En torno a Los adioses de Juan Carlos Onetti

por Hugo J. Verani

¡Qué odioso es pensar que todo ha de

marchitarse, arrugarse y perecer!

(María Bashkirtsej).

Dentro de la extensa y compleja obra de Juan C. Onetti, su novela Los adioses, publicada en I954[1], se caracteriza por su unidad temática. Una constante de las novelas de Onetti es la estructuración del mundo narrativo de sus ficciones en torno a héroes problemáticos, que se enfrentan a un mundo desolado y determinista, ante el cual nada pueden hacer. En medio del abatimiento físico-moral, estos héroes, en su mayoría hombres maduros, intentan mitigar su angustia existencial, pero todos sus esfuerzos quedan irremediablemente frustrados: la fatalidad parece dirigir todas las acciones de los protagonistas de sus novelas. De estas novelas surgen una visión del mundo y de la vida en la que los valores del presente se conciben como falsos y despreciables, una obstinada destrucción de toda ilusión, y una falta de fe en la relación del hombre con el universo que lo rodea, que el mismo novelista uruguayo ha definido en una entrevista: “Todos los personajes y todas las personas nacieron para la derrota”[2].

En Los adioses, como en La montaña mágica de Thomas Mann, el personaje principal es un tuberculoso que va a las montañas a curarse; pero no estamos ante una novela humanística como La montaña mágica, donde al mismo tiempo que se analiza el alma de Hans Castorp se incluye gran variedad de elementos extra-narrativos: discusiones filosóficas, políticas, de astronomía, religiosas o de la naturaleza de la realidad. En Los adioses nos hallamos ante un pequeño mundo, sintético, sin erudición, reducido casi a la breve historia de un hombre que conocemos indirectamente a través del narrador principal. El protagonista, hombre enigmático, que no quiere reconocer su agonismo actual, aparece como un sobreviviente del ayer, preocupado por el paso irreversible del tiempo, por la cercanía de una muerte absoluta: la nada. Su enfermedad cumple en esta novela una función primordial —la de profundizar en la vida—; de este ahondamiento en su alma surge una peculiar concepción del mundo fundamentada en una obsesiva enajenación, rasgo anímico alrededor del cual se estructura la novela y cuyo estudio constituirá la parte central de este trabajo.

Con anterioridad la crítica había considerado Los adioses como una historia de amor. Emir Rodríguez Monegal, en su artículo “Una o dos historias de amor”, el más extenso dedicado a la novela hasta la fecha, dice: “Entre los tres [personajes], con los datos aportados por los tres, se va armando este relato que la solapa y una faja significativa puesta al volumen califican de Historia de Amor”[3]. Y más adelante repite: "En realidad, ésta es una Historia de Amor y no de Sexo... Lo que los une [a los personajes], en verdad esencial, es el Amor”[4]. Corrobora esta opinión el crítico norteamericano James East Irby en La influencia de Faulkner en cuatro narradores hispanoamericanos, donde se refiere a Los adioses como “esta doble historia de amor”[5]. Puesto que en nuestro trabajo discrepamos fundamentalmente con las opiniones expresadas arriba, nuestro propósito principal será, pues, determinar los contenidos del mundo narrativo onettiano y la naturaleza de los personajes que en él habitan, intentando señalar, hasta donde sea posible, la razón de ser de ambos: la implacable destrucción de todo lo existente en un mundo novelístico sin amor, si entendemos por amor una forma de comunicación, ausente ésta totalmente en Los adioses.

El título

El título de esta novela podría ser significante; todo plural indetermina, agrega elementos abstractos; por esta razón, estos “adioses” crean un aire romántico de velada nostalgia. Son los adioses de un hombre que espera sin esperanza su destino final, de un ente humano, antes joven y fuerte, víctima ahora de la tuberculosis, que viene a curarse a un pueblo en las sierras, y que con el suicidio se despide de la vida y de lo que lo une a ella. Es un “adiós” hasta la muerte, sin intención de forjarse esperanzas o de perdurar. No se plantea ningún problema del más allá. No hay constantes religiosas en la vida del protagonista, y aun la catedral, frente a la cual tomaba cerveza, carece de todo significado ulterior: “Yo lo imaginaba, solitario y perezoso, mirando a la iglesia como miraba la sierra desde el almacén, sin aceptarles un significado, casi para eliminarlos...”[6].

Por eso estos “adioses” son definitivos; documentan que la juventud ya pasó, y con ella, la vida. Este hombre no se desespera ante lo abstracto, la muerte, sino ante algo concreto, el pasado, el ayer irrecuperable y la juventud irreversible.. La pérdida del vigor físico, y el paso inevitable del tiempo, que tanta alienación y angustia producían a los personajes de una de las novelas mayores de Onetti, La vida breve, agobian también el temple de ánimo del personaje principal de Los adioses, a tal punto, que de la lectura de la novela podemos arribar a una conclusión desoladora —la inutilidad de la existencia. La preocupación por el paso del tiempo, el “rumor de la arenilla”[7], se nota hasta en los más pequeños detalles de la narración, los cuales agregan unidad temática y coherencia a la novela. Así vemos que cuando el protagonista viene a tomar cerveza al almacén del narrador se sienta bajo el almanaque[8], como sintiendo allí el peso del tiempo, y, cuando no lo hace, el narrador hace resaltar el acontecimiento: "no se acercó al almanaque"[9]. El tiempo se cierne por igual sobre otros personajes: la belleza de la muchacha joven es descrita como “transitoria belleza”[10]. También se refleja el tiempo cuando el narrador encuentra en casa del protagonista, después de su muerte, "un montón de diarios que no habían sido desplegados nunca[11], recurso que en forma paralela ya había sido usado, entre otros, por Azorín en su cuento “Sarrió” para simbolizar el desinterés por el presente, la desesperanza y el abandono[12].

