A treinta años de La sombra Recuerdos de bibliotecario |
Por
estos días se cumplen tres décadas de la publicación de mi primer
cuento editado, La sombra. No
creo que por entonces tuviera conocimiento del arquetipo
creado por Carl Gustav Jung para definir a ese otro ser que habita
en las profundidades de nuestro psiquismo, pero sé que en la biblioteca
de casa había un libro suyo sobre la simbología del inconsciente. No
puedo recordar si fue primero la lectura del libro o la escritura del
cuento, pero estoy seguro de que no fue motor de inspiración. Por
entonces (en mi juventud montevideana) había tenido mi primera
experiencia de psicoanálisis. Ahora,
en mi madurez porteña, por alguna razón el cuento volvió a estar
presente como foco de atención. La otra noche, conversando con mi amiga
Marisa, que había venido a cenar a casa, contó que pocos días atrás
había estado en la Feria del Libro, donde asistió a una conferencia
sobre arquetipos junguianos y nos mostró una revista donde aparecía
un artículo que trataba del tema de la “sombra”. No pude menos que
sorprenderme de las casualidades ya que yo venía elaborando un primer
borrador de estas líneas para enviárselas a Carlos Echinope, el hercúleo
y nunca apoyado hacedor del sitio de internet Letras Uruguay, donde mi
cuento figura desde hace un par de años, con motivo del quinto
aniversario de su creación. El
origen del cuento se remonta a una de las mujeres que más me estimuló en
la profesión bibliotecaria, la señorita Lucía Botta, directora de la
biblioteca donde yo comencé a trabajar a los veintiún años. Ella
entonces apenas pasaba los sesenta; delgada, con nariz aguileña y
anteojos de aumento, cuya armazón imitaba la forma de los ojos de los
gatos, representaba el estereotipo de la solterona, estado civil del cual
se declaraba orgullosa. Desconfiaba de los hombres desde su adolescencia
cuando fue testigo del suicidio de una amiga. Todavía recordaba la agonía
sufrida por la chica, y como la espuma que despedía su cadáver,
consecuencia del veneno ingerido, desbordaba el ataúd y caía por el
piso. Al escuchar su relato me parecía ver la imagen de la desgraciada
doncella yacente, envuelta en tules, vomitando una interminable catarata
blanca. Y más tarde, me ha parecido volver a verla alguna vez, leyendo un
cuento de Gabriel García Márquez. El andar de Lucía era rápido y
silencioso, calzaba zapatos de taquito muy bajo y de estilo Guillermina,
con una pulserita y un botón al costado. Nos sorprendía de pronto,
apareciendo a nuestro lado, y si encontraba a alguien fumando, su rezongo
era como una golpiza. ¡Ya había pasado por un incendio en la biblioteca
y no estaba dispuesta a pasar por otro! Gritaba fuera de sí. Había fotos
en revistas de la década del sesenta que mostraban a varias
bibliotecarias que todavía trabajaban allí, secando libros,
introduciendo hojas entre las páginas empapadas por las mangueras de los
bomberos, al lado de gigantescos ventiladores. No vacilo al considerarla
una pionera, poco conocida, de la bibliotecología uruguaya; sus ideas
acerca de las bibliotecas y la computación, por ejemplo, eran
verdaderamente de avanzada, y confieso con cierto pudor, que muchas de las
chicas y yo mismo, a veces nos reíamos de sus proyectos. De ella fue la
idea de una red de bibliotecas comunicadas por la informática, el acceso
a bases de datos remotos, el uso del télex y el fax, aparato éste último
que apenas se conocía en Uruguay de fines de los setenta. Durante unos
meses estuvimos enviando télex -(yo mismo era uno de los encargados de
operar el antiguo aparato de madera y vidrio, luego sustituido por uno más
moderno, similar a las computadoras de escritorio de la actualidad)- y
cartas a distintas universidades del mundo para ver si tenían aparato de
fax, para poder enviar y recibir artículos que necesitaban los médicos,
como forma de acelerar los tiempos del intercambio de bibliografía
especializada. Las respuestas fueron escasas, alguna de Japón y otras de
Estados Unidos, las demás informaban que todavía no usaban ese aparato.
En estos tiempos de un avance vertiginoso de las tecnologías de la
información a nadie le llamarían la atención sus ideas pero pasaron más
de treinta años de cuando ella soñaba con la posibilidad de
teleconferencias, digitalización de textos y toda suerte de recursos que
nos sonaban a ciencia ficción. Un extenso periplo por las bibliotecas
universitarias norteamericanas, a principios de la década del sesenta, le
había abierto la cabeza respecto del desarrollo que era necesario en el
ámbito bibliotecario. Lucy
–como la llamábamos casi todos los colaboradores más cercanos- llegaba
de su casa con un abultado portafolio de cuero marrón y sacaba el diario donde
ya aparecían recuadrados con birome azul distintos artículos y noticias.
