El derrochador y el alquimista
Cuento de Li Fou-yen
[1]

Tu Tse-chuen vivió al final de la dinastía de los Tchues del Norte (557-581) y al comienzo de la dinastía de los Sueis (581-617). En su juventud, derrochó sin medida, y nunca quiso preocuparse de sus intereses. Esencialmente extravagante, bebedor y libertino, en poco tiempo disipó toda su fortuna. Entonces se dirigió a sus familiares y conocidos, pero todos lo rechazaron por su conocida poltronería. Un día de invierno, cubierto de harapos y con el vientre vacío, vagabundeaba por la capital sin tener nada donde clavar el diente. El crepúsculo lo sorprendió sin saber qué hacer. Se detuvo en la puerta occidental del Mercado del Este, transido de frío y hambre. Elevó la vista al cielo y comenzó a lanzar suspiros de lamento.

Se le acercó un viejo, que se apoyaba en un bastón.

—¿Por qué se lamenta?

Entonces Tu le contó todo, echando pestes contra la indiferencia de sus familiares y amigos. Su rostro expresaba una gran cólera.

—¿Cuánto dinero necesita para solucionar su situación?

—preguntó el viejo.

—Podría arreglarme con treinta o cincuenta mil sapecas —dijo Tu.

—No es nada —replicó el viejo—. Pida otra cantidad.

—Cien mil.

—No me parece suficiente.

—Un millón.

—Es poco.

—T res millones.

—Así está mejor —aprobó el viejo. Del interior de su manga retiró algo de dinero y le dijo:

—Aquí tiene para esta noche. Mañana a mediodía lo espero en el Hotel de los Persas. Sea puntual.

Al día siguiente. Tu cumplió la cita con la mayor exactitud. El viejo le entregó los tres millones y partió sin decir siquiera su nombre.

Frente a esta súbita riqueza, el gusto por el despilfarro volvió a encenderse en el corazón de Tu, quien se creyó asegurado para siempre de no caer en la miseria. Comenzó a comprar caballos soberbios y trajes suntuosos, dedicando todo el tiempo a beber en compañía de alegres bribones, a ofrecer conciertos, a cantar y danzar en el barrio de las cortesanas. Nunca se le cruzó la idea de que debía administrar su fortuna. Dos años después, su bolsa comenzó a agotarse poco a poco. Carroza, caballos, trajes, todo ese lujo fue cambiado por bienes cada vez más modestos. Pasó del caballo al asno, y del asno a la marcha a pie. Nuestro derrochador lo hizo tan bien que poco tiempo después se encontró otra vez en la calle.

De nuevo, sin saber qué hacer, se puso a gemir delante de la puerta del mercado. Inmediatamente apareció el viejo, quien lo tomó de la mano y le dijo:

—¿Qué pasó? ¡Otra vez reducido a la última miseria! Pero yo lo ayudaré. ¿Cuánto le hace falta?

Tu sentíase demasiado avergonzado para atreverse a responder, pero el viejo lo apuró tanto que muy confuso terminó por aceptar el ofrecimiento de ayuda. Entonces el viejo le dijo:

—Mañana a mediodía vaya al mismo lugar que la otra vez. Allí fue Tu, lleno de vergüenza, y recibió diez millones. Antes de recibir esta suma, tomó la firme resolución de lanzarse de lleno en el mundo de los negocios y dejar atrás en riquezas a todos los Cresos del mundo. Pero una vez que tuvo el dinero en la mano, el corazón le habló de otro modo y Tu volvió a caer en la vida de placer. Al cabo de tres, o cuatro años a lo sumo, volvió a encontrarse más pobre que nunca. Una vez más, encontró al viejo en el mismo lugar. Abrumado de vergüenza, se volvió sobre sus pasos, tapándose el rostro con las manos. El viejo lo detuvo tomándolo del brazo:

—¡Oh! ¡Usted es desafortunado para los negocios!

Esta vez le entregó la suma de treinta millones y le dijo:

—Si esto no lo salva de su mala suerte, quiere decir que usted es realmente incurable.

Tu se dijo a sí mismo: "Llevé una vida de libertino y malgasté todas mis riquezas. Nadie entre mis ricos familiares me tendió alguna vez la mano: solamente este viejo me ofreció dinero tres veces. ¿Cómo demostrarle mi agradecimiento?".

Entonces propuso:

—Con esta suma podré hacer mucho bien en el mundo. Cuidaré que no le falte abrigo y comida a la viuda y al huérfano, y de tal modo espero ser absuelto ante la moral.