Podríamos agregar que, al igual que en La vida breve, donde Onetti hace uso de una canción, “La vie est bréve”, en Los adioses también se incluye una canción como elemento significante y en cierta manera relacionado directamente con el contenido temático de la novela: "La vida color de rosa”. Esta canción representaría el pasado, ya muerto; oída en el presente es una ironía, pues ahora es el tiempo de “los adioses” definitivos entre los huéspedes de ese hotel serrano, alojamiento de tuberculosos:

Alguien tenía la ventana abierta en el primer piso del hotel; estaban bailando, se reían y las voces bajaban bruscamente hasta un tono de adioses, de confidencias concluyentes; pasaban bailando frente a la ventana, y el disco era “La vida color de rosa”, en acordeón[13].

El contenido del mundo

En Los adioses no se nomina nunca el protagonista[14]; desde la primera página se le llama a éste “el hombre”, "el nuevo”, "el tipo”; carece de esa primitiva individualidad que dan un nombre y un apellido, y está rodeado de gente que tampoco tiene nombre: su mujer, su hijo, su hija; tampoco lo tiene el narrador. Sólo los personajes más alejados de su mundo poseen nombre, entre los que resalta el Dr. Gunz, el médico que observa con frialdad el lento proceso de su condena. El héroe de la novela realista de la época moderna, que alcanzó su culminación como individuo en el siglo XIX, que exigía nombre y apellido, individualidad extrema, el desarrollo de su sicología particular; y que era caracterizado como un ser real y burgués, ha desaparecido porque el hombre ha dejado de ser héroe. Ahora es apenas un ente vivo en un mundo que no comprende. Sin embargo, Onetti no se aparta del realismo característico de la novela contemporánea; todo está particularizado y tiene su nombre distintivo (el genérico) —el almacén, el hotel, el sanatorio, el camino, el puente, la casa de las portuguesas. Pero el realismo de Onetti en Los adioses no es detallista, no se preocupa por realidades exteriores, por “trajes y muebles", según el acertado comentario de Ernesto Sábato al estudiar el realismo de la novela del siglo XIX; Onetti se interesa primordialmente en el estudio de determinantes sicológicos, y de allí arranca su realismo; y si no nomina a su héroe es por su función casi simbólica, de representante de “la condición humana en su totalidad"[15], y porque, en realidad, no necesita nombre para ser totalmente individualizado..

Este “hombre” atrae nuestra atención por encontrarse en una “situación límite", romántica, en una zona extrema entre la vida y la muerte. En la misma primera página el narrador nos lo describe como un hombre agonizante:

...me hubieran bastado aquellos movimientos sobre la madera llena de tajos rellenados con grasa y mugre para saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar voluntad para curarse[16].

Toda la novela es el desarrollo de esta agonía que se detiene en el instante final, por un acto volitivo: el suicidio. Se sobreentiende desde el principio que hay un único e ineludible fin a la desgarrante situación del protagonista: la muerte. Este trágico destino avanza firmemente desde la primera página, y este aspecto del tema divide el tiempo de la novela, la estructura narrativa de ésta y el mundo sicológico del protagonista en dos planos de realidad: un “ayer” y un “mañana”. El “hoy” es trivial, anecdótico; en él se pretende solucionar un problema irreversible, la muerte; por eso todos los movimientos del protagonista adquieren un aire de sobreviviente. Este "hombre” es el sobreviviente de un “ayer”, que se acerca fatalmente a un “mañana", la muerte, en su versión más desoladora: la nada.

El pasado contiene todas las características positivas de lo que fue este hombre; el futuro es lo desesperante. En el ayer hay una mujer y un hijo de cinco años, una hija mayor que la mentalidad pueblerina del narrador y demás testigos confunde con una amante. Esta hija sobreentiende otro pasado, apenas insinuado antes del desenlace final: “estuvo evocando nombres antiguos, de desteñida obscenidad, nombres que había inventado, mucho tiempo atrás para una mujer que ya no existía’’[17]. Esta mujer que ya no existía sería la madre de esa muchacha que acompaña al protagonista, su padre, y que gasta el dinero que había heredada en la curación de éste: “Heredó un dinero de su madre y tuvo el capricho de gastarlo en esto, en curarme”[18]. La madre de la hija del protagonista es vista en perspectiva en el tiempo y no crea asociaciones en el pasado de éste, ni se insinúan referencias personales; la vida es un pasar sin dejar huellas. Así como no se sentía atraído por esa mujer desaparecida o por su hija, tampoco demuestra afecto por su hijo o por su mujer actual. Es cierto que cuando su mujer viene a las sierras a verlo por primera vez el narrador dice: “Es como una luna de miel... Ahora es otro hombre; ...no pueden estar sin tocarse las manos, se besan aunque haya gente”[19]. Así mismo cuando bajaba la sierra con la hija, parecía “joven, sano”[20]. Pero estos breves instantes de aparente reencuentra con la felicidad, que coinciden con las fugaces visitas de su esposa e hija, son una especie de retorno inútil del pasado, ya superado, de lo que pudo haber sido su vida si no hubiera perdido el vigor físico.

