tchang Ta la vio y quedó tan asombrado que le dijo a Wei: —Esa que usted tiene en la casa no es una mujer corriente. Espero que la lleve de vuelta de donde la sacó, a fin de evitar desgracias. Tal era la impresión de sobrenatural que provocaba su belleza. Sin embargo, nadie podía comprender por qué ella no cosía, contentándose con ropa de confección. Un año después, Tcheng fue nombrado capitán de la prefectura de Huaití, y su cuartel general estaba en el distrito de Kintcheng. Como en ese momento Tcheng tenía una mujer legítima en la casa, se veía obligado a salir de día y volver a casa para dormir, lamentándose siempre de no poder pasar la noche con Yen. De tal modo, antes de ocupar su cargo en la campaña, le rogó a su amante que lo acompañara. Pero ella no aceptó: —Estar juntos en viaje, solamente por uno o dos meses, no nos brindará mucho placer. Será mejor que me entregue lo suficiente para vivir en ese tiempo y cuidaré la casa mientras espero vuestra vuelta. Tcheng insistió, lo que no hizo sino afirmar su resistencia. Entonces Tcheng le pidió a Wei, una ayuda pecuniaria, y Wei se le unió para tratar de persuadir a Yen, preguntándole los motivos de su rechazo. Después de una larga vacilación, ella terminó por confesar: —Un adivino me predijo que un viaje al oeste me sería fatal. Esta es la razón de no querer acompañarlo. Pero Tcheng, demasiado enamorado para pensar en esas cosas, se echó a reir con Wei y opinó: —¿Cómo una mujer inteligente puede ser tan supersticiosa? Y continuaron insistiendo para que efectuase el viaje. —¿Y si las palabras del adivino resultaran ciertas? ¿Prefieren que muera por culpa de ustedes? —¡Qué absurdo! —declararon los dos hombres, que continuaron insistiendo. Finalmente Yen fue obligada a partir, pese a sus lamentaciones. Wei les prestó su caballo y les deseó feliz viaje, acompañándolos hasta Linkao. Al día siguiente llegaron a Mawei. Yen iba adelante, cabalgando el caballo; Tcheng la seguía sobre su asno, y la sirviente y el resto de la comitiva venían atrás. Justamente desde hacía unos diez días, los maestros de la caballeriza de la Puerta del Oeste adiestraban los perros de caza de Lutchuan. Se cruzaron en el camino. De repente los perros saltaron de los matorrales, y Tcheng vio como Yen caía a tierra, y tomando la forma de un zorro se escapó hacia el sur, seguida por toda la jauría. Tcheng se puso a gritar desesperadamente, y corrió detrás de los perros, pero no los pudo retener. Después de correr algunos centenares de metros, ella fue atrapada por los perros. Llorando como un niño Tcheng sacó dinero de su bolsa para comprar los despojos, y los enterró allí mismo, plantando una vara para señalar el lugar. Cuando echó una mirada atrás, el caballo de Yen pastaba en el borde del camino. Sus vestimentas permanecían sobre la silla de montar, y sus zapatos y medias aún colgaban de los estribos. Sólo los adornos de la cabeza se veían en el suelo; todo lo demás había desaparecido, lo mismo ocurría con. la sirvienta. Era como si se hubiesen evaporado. Diez días después, Tcheng entró de vuelta en la capital. Wei, muy feliz de verlo, le preguntó: —¿Cómo está Yen? —¡Murió! —respondió Tcheng entre sollozos. Wei lo acompañó en su dolor. Se abrazaron en medio de la habitación y lloraron juntos con toda desesperación. Después Wei le preguntó que enfermedad la había arrebatada. —La mataron los perros de caza —respondió Tcheng. —¡Por más feroces que sean los perros de caza no son capaces de matar a un ser humano! —protestó Wei. —Pero ella no era un ser humano —dijo Tcheng. —¿Entonces quién era ella? —exclamó Wei muy azorado. Cuando Tcheng le contó toda la historia, Wei llegó a la culminación de su estupefacción, sin dejar de suspirar un solo instante. Al día siguiente tomaron un coche y fueron juntos a Mawei, y después de abrir la tumba para verla una vez más, retornaron llorando. Al recordar las cosas del pasado, encontraron que la sola cosa que les seguía pareciendo extraña era que ella nunca quiso coserse sus propias ropas. Más tarde Tcheng fue nombrado inspector general de la corte y se convirtió en un hombre sumamente rico, llegando a poseer más de doce caballos en su caballeriza. Murió a la edad de sesenta y cinco años. Durante el