—Esto justamente esperaba de usted —respondió el viejo—. Una vez arreglados sus negocios, venga a verme el año próximo, el día quince de la séptima luna, a la sombra de los enebros gemelos, frente al templo taoista.

Como la mayoría de las viudas y los huérfanos de sus deudos se encontraban al sud de la región Hué, Tu fundó su obra en Yangtcho. Allí compró cien hectáreas de buenos arrozales, edificó una gran casa en el poblado, y construyó más de cien asilos sobre los caminos principales, donde fueron acogidos las viudas y los huérfanos. Gestionó matrimonios para sus sobrinos y sobrinas, y reunió en el cementerio ancestral las cenizas de los miembros de su familia enterrados en otros lugares. De tal modo se mostró reconocido hacía sus benefactores, como implacable con respecto a sus viejos enemigos. Una vez liquidados sus negocios, en el día fijado se dirigió al templo.

Encontró al viejo cantando a la sombra de los dos enebros, y juntos subieron hasta el pico Yunte de la montaña Huá. Después de haber recorrido una quincena de kilómetros, llegaron frente a un edificio imponente, que tenía algo de sobrenatural. Encima planeaban nubes color arco-iris y revoloteaban los fénix y las cigüeñas. En lo alto de la sala central había un horno de alquimista, de más de nueve pies de altura, de donde se escapaban llamas violetas, lanzando resplandores que atravesaban, las ventanas. Nueve vírgenes de jade rodeaban el horno, con un dragón apostado delante, y un tigre blanco detrás.

Era la hora de la caída del sol. El viejo se quitó su traje de profano y apareció con sus atributos de sacerdote taoista, capa roja y sombrero amarillo. Le ofreció al novicio tres píldoras de guijarros blancos, un cubilete de vino, diciéndole que lo tragara rápidamente. Después lo hizo sentarse sobre una piel de tigre, extendida en el costado oeste y frente al oriente. Y entonces le hizo esta especial recomendación:

—Ni una sola palabra: aunque sean dioses, demonios, vampiros, bestias feroces, horrores del infierno, familiares encadenados y torturados con mil dolores, todo es ilusión. Es preciso no moverse, ni hablar. Permanecer tranquilo y firme. Recuerde en cualquier circunstancia lo que termino de decirle.

Después se retiró. Cuando Tu miró hacia el patio, sólo alcanzó a ver un gran cántaro lleno de agua.

Apenas desapareció el sacerdote, surgieron millares de caballeros y carros de guerra, erizados de lanzas y banderas, llenando valles y montañas con un clamor que hacía temblar el cielo y la tierra. Su generalísimo, de más de diez pies de altura, estaba, igual que su cabalgadura, acorazado con una resplandeciente armadura dorada. A la cabeza de centenares de guardias con arcos tendidos y espadas desnudas, el gigante avanzó por la sala, vociferando:

—¿Quién eres? ¿Cómo te atreves a enfrentarme?

Y los guerreros rodearon a Tu, blandiendo sus armas, apremiándole a que dijera su nombre y la razón de su presencia. Pero Tu no dejó escapar una sola sílaba. Enfurecidos por su silencio se pusieron a gruñir y broncar como una tormenta:

—¿Qué esperamos? iA sacarle los ojos y cortarle la cabeza!

Como Tu no respondió nada, el jefe se enfureció hasta la locura, pero terminó por irse.

Repentinamente aparecieron tigres, dragones, grifones, leones, víboras, por millares, rugiendo, silbando abalanzándose sobre él buscando aplastarlo y devorarlo. Pero Tu permaneció imperturbable y todo eso se desvaneció.

De repente comenzó a caer una lluvia torrencial. Los rayos desgarraban las tinieblas, torbellinos de llamas se elevaban por doquier, y los relámpagos azotaban el cielo de tal modo que resultaba imposible abrir los ojos. El patio no tardó en encontrarse sumergido bajo más de diez pies de agua, y este volumen, con la rapidez del relámpago y el bramido del trueno, se volcó irresistiblemente como una montaña en erupción, como un río que desborda, y en un abrir y cerrar de ojos se desplomó a sus pies. Pero Tu permaneció sentado, impasible, y el diluvio de inmediato desapareció.

Después volvió el gigante con un carcelero con cabeza de toro y otros horribles demonios del infierno. Pusieron un gran caldero delante de Tu, mientras lo rodeaban amenazantes picas, cuchillos y tridentes.