La enajenación del héroe

Sin embargo, y a pesar de estos breves momentos de alegría durante el reencuentra con su familia, parecía que el “hombre” se amaba demasiado a sí mismo para poder amar a los demás. Su vida se apoyaba en algo efímero, la juventud y la salud física, y la pérdida de éstas es la esencia de su tragedia. La rutina de las dos cartas que recibía de su mujer y de su hija lo unen con su ayer y con el mundo, pero debemos fijar nuestra atención en los momentos de su vida anteriores al tiempo narrativo de la novela, que el protagonista rememora y destaca. Así podremos caracterizar mejor su temperamento y su relación con las dos mujeres.

Por presentársenos al “hombre” desde la periferia, o sea, desde el punto de vista del narrador-testigo, el “héroe” no posee existencia autónoma, y, por lo tanto, la esencia de la novela debe buscarse en las acciones del protagonista y en lo que dice, en los detalles que el narrador saca de la oscuridad, sin necesidad de que éste nos lo defina. El narrador impone su presencia y nos da una perspectiva, su “verdad”, que no tiene por qué coincidir necesariamente con la “verdad” del protagonista. Si nos atenemos a las palabras y a la imaginación siempre erótica del narrador estamos frente a una novela de amor (o de sexo), pero si juzgamos al “héroe” por sus propias acciones y palabras, el resultado es opuesto. Analicemos detenidamente el texto. Nos enfrentamos con un hombre hermético que se aísla de sus compañeros, que evita insistentemente todo tipo de relación con los enfermos de ese pueblo en las sierras[21], que intenta pasar inadvertido sentándose “en un rincón en penumbras”[22], que busca eludir el presente y hacerse, la ilusión de no estar enfermo con el simple hecho de no despachar las cartas en el pueblo, y emprender, a tal efecto, el viaje de una hora a la ciudad. Es el único hombre que va siempre vestido de sombrero y corbata, "sin concesiones al lugar y al tiempo”[23], como recordando su vida ciudadana. Estas predilecciones revelan su deseo de mantener contacto con algo ya pasado, con un imposible, y, a la vez, una empecinada voluntad de no querer aceptar la realidad actual. Pero cuando este hombre se reúne en el comedor del hotel con su mujer e hija, "como si fuera la noche más feliz de su vida, como si estuviera festejando”[24] comprendemos qué es lo que considera más intimo, más digno de rescatar de su pasado; durante ese reencuentro feliz se refiere por primera y única vez a su pasado; cerca ya de su muerte no habla de su amor por su familia, de la felicidad compartida, pero si habla con entusiasmo, ‘‘gol por gol”, de su último partido de básquetbol con los norteamericanos. El narrador reflexiona sobre el significado de esta acción:

¿Por qué había elegido él, entre todas las cosas que no le importaban, la historia del partido de básquet? Lo veía enderezado en el taburete del bar, dispersando a un lado y otro el insignificante relato de culpa, derrota y juventud. Lo veía eligiendo, como lo mejor para llevarse, como el símbolo más comprensible y completo, la memoria de aquella noche en el Luna Park...[25].

La elección de ése partido de básquetbol como elemento digno de destacar de su pasado ejemplifica la tesis principal de este trabajo: la. obsesiva enajenación, el egocentrismo de un hombre que "habla vivido apoyado en su cuerpo, había sido, en cierta manera, su cuerpo"[26]. Ya se nos había insinuado que la tragedia del protagonista no provenía de la cercanía de la muerte, sino de algo más intimo:

La muerte no era bastante, la dase cíe susto que él mostraba con los ojos y los movimientos de las manos no podía ser aumentado por la idea de la muerte ni adormecido con proyectos de curación[27],

Y más adelante, en una escena significativa, este personaje hermético e introvertido, demostrará de manera indirecta su egotismo al considerar su pasado como lo único vigente. Una vieja de la sierra se acerca a la ventana del chalet de las portuguesas y lo ve desnudo mirándose al espejo, pero no para admirar su cuerpo actual, sino para documentarse sobre el progreso de su enfermedad, lo irreparable del ayer que ya murió, y la trágica realidad de su destino. Esta escena estructurada sobre la base del mito antiguo de Narciso^ frente al río (aquí un hombre desnudo frente a un espejo), aparece como síntesis y culminación de todos los elementos anteriores que indicaban cierto egotismo:

El hombre, solo, de pie, desnudo, se miraba en el espejo de un armario; movía los brazos, adelantaba una sonrisa curiosa, de leve asombro.., Se había desnudado lentamente frente al armario para reconocerse, esquelético, con manchas de pelo' que eran agregados convencionales y no intencionadamente sarcásticas, con la memoria insistente de lo que había sido su cuerpo, desconfiado de que los fémures pudieran sostenerlo y del sexo que colgaba entre los huesos[28].

Paralela a esta escena por su riqueza sugerente es aquella otra en que “el hombre” lleva a su hijo al depósito de basuras y se echan en medio de los desperdicios. El desastre del mundo espiritual trae consigo el derrumbe de las cosas físicas. El "hombre” se ve a sí mismo en ese basural y niega con su acción las ilusiones románticas de la “inmortalidad”, de la perduración en la carne; al “hombre” no le preocupa la posible perduración en la tierra a través de su hijo, que también parecía estar enfermo[29], y a quien nunca le dirige una sonrisa, ni se siente atraído por él. Solamente una vez a lo largo de la novela, lo vemos, en cierta manera, asumir su función de padre; pero al llevar a su hijo a pasear al depósito de basuras del hotel en que vivía demostró con su acción que no se siente instintivamente vinculado a él; parecería que su futuro se redujese a formar parte de los desperdicios que lo rodean:

Se tiró en camisa al sol, con el sombrero en la cara, arrancando sin mirar yuyos secos que masticaba mientras el chico se trepaba por las piedras. Podía resbalar y romperse el pescuezo. Y el tipo, véalo, tirado al sol con el saco por almohada, el sombrero en los ojos, casi al lado del montón de papeles, frascos rotos, algodones sucios, como un cerdo en su chiquero, sin importarle nada de nada, del chico[30].