período de Tali (766-779), en ocasión de vivir en Tchonglin, hice amistad con Wei, quien muchas veces me contó esta historia, de la que conocía los menores detalles. Tiempo después, Wei fue nombrado canciller de la corte imperial, al mismo tiempo que alcalde de Longtchó, donde murió mientras desempeñaba su cargo. ¡Oh! Todo esto quiere decir que inclusive un animal es capaz de abrigar sentimientos humanos, conservar su castidad frente a la violencia, y sacrificar su vida por un hombre. ¡Tantas cosas que una inmensa cantidad de mujeres no son capaces de sentir ni expresar! Lástima que el tal Tcheng no fuese más inteligente, pues, había amado la belleza de Yen sin saber apreciar su corazón. Si él hubiese sido sabio, hubiese podido descubrir las leyes de la metamorfosis, discernir los límites entre lo humano y lo divino, y de tal modo expresar con las artes de la literatura el misterio de los sentimientos de su bella, en vez de limitarse al simple goce de sus encantos. ¡Qué lástima todo esto! En el segundo año del período de Kientchong, partí a Sutchow en calidad de Consejero a la Izquierda del Príncipe. Al mismo tiempo, el general Pei Ki, el alcalde de la capital Suen Tcheng, el viceministro Tsuei Siu del ministerio de asuntos civiles, cl consejero de derecha Lu Tchuen, se dirigieron todos hacia el sudeste, en el valle del río Azul. De la provincia de Chensi hasta Sutchow, viajamos juntos en tierra y en barco. Con nosotros se encontraba también el ex-concejero Tchu Fang, que realizaba un viaje de placer. Nuestro barco descendió los ríos Ying y Hué. Pasamos los días en una permanente fiesta, y de noche charlábamos, y cada cual contaba las leyendas más extrañas. Al escuchar la historia de Yen todo el mundo fue profundamente conmovido, y me pidieron que la redactara. Y así fue como se escribió el presente relato.
Tres cuentos fantásticos de la dinastía Tang [1] La dinastía J'angl (618-907) fue la edad de oro de la poesía y del cuento. En el corto espacio (según los chinos) de doscientos ochenta años se manifestaron un número incalculable de poetas y escritores que legaron un portentoso caudal literario. Un actual inventario precisa que cinco mil poemas y más de cuatrocientos cuentos de la dinastía Tang escaparon del olvido y de la destrucción para llegar a nuestros días, como testimonios de los extraordinarios valores que se produjeron en el apogeo de la vieja civilización china. Si bien el origen del cuento en China se pierde en los albores de su historia, alcanzó a adquirir características definidas en la época de las Seis Dinastías (222-589), basándose en historias mitológicas, hechos o dichos de hombres célebres, etc. Más tarde aparecería el cuento como género literario, con el rigor conceptual y formal que en occidente es historia contemporánea, pero en China es historia bien antigua. De tal modo, en la dinastía Ming, el crítico literario Hu Yin-ling (1551-1602) establecía las características del género: "El período de las Seis Dinastías es rico en cuentos extraños. La mayoría de ellos no fueron inventados deliberadamente, sino que se basaban en simples relatos deformados por la tradición oral. Es solamente durante la dinastía l'ang que comenzaron a escribirse verdaderos cuentos creados por la imaginación de los escritores’'. Los cuentos fueron extraídos de la antología Contes de la Dynastie des Tangs, Edition en langues etrangeres, Pekín, 1962, y vertidos al castellano por Bernardo Kordon Nota: [2] Esta fiesta tenía lugar cada primavera. Ese día había que abstenerse de hacer fuego y debía comerse todo frío (hanche).Ver, además: El derrochador y el alquimista, cuento de Li Fou-yen (China) El Gobernador del Estado Tributario del Sur , cuento de Li Kong-Tsuo (China) |
Cuento de Chen Ki-Tsi
Publicado, originalmente, en:
Capricornio.
Revista de Literatura, Arte y Actualidades (segunda época)
Núm. 2 Agosto de 1965
Capricornio. Revista de Literatura, Arte y Actualidades (segunda época) publicó tres números en Buenos Aires en 1965.
Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/capricornio-no-2/
Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas
Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte
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