—Si dices tu nombre te perdonamos la vida —exigió el jefe—. En caso contrario te atravesamos el corazón y después te echamos en el caldero.

Como siempre, no respondió nada.

Entonces trajeron a su mujer, la echaron al pie de la escalinata. Señalándola con el dedo, le dijeron a Tu:

—Si dices tu nombre, la dejamos libre.

Tampoco hubo una respuesta.

Inmediatamente se pusieron a flagelar a la mujer hasta dejarla cubierta de sangre, a clavarle flechas, arrancándole pedazos de carne, quemándola con carbones ardientes. Sin ya poder aguantar tanto sufrimiento, la mujer le suplicó, llorando y gritando:

—Aunque yo sea una mujer bien simple e indigna de vuestro amor, sin embargo os he servido más de diez años. Aquí estoy atrapada por los demonios y condenada a sufrir estos suplicios insoportables. No me atrevería a pedir que por mi vaya de rodilla a solicitar mi perdón. Pero una sola palabra que pronuncie es suficiente para que me concedan la vida. Todo ser tiene un corazón. ¿Será posible que me rechace la gracia de decir una sola palabra?

En el patio, inundada de lágrimas, ella continuó insultándolo y maldiciéndole. Pero Tu no le prestó la menor atención.

—¿De modo que crees que no me atrevo a martirizarla? —dijo el jefe. Y ordenó a sus demonios que trajeran un cuchillo bien afilado, y la despedazaran centímetro por centímetro, empezando por los pies. Su mujer comenzó a lamentarse más fuerte que antes. Tu permaneció inconmovible.

—Este bandido es un brujo avezado. ¡No hay que dejarlo salir con vida! —dijo el jefe. Y ordenó que lo decapitaran.

Con la cabeza separada del tronco, el alma de Tu fue conducida inmediatamente frente al Rey de los Infiernos.

—¿Es el brujo del pico Yunte? —preguntó el Rey—. ¡Arrojadlo al infierno!

Entonces le hicieron sufrir toda clase de suplicios: le vertieron bronce fundido en la garganta, fue golpeado con una barra de hierro, machacado en un mortero, triturado en un molino, arrojado en un foso en llamas, hervido en un caldero, obligado a trepar sobre una montaña de cuchillos, a atravesar un bosque de espadas. Pero, recordando siempre las palabras del sacerdote, tuvo el valor de soportar todos estos sufrimientos sin dejar escapar un solo suspiro. Cuando los carceleros anunciaron que las pruebas de torturas habían terminado, el Rey dijo:

—Este hombre es un canalla afeminado. En vez de reencarnarlo en forma de hombre, será mejor convertirlo en mujer, en la familia del subprefecto Wang Kin del distrito de Chanfu en Songchó.

De tal modo Tu renació en un cuerpo de mujer. En su infancia fue muy enfermiza. Siempre debió soportar los pinchazos de acupuntura y llenarse con amargas tizanas. Muchas veces se cayó de la cama o sobre la estufa. A pesar de todos los sufrimientos, la niña nunca dejó escapar el menor suspiro. Al crecer se convirtió en una muchacha bella y encantadora, pero jamás pronunció la menor palabra. Su familia la consideró muda de nacimiento. A menudo insultada y humillada por algunos de sus familiares, nunca replicó ante cualquier ofensa.

Lu Kuei, un joven laureado, conmovido por su belleza, la pidió en matrimonio por intermedio de un casamentero. Al principio la familia declinó la oferta a causa del mutismo de la doncella.

—No hay ninguna necesidad de que hable, siempre que sea una buena esposa —dijo Lu—. Así dará una excelente lección a aquellas que tienen la lengua demasiada larga.

Entonces la familia aceptó su pedido y Lu la esposó con gran pompa. Durante muchos años se amaron ardientemente. Tuvieron un hijo, y este niño ya tenía la edad de dos años y estaba dotado de una inteligencia extraordinaria.

Un día, Lu tomó al niño en sus brazos y habló a su mujer. Pero ella se mantuvo en silencio. El ensayó todos los medios para hacerla hablar, pero como siempre no obtuvo ninguna respuesta. De repente, loco de cólera, exclamó:

—Hace mucho tiempo, el ministro Kia fue despreciado por su mujer, quien jamás se dignó sonreír a su marido. Pero en la caza del faisán, el se reveló un excelente arquero, y ella entonces se arrepintió de haberlo menospreciado. En cuanto a mí, de ningún modo soy tan feo como Kia, y mi talento literario vale más que el arte de cazar faisanes. Y sin embargo desdeñas responderme cuando te hablo. ¿Para que conservar al niño, puesto que el marido es tan despreciado por su mujer?