La presencia del protagonista en el depósito de basuras del hotel adquiere categoría de constante novelística, de idea fija dentro de la estructura de la novela y sirve para ilustrar la problemática del personaje principal. Seis veces el narrador menciona que el protagonista repite la acción de "inspeccionar” la basura[31]. Este acto es tan repetitivo que el narrador se sorprende cuando no lo realiza: "Pero una siesta en vez de ir a inspeccionar la basura...”[32]. Más adelante el narrador nos cuenta que "el hombre” había alquilado “el chalet de las portuguesas” y se asombra de que haya preferido. uno desde cuya "galería estuviera obligado a contemplar casi el mismo paisaje que recorría por las tardes: el puente sobre las piedras del rio seco, el depósito de basuras del hotel”[33].

Este hombre alto, de anchos hombros, de casi cuarenta años, ha perdido su vigor físico y su juventud; la época de triunfo personal, cuando era el mejor jugador de básquetbol, ha pasado. Su vida le ha demostrado que nada es real ni perdurable, que nada se repite y que “es inútil dar vueltas para escapar al destino’’3[34]. Al hombre sólo le queda contemplar su ruina, su ex cuerpo perfecto de basquetbolista, y arrojarse a la muerte, como quien se tira a un basural. Sin nadie a su lado, muere como ha vivido, con la compañía de sí mismo. Ni siquiera a su hija, convertida en enfermera, le permite compartir el momento de su agonía, y se suicida solo. Se escapa- del hospital, y vuelve al chalet de las portuguesas: “Al hombre no le quedaba otra cosa que la muerte y no había querido compartirla"[35].

Expectativa por el desenlace

El tema de la novela tiene también su dosis de expectativa, que se soluciona en forma tradicional: la infidencia del narrador que lee una carta y se entera del principal enigma. Al ser narrada la novela a través de ese testigo, quizás esta artimaña algo simplista, sea el único recurso que le quedaba a Onetti para resolver el misterio. Sin embargo, no es del todo inesperada {a acción del narrador porque ya desde el comienzo de la novela nos hace participes de su curiosidad y prepara al lector:

Tal vez el hombre me creyera lo bastante interesado en personas y situaciones como para despegar los sobres y curiosear en las maneras diversas que tiene la gente para no acertar al decir las mismas cosas. Tai vez también por esto iba a despachar sus cartas en la ciudad, y tal vez no fuera sólo impaciencia que a las pocas semanas empezó a venir al almacén, alrededor del mediodía, poco después del momento en que el chofer del ómnibus me tiraba la bolsa, flaca y arrugada, de la correspondencia[36].

Ese enigma de las relaciones del hombre con esas dos mujeres le da a casi todo el desarrollo de la novela un cierto aire del tradicional “menage á trois" francés. Para los ojos del narrador y de los demás habitantes del pueblo, la presencia de estos tres personajes mantiene, durante todo el desarrollo anecdótico, el carácter de un problema entre esposos y amante; esta relación se oscurece aún más cuando a través del diálogo entre la esposa del protagonista y la sirvienta se insinúan las relaciones de amante que la muchacha parecía mantener con el “hombre”:

Si usted me viera, así, como ahora, sin saber nada de mí... ¿Le parece que soy una mala mujer? 'Por favor, señora’, le dije. ‘En todo caso, la mala mujer no es usted’.[37]

El narrador no aclara, nadie aclara; se desea mantener la expectativa hasta el final, y sólo cuatro páginas antes de cerrarse la novela el narrador lee la carta de la esposa del protagonista, que se había “olvidado” de entregarle a éste, y se resuelve el misterio:

Y qué puedo hacer yo, menos ahora que nunca, considerando que al fin y al cabo ella es tu sangre y quiere gastarse generosamente su dinero para devolverte la salud... Y no puedo creer que vos digas de corazón que tu hija es la intrusa siendo que yo poco te he dado y he sido más bien un estorbos[38].

Al convertirse la muchacha en hija, el “hombre” casi ya no tiene pasado ni futuro, porque la muchacha que es hija y no amante cierra toda posibilidad de amar casualmente a otra mujer; solamente tiene la gloria de haber sido famoso deportista a la que se aferra, y allí trasplanta todo su ayer. El héroe es un hombre desnudo de anécdotas de pasión (varias veces se sueña con la lujuria del hombre y la muchacha, pero es imaginación del narrador). Este hombre se aferra obsesivamente a su gloria juvenil y deportiva, parece no haber logrado amar nunca totalmente a otro ser y se suicida ante su ruina física, a pesar de ser factible su curación.

Función de la enfermedad

Dentro  del tema hasta aquí presentado podemos señalar otro rasgo: la enfermedad, síntoma de descomposición del mundo. Es oportuno mencionar brevemente su función en Los adioses y en otras novelas del mismo autor. Onetti parece sentir predilección por las enfermedades que carcomen, que destruyen el organismo o el alma, como el cáncer, la tuberculosis o la locura. En La vida breve, Gertrudis sufre de cáncer en un pecho; en Una tumba sin nombre, Rita tenia “los pulmones rotos", y se insinúa cáncer. En El astillero, Jeremías Petrus es enfermo psíquico y también lo es su hija Angélica Inés; y en Junlacadáveres, la viuda Julita enloquece. Todas estas enfermedades agregan elementos de gran patetismo a unos héroes que se caracterizan por su constante declinación y desintegración físico-moral en un mundo que también se desmorona.

El protagonista de Los adioses es un tuberculoso que va a curarse a unas montañas indeterminadas; aunque nunca se nos precisa su enfermedad, es indudable que está enfermo de los pulmones. Se nos dan varias características de esta enfermedad y del tratamiento seguido en época previa al descubrimiento de la penicilina: la acción reconfortante del aire de las montañas, la quietud necesaria para recuperarse, el enflaquecimiento, la tos, las inyecciones diarias y, la más importante, la fe en curarse cumpliendo estrictamente con el régimen ordenado. Por eso el narrador, que posee la cualidad de predecir si la enfermedad será mortal, nos dice que no se va a curar, porque no tenía ‘‘voluntad para curarse”[39], “porque no le importa curarse”[40], no porque le fuera imposible sino porque no creía en “el valor, en la trascendencia de curarse”"[41]. Como el “hombre” ha sido derrotado en lo que él considera esencial de su vida, no da valor a nada más.

Pero en Los adioses el proceso de la enfermedad cumple una función: la de profundizar, de hacer más intensa la vida interior. Aparece como derivado menor de las tesis planteadas por Fedor Dostoiewsky en Crimen y castigo, donde lo patológico es una forma superior de profundizar en la vida, de descubrir secretos, de abrir el mundo y de comunicarse con potencias superiores, extrañas al hombre:

Las visiones son, por así decir, jirones o trozos del otro mundo en el que yace su principio. No hay ninguna razón, entendámonos, para que un hombre sano pueda advertirlas, puesto que un hombre sano es ante todo de aquí, de la tierra, y en consecuencia llamado a vivir la única existencia de aquí abajo, por el orden y la armonía. Pero apenas se enferma, en cuanto el orden normal sufre una perturbación en su organismo, he aquí que de pronto se deja entrever la posibilidad de otro mundo, y cuanto más enfermo está, mayor es el contacto con el otro mundo[42].

Una idea de gran longevidad que alcanza nuestros tiempos, y aparece expresada en la novela Coronación, del chileno José Donoso:

¿Su abuela, entonces, a pesar de su locura, vio algo que él no se había atrevido a ver? ¿Podía ser que la locura fuera la única manera de llegar a ver hondo en la verdad de las cosas?[43].

En la novela de Juan C. Onetti la enfermedad no pone al “hombre” en contacto con realidades extrahumanas, pero cumple idéntica función iluminadora porque da al “hombre’' una serena tranquilidad, una sensación de calma que le permite meditar sobre su pasado; es el contacto necesario para cambiar del "ayer" al “hoy” y hacer al “hombre” más hombre, si aceptamos las tesis existencialistas de que la dosis de angustia aumenta en' relación directa con la autenticidad del vivir.

El ayer representa la única forma posible de vivir: el hombre era serio, deportista, alegre. Pero ahora que está enfermo se vuelve más retraído, agobiado, casi no habla, medita sobre su pesarosa existencia actual. La enfermedad le pone en contacto con una nueva manera de ser hombre, aunque en este caso es para sumirlo en una muda desesperación, porque su ideal de vida todavía sigue siendo el ayer: la juventud, el deporte.

Este hombre enfermo tiene una "fijación” en el ayer y total indiferencia por el mañana, pero no posee ni pasado ni futuro; es un ser en “disponibilidad”. Por eso nada lo conmueve, nada lo saca de su determinismo, de su fatalidad, ninguna anécdota puede cambiar su vida. Es casi un símbolo del hombre perdido entre fuerzas exteriores. Poseía un cuerpo hermoso y la enfermedad se lo destrozó; la vida le dio mujer e hijos, pero ellos no son más que meros eslabones de una cadena para poder seguir viviendo. En cierta manera, este “hombre" es un personaje típico de la literatura existencialista contemporánea, condenado al fracaso o a la frustración.

Estructura narrativa

El narrador básico de Los adioses relata un episodio de breve duración que comienza con la llegada de un hombre enfermo a un indeterminado pueblo de las sierras. Abandona la narración inmediatamente después del suicidio del protagonista. La llegada de este “hombre”, cuya juventud ya viene declinando, coincide con un “declinante día de primavera”[44] y su agonía termina en pleno invierno, sintiéndose el héroe “friolento”[45], como si ya no le quedase casi vida, y el narrador, “temblando de frío”[46], “balanceándome para entrar en calor”[47]. Estas circunstancias parecen sugerir cierto paralelismo sicocósmico entre la vida del héroe y la naturaleza, entre esa aparición en los declinantes días de su juventud (ya tenía casi cuarenta años) y su muerte desolada en una época en que “el frío se estaba haciendo palpable”[48], en que él y su hija “siguieron encerrados en la casita hasta principios del invierno”[49].