Y dicho esto, tomó al niño por los pies, y golpeó la cabeza como si se tratase de una piedra. De un solo golpe la cabeza se estrelló en pedazos y la sangre salpicó toda la habitación. Tu, con el corazón dominado por el amor maternal, olvidó súbitamente su promesa y lanzó un grito de horror:

—¡Ay!

Aun con el grito en los labios, Tu se encontró de nuevo sentado en el mismo lugar, frente al sacerdote. Era antes del amanecer. Del horno del alquimista surgieron llamas purpúreas, que lamieron el techo y se elevaron hacía el cielo. Toda la casa fue pasto del fuego y reducida a cenizas.

—¡Usted es un estúpido! —gritó el sacerdote—. ¡He aquí toda mi obra destruida!

Mientras decía esto tomó a Tu por los cabellos y lo hundió en el cántaro lleno de agua. Entonces el fuego se apagó.

Mientras decía esto tomó a Tu por los cabellos y lo hundió seo, vuestro corazón supo ser dueño de sí mismo —dijo el sacerdote—. Solamente el amor fue la prueba que usted resultó incapaz de superar. Si no hubiese lanzado ese grito, mi elixir habría sido un éxito, y usted ya sería un inmortal. ¡Qué difícil es encontrar un hombre que pueda alcanzar la divinidad! Cierto es que puedo rehacer una vez más mi elíxir, pero en lo que a usted se refiere, ya cayó nuevamente en el mundo terrestre. ¡Adiós y buena suerte!

De tal modo le señaló el camino de retorno.

Tu quiso una vez más subir a la plataforma de la sala central para echar una última mirada. El horno estaba demolido. Dentro se veía una barra de hierro, del grosor de un brazo, y algunos pies de largo. El sacerdote se quitó su túnica y se puso a tallar esa barra con un cuchillo.

De vuelta al mundo, avergonzado de haber decepcionado al viejo, Tu juró que haría todo lo posible para reparar su falta. Pero cuando retornó, sobre el pico Yunte no encontró a nadie. Entonces volvió a su casa con el corazón pleno de remordimientos.

Tres cuentos fantásticos de la dinastía Tang [1]

La dinastía J'angl (618-907) fue la edad de oro de la poesía y del cuento. En el corto espacio (según los chinos) de doscientos ochenta años se manifestaron un número incalculable de poetas y escritores que legaron un portentoso caudal literario. Un actual inventario precisa que cinco mil poemas y más de cuatrocientos cuentos de la dinastía Tang escaparon del olvido y de la destrucción para llegar a nuestros días, como testimonios de los extraordinarios valores que se produjeron en el apogeo de la vieja civilización china.

Si bien el origen del cuento en China se pierde en los albores de su historia, alcanzó a adquirir características definidas en la época de las Seis Dinastías (222-589), basándose en historias mitológicas, hechos o dichos de hombres célebres, etc. Más tarde aparecería el cuento como género literario, con el rigor conceptual y formal que en occidente es historia contemporánea, pero en China es historia bien antigua. De tal modo, en la dinastía Ming, el crítico literario Hu Yin-ling (1551-1602) establecía las características del género: "El período de las Seis Dinastías es rico en cuentos extraños. La mayoría de ellos no fueron inventados deliberadamente, sino que se basaban en simples relatos deformados por la tradición oral. Es solamente durante la dinastía l'ang que comenzaron a escribirse verdaderos cuentos creados por la imaginación de los escritores’'.

Los cuentos fueron extraídos de la antología Contes de la Dynastie des Tangs, Edition en langues etrangeres, Pekín, 1962, y vertidos al castellano por Bernardo Kordon

Ver, además:

                          El Gobernador del Estado Tributario del Sur , cuento de Li Kong-Tsuo (China)

                                                                                     Yen, la zorra encantada , cuento de Chen Ki-Tsi (China)

 

Cuento de Li Fou-yen


Publicado, originalmente, en:  Capricornio. Revista de Literatura, Arte y Actualidades (segunda época) Núm. 2  Agosto de 1965        

Capricornio. Revista de Literatura, Arte y Actualidades (segunda época) publicó tres números en Buenos Aires en 1965.

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/capricornio-no-2/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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