Este narrador, propietario de un almacén y bar, de vida monótona y oscura, cuyo único entretenimiento parece ser la discusión de las “variantes ortográficas de los apellidos patricios”[50], elige entre parroquianos a un hombre enfermo, y lo distingue entre todos los hombres que pudieron haber pasado por su almacén. Es un hombre marcado ya por la tisis, al que se siente atraído melancólicamente, quizás por haber estado él mismo enfermo y vivir desde hace doce años con tres cuartos de pulmón[51]; no se conmueve exteriormente ante el destino de “su creación”, relata con sobriedad, pero sí se conmueve interiormente ante la segura derrota física de este hombre, por quien demuestra simpatía, desde los dos primeros párrafos de la novela, que comienzan con una sucesión anafórica:

Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidades y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada...[52]

Quisiera no haberle visto más que las manos, me hubiera bastado verlas cuando le di el cambio de los cien pesos y los dedos apretaron los billetes, trataron de acomodarlos y, en seguida, resolviéndose, hicieron una pelota achatada y la escondieron con pudor en un bolsillo del saco;...[52]

La figura de este narrador básico ejerce total dominio sobre el material narrativo que configura la novela. El lector no se enfrenta directamente al contenido del mundo novelístico sino a través del relato en primera persona de este testigo presencial, intermediario entre la ficción y el lector, que no se limita solamente a comunicar la historia que él mismo ha presenciado. Continuamente colorea lo narrado con su imaginación y crea cierta ambigüedad respecto al contenido del mundo que nos presenta. No es de extrañar que así lo haga, puesto que en general la narrativa contemporánea tiende a favorecer la limitación de la capacidad interpretativa del narrador, y a incluir su figura en la ambigüedad e incertidumbre del mundo que nos rodea[53].

Uno de los recursos que emplea el narrador para ampliar el conocimiento de ese mundo desconocido es su relativa omnisciencia. Sabe más de lo que un hombre puede saber, posee una memoria e imaginación que transforma acciones triviales en significantes. También describe escenas que sólo su imaginación pudo haber visto, como, por ejemplo, la juventud del hombre en su época de basquetbolista [54]; intuye, además, los movimientos del hombre dentro de su habitación cuando regresa de la dudad con las cartas[55], y dentro de su pieza en el sanatorio, en los instantes culminantes de la novela[56]. Asimismo, transcribe el diálogo entre marido y mujer dentro de su habitación en el hotel[57], e inventa una relación entre el protagonista y la muchacha que su visión imaginaria colorea eróticamente[58]. Es profético con respecto a la segura muerte del "hombre", esa “hora de la derrota que yo había profetizado”[59] y aún es capaz de captar e interpretar los pensamientos más íntimos de los personajes, como los de la mujer cuando se enfrenta con la hija de su marido[60]. Si bien este narrador posee un poder reflexivo desarrollado, una casi omnivisión, no deja de ser un hombre común, un simple almacenero sin importancia social: en el ambiente en que se desenvuelve; evita colocarse en un plano superior y dramático, nos habla en primera persona para darle verosimilitud a una acción de la que fue testigo presencial. La elección de este narrador sin prestigio social consigue el efecto de desidealizar la vida cotidiana del hombre. Esta convención, por lo tanto, enmarca más la narrativa en los cánones de la novelística contemporánea: vina acción vulgar, un héroe vulgar, una narración hecha por un hombre vulgar.

La capacidad conocedora del narrador es limitada por la movilidad del protagonista que se traslada del hotel al chalet de las portuguesas, del pueblo a la ciudad, perdiéndosele de vista. Todos aquellos acontecimientos que son parte de su observación o de su fantasía los presenta en forma directa, pero para contar aquello de que no ha tenido inmediato conocimiento o no ha intuido, se basa en discursos "numéricos" (en el sentido de representación de lo apofántico)[61] en los que repite confidencias de otros testigos —el enfermero, la mucama del hotel, la vieja de la sierra— personajes que el narrador básico introduce en la narración y que, por lo general, se expresan a través de su narración lineal. Pero no siempre es así; la relación de los acontecimientos vistos por estos narradores dependientes no es continuamente indirecta (a base de "contó el enfermero”, “decía la mucama”, "confirmaba”, "insistía", etc.), sino que incluye diálogos directos del narrador básico con los demás personajes, un breve diálogo entre la mucama y la mujer del protagonista[62], y dos diálogos entre los cónyuges[63]. Pero a pesar de estos diálogos los demás testigos no alcanzan la categoría de narradores independientes y su presencia en la novela está siempre gobernada por la figura del narrador básico. La motivación estructural de estos diálogos entre el narrador y los demás personajes quizás se haya debido al interés del Yo estructurador en ampliar el conocimiento del lector y, principalmente, para añadir nuevos elementos al realismo de la acción trayendo al primer plano lo que está sucediendo frente a nosotros; abandona la monotonía de la narración lineal y espacial y nos traslada al presente de la ficción, porque, si bien todo forma parte del “ayer absoluto", actualiza la anécdota con estas escenas vitales.

Estructura temporal

Por estar la narración de Los adioses en primera persona, la presencia del narrador básico gobierna el desarrollo del tiempo y, por esto, se pueden distinguir cuatro tiempos narrativos: un “ayer absoluto” un "presente absoluto”, y otros dos tiempos narrativos, más remotos, qüe podrían separarse en dos: el tiempo engendrado por la imaginación del narrador y el pasado histórico.

El ayer es el "tiempo absoluto’’ de la novela. Este “ayer” posee límites precisos, que son los acontecimientos desarrollados desde que aparece el “hombre” por primera vez hasta su muerte final. Desde la frase inicial, “Quisiera no haber visto del hombre...”[64], hasta las últimas palabras de la novela, los tiempos verbales aparecen abrumadoramente en el pasado:

Estuvo inmóvil, sin lágrimas, cejijunta, tardando en comprender lo que yo habla descubierto meses atrás, la primera vez que el hombre entró en el almacén —no tenia más que eso y no quiso compartirlo—, decorosa, eterna, invencible, disponiéndose ya, sin presentirlo, para cualquier noche futura y violenta[65].

Esta “noche futura y violenta" que cierra el libro ya no pertenece a la novela y se refiere a la propia vida futura de la hija - del hombre muerto, a la condena que le espera, ya sabida de antemano. Un futuro de ultratumba es inexistente para el protagonista y parece que se nos dijera que ahora es ella quien tendrá que hacer frente a la vida pasajera, al tiempo que sigue su camino inexorable y todo lo destruye. En Onetti “cada vida es una condena retroactiva, predeterminada”[66], una serie de repeticiones, de “vidas breves" y de “adioses” que culminan siempre en la insatisfacción.

Al referirnos a la estructura narrativa habíamos dicho que el narrador básico ejerce total dominio de la narración; lo confirma el uso casi exclusivo de tiempos verbales en pasado que le dan al narrador cierta perspectiva temporal con lo narrado, y que no le limitan su conocimiento del material ficticio, como en las novelas en que el narrador va creando su mundo en el presente y restringe, con el uso de ese tiempo verbal, con su contemporaneidad con el lector, su capacidad de conocimiento y de interpretación; por ejemplo, en extensos fragmentos de La casa verde, de Mario Vargas Llosa.

El “presente absoluto” es el del diálogo y deriva de transposiciones y dependencias directas del “tiempo absoluto”, el ayer. Dentro de este “presente absoluto” hay. secuencias temporales pasadas que pertenecen al tiempo real del narrador básico, que a veces vuelve, al presentarnos el presente, a escenas que se refieren al ayer remoto, por ejemplo, ese partido de básquetbol que tanto le interesa al protagonista; otras veces vuelve a sucesos del ayer cercano:

—Estaba desahuciado aunque, claro, nunca se lo dijeron. Usted sabe cómo es. Hacía veinte días que estaban en el sanatorio y lo teníamos a quietud, con inyecciones[67].

El "muerto” está en el presente del narrador, él lo está miranda cuando dialoga con el enfermero, pero este "hoy" del diálogo y del muerto se refiere a un ayer próximo, "hacía veinte dias”, que entra dentro del tiempo absoluto de la novela, el ayer: los tiempos verbales en boca del narrador —"estaba”, “hacía”, “teníamos”—, lo confirma.

Como ya hemos adelantado, existen dos tiempos narrativos remotos; uno es el tiempo engendrado por la imaginación del narrador básico, de los hombres del pueblo y parroquianos del almacén, que por momentos se imaginan aventuras amorosas del protagonista y creen ver historias pasadas:

Me era fácil imaginar la noche que tenían a las espaldas, me tentaba, en la excitación matinal, ir componiendo los detalles de las horas de desvelo y de abrazos definitivos, rebuscados[68].

Imaginaba la lujuria furtiva, los redamos del hombre, las negativas, los compromisos y las furias despiadadas de la muchacha, sus posturas empeñosas, masculinas[69].

El otro tiempo narrativo remoto es el pasado histórico, en que se insertan detalles de la vida pretérita del protagonista, los cuales integran, como bolsones de tiempo de un ayer remoto e indeterminado, los recuerdos que el protagonista trae del ayer. Este pasado histórico, el ayer anterior aj "tiempo absoluto" de la novela, se presenta lleno de misterio, es casi un enigma, que se soluciona, en parte, cuando el narrador básico descubre, con su infidencia de leerle la correspondencia al protagonista, la identidad de la muchacha que viene a acompañar al “hombre”.

El “ayer” del protagonista es borroso, enigmático, y está cargado de misterios indescifrables, pero en ese pasado tenemos la clave del “hoy”. Las motivaciones vivenciales del “hombre", su comportamiento en las sierras, y esas escenas que anteriormente destacamos, especialmente su exhibición desnudo frente al espejo y sus repetidas visitas al depósito de basuras, se iluminan gracias a los pocos datos de ese "ayer” que poseemos: su interés en rememorar y destacar su último partido de básquetbol y el silencio que mantiene ante el resto de su pasado.

En conclusión se puede afirmar que en el ayer remoto y perdido se centraliza la felicidad del protagonista, y del "hoy” enfermo emana su melancolía. Su alineación proviene del paso del tiempo y de la seguridad de que su angustia se continuará hasta el infinito, que nunca se producirá el anhelado retorno al pasado, a la juventud.

La intencionalidad artística de Los adioses parecería ser la representación de la vida al nivel real de lo cotidiano. Este enfoque sugiere que en cualquier lugar puede el hombre enfrentarse a los problemas esenciales de su existencia: amor, enfermedad, dolor, muerte.

El novelar de Juan Carlos Onetti es una constante inmersión en lo cotidiano, en lo antiheroico, un descubrir un mundo extraño y propicio a la reflexión sobre la existencia humana, un mundo sórdido que nos rodea insistentemente con su vulgaridad, pero que oculta elementos profundamente dramáticos. Deslumbrada por la creación en sí, consigue hacernos partícipes de ese mundo teñido de vulgaridad, ayudándonos con ciertas claves que él desliza en el transcurso de Los adioses. De esta suerte, nos hace testigos del terrible aniquilamiento de un hombre joven y deportista que muere marcado por un destino que concibe como implacable y es derrotado en lo que más amaba, su vigor físico, sostén y orgullo de su existencia. Estamos frente a un hombre cuya vida presente carece de motivaciones, que vive como un extraño en un mundo que no entiende, y de quien también se podría decir, como Nathalie Sarraute ha dicho de los héroes de Kafka, que se enfrenta a su destino implacable con pasividad desesperante[70].

Notas:

[1] Juan C. Onetti, Los adioses, Buenos Aires, Sur, 1954. 88 páginas. Todas las citas son de la segunda edición, Montevideo, Arca, 1966, 83 páginas. En 1967 Arca publicó una tercera edición.

 

[2] María Estlier Gilio, Onetti y sus demonios interiores Marcha, 1º de julio de 1966, p. 25.

 

[3] Emir Rodríguez Monegal, Narradores de esta América, Montevideo, Alfa, s. f., p. 174.

 

[4] Ibid., p. 176.

 

[5] James East Irby, La influencia de Faulkner en cuatro narradores hispanoamericanos, México, edición mimeográfica, 1956, p. 106.

 

[6] Juan C. Onetti, Los adioses, p. 12.

 

[7] lbid., p. 14.

 

[8] Ibid., pp. 14, 15.

 

[9] lbid., p. 21.

 

[10] Ibid p. 58. La transitoria belleza es uno de los rasgos distintivos de la novelística de J. C. O., la belleza nunca es permanente y su pérdida, sea por vejez, enfermedad, embarazo o prostitución, produce un sentido de rechazo y repulsa en los héroes onettianos.

 

[11] , p. 81.

 

[12] Martínez Ruiz, José (Azorín), “Sarrió” Obras selectas, Madrid. Biblioteca Nueva, p, 330: “un rimero de periódicos de la provincia con las fajas intactas".

 

[13] J. C. Onetti, op. cit., p. 41.

 

[14] Solamente sabemos que el hombre tendría un apellido con dos zetas y una de las mayúsculas equivaldría a la letra J, clave de "fa": “Eran dos los tipos de sobres que le importaban. Uno venía escrito con letras de mujer, azul, ancha, redonda, con la mayúscula semejante a un signo musical, las zetas gemelas como números tres", (p. 15)

 

[15] Jean-Paul Sartre, ¿Qué es la literatura? Buenos Aires, Losada, 1962. p. 191.

 

[16] Ibid., p. 9.

 

[17] Ibid. p. 60.

 

[18] Ibid., p. 73.

 

[19] Ibid. p. 24.

 

[20] Ibid., p. 60.

 

[21] Los clientes de Gunz y Castro volvieron a individualizar en seguida, con más exasperación que antes, cada una de las cosas que los separaban del hombre; y sobre todo, volvieron a sentir la insoportable insistencia del hombre en no aceptar la enfermedad que había de hermanarlos con ellos”, p. 70.

 

[22] Ibid., p. 15.

 

[23] Ibid., p. 27.

 

[24] Ibid., p. 63.

 

[25] Ibid., pp. 65-6.

 

[26] Ibid. , p. 23.

 

[27] Ibid., p. 26

 

[28] Ibid., p. 74

 

[29] Ibid., p. 59

 

[30] Ibid., p. 67 - 8

 

[31] En las páginas 18, 19, 21, 24, 59, 67-8.

 

[32]  Ibid., p. 19

 

[33] Ibid., p. 80

 

[34]  Ibid., p. 46

 

[35]  Ibid., p. 80

 

[36]  Ibid., p. 14

 

[37]  Ibid., p. 65

 

[38] Ibid., p. 78 - 9

 

[39]  Ibid., p. 9

 

[40]  Ibid., p. 12

 

[41] Ibid., p. 11

 

[42] citado por Dimitri Merejkoivsky, Dostoiewsky: el profeta de la revolución rusa, Buenos Aires, Ed. Argonauta, p. 85.

 

[43] José Donoso, Coronación, Santiago, Nascimento, 1957, p. 151.

 

[44]  Ibid., p. 11

 

[45] Ibid., p. 77

 

[46] Ibid., p.80

 

[47] Ibid., p. 82

 

[48] Ibid., p. 76

 

[49] Ibid., p. 69

 

[50] Ibid., pp. 14 - 15

 

[51] Ibid., p. 10

 

[52] Ibid., p. 9

 

[53] Para un excelente análisis de la figura del narrador en la novela moderna y contemporánea, véase Ccdomil y Goió, La novela chilena. Los mitos degradadast Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1968.

 

[54] Onetti, op. cit., pp. 23-4.

 

[55] Ibid., pp. 15

 

[56]  Ibid., pp. 78

 

[57] Ibid., pp. 16

 

[58] Ibid., pp. 42 y sig., 60, 70, 76, 78

 

[59] Ibid., pp. 53

 

[60]  lbid„ pp. 57-8.

 

[61] Véase Félix Martínez Bonati, La estructura de la obra literaria, Universidad de Chile, 1960, pp. 45-55.

 

[62] Onetti, op. cit., p. 65.

 

[63] lbid., pp. 58 y 61.

 

[64] Ibid., pp. 9

 

[65] Ibid., pp.83

 

[66] Luis Harss, Los nuestros, Buenos Aires, Sudamericana, 1966. p. 237.

 

[67] Ibid., pp. 82

 

[68] Ibid., pp. 76

 

[69] Ibid., pp. 78

 

[70] Nathalíe Saraute L’ére de soupçon, París, Gallimard, 1966, p. 63.

 

Ensayo de Hugo J. Verani

 

Publicado, originalmente, en: Anales de la Universidad de Chile Núm. 145 (1968): año 126, ene.-mar., serie 4

Anales de la Universidad de Chile es una publicación editada por la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones - Universidad de Chile

Link del texto: https://anales.uchile.cl/index.php/ANUC/article/view/23594 / Doi:10.5354/0717-8883.1968.23594
 

Ver, además: 

                       Juan Carlos Onetti en Letras Uruguay

 

                                                       Hugo J. Verani en Letras Uruguay

 

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