Siempre
estaba recortando rectángulos y tiras del diario que luego distribuía
entre los potenciales interesados. En forma meticulosa, con una enorme
tijera que centelleaba con la luz del sol entrando por los altos
ventanales que daban a avenida General Flores, en su oficina situada
debajo de uno de los cuatro torreones del edificio; en su feudo de
papeles, carpetas y expedientes, flanqueada por anaqueles de libros
encuadernados en negro que parecían trepar al cielo, recortaba los
pedacitos de papel impreso y los sujetaba con los clips de metal, sobre
los que anotaba los nombres de los destinatarios. Ella había leído
alguno de mis cuentos y tenía confianza en mi futuro. Me alentaba a
estudiar bibliotecología para que cuando me recibiera pudiera irme con
una beca a París, donde podría perfeccionarme en la profesión y
desarrollar una carrera literaria. París, parecía seguir siendo para los
rioplatenses, la meca de los aspirantes a escritores, como lo había sido
desde finales del siglo XIX. Tres años más tarde, cuando me recibí de
bibliotecólogo, la posibilidad de esas becas se había desvanecido en
manos de la burocracia que también controlaba la dictadura militar, y ya
no estaban destinadas a los bibliotecarios. De todas maneras, hubo un
premio consuelo: una beca de dos meses a la Biblioteca Regional de
Medicina (BIREME), en la ciudad de San Pablo, que constituyó una suerte
de hito iniciático en aspectos vitales y profesionales, pero eso ocurriría
cuatro años más tarde del concurso de cuentos. Entre
los recortes de periódicos –no sólo leía EL DIA, sino El País, y
otros que no recuerdo ahora-, todos los días me traía una pequeña
tirita correspondiente a una historieta de Woody Allen, donde además del
ligero parecido físico que podíamos tener, sobre todo a partir de la
esquemática caricatura de un hombre con gruesos anteojos como los que yo
usaba, ella encontraba rasgos similares de carácter, en lo pesimista y
reflexivo que demostraba ser el famoso director de cine. Sostenía que yo
no podía pensar a los veinte como un hombre mayor y desencantado. Con la
distancia de los cuarenta años que nos separaban, tal vez me haya
adoptado en cierta forma, como un hijo o como un nieto consentido, aunque
sus críticas cariñosas, no perdonaban ni a “esas patas de moscas”
que era mi letra manuscrita. Para el día de mi cumpleaños –ella cumplía
al día siguiente pero estaba prohibido felicitarla ni darse por enterado
del acontecimiento- me hacía traer de alguna librería céntrica un
libro. Días antes de mi onomástico, llevaba a cabo un insistente
interrogatorio acerca de cuál me gustaría leer, y cuando no podía
vencer mi resistencia, su estrategia iba por el lado de averiguar con las
bibliotecarias que sabía eran más amigas mías. También, a partir de mi
palidez, solía decirme que tenía el “mismo color de las lombrices de
tierra”, y en ocasiones se le ocurría que debía salir a dar una
vuelta, o a tomar sol a la plazoleta de enfrente, delante de la Facultad
de Química, del otro lado de la avenida. Ante mi negativa comenzaba a
llamar a alguna de las chicas para que me acompañaran. En ocasiones me
alentaba a que fuera al cine –en horario de trabajo- para despejarme un
poco porque no me veía buena cara. Y a veces, pensaba que mi negativa a
aceptar su permiso era por falta de dinero y entonces pretendía pagar
ella la entrada. Por alguna razón que va más allá del sentido de
responsabilidad, nunca pude aceptar esas prebendas, excepto el regalo
anual de los libros. En especial recuerdo una traducción de los Poemas
del desamor de Cesare Pavese,
realizada por Alicia Migdal, en una primorosa edición que simulaba
un papel amarilleado por el tiempo. Una
mañana, Lucy, me dio el recorte donde aparecía la convocatoria del
Suplemento Dominical del diario El Día,
para su primer concurso de cuentos. Se trataba de tres certámenes, político-filosófico,
histórico y literario. Ese diario, fundado en 1886 por José Batlle y Ordóñez
fue testigo durante un siglo del desarrollo histórico del país, y sin
duda influyó y reflejó la opinión pública uruguaya. No se puede
desconocer, además, que sirvió para promover la idea de país que llevó
adelante el propio Batlle, estadista, modernizador y anticlerical; y que
junto con otros periódicos y revistas literarias y políticas, contribuiría
a la consolidación de esa impronta de cultura, civilidad y educación, de
la cual Uruguay gozaría durante décadas, hasta el triste y negro período
de los años de plomo de la dictadura. El Suplemento Dominical, fue
fundado en octubre de 1932, por el hijo de Batlle, Lorenzo Batlle Pacheco
y dirigido desde entonces por Eugenio Alsina, hasta que en 1969, toma la
dirección una poetisa de enorme sensibilidad, Dora Isella Russell, quien
seguiría al frente del tabloide hasta el triste cierre del diario en
1985. Su contenido incluía notas sobre literatura, geografía, política
y filosofía. En
1978, el año del concurso, comencé a estudiar bibliotecología al mismo
tiempo que intentaba seguir la carrera de abogacía, siguiendo el consejo
de algunos profesores del Dámaso Antonio Larrañaga que me encontraban
excelentes condiciones para tal profesión. Enseguida me di cuenta de que
no podría conciliar las dos carreras, así que opté por dedicarme a
bibliotecología. Ya estaba trabajando en la Biblioteca Nacional de
Medicina, en la Facultad de esa especialidad, instalada en un majestuoso
palacio con estilo francés y pizarras grises, que me recordaban unos
cuentos de Marta Lynch, y que me inspiraron algunas páginas. Un viejo
edificio en el que a veces vuelvo en sueños, casi siempre pesadillas. Por
las mañanas iba a estudiar a la Escuela de Bibliotecología “Dr.
Federico E. Capurro”, que funcionaba en un viejo petit hotel de la calle
Tristán Narvaja, a metros de la Universidad de la República. Al mediodía
viajaba hasta General Flores y Yatay, donde estaba la Facultad de
Medicina, y a la tardecita regresaba a la escuela. Si bien era una carrera
considerada corta, los horarios eran extenuantes. Uno de nuestros
profesores, Hyalmar Blixen, quién solía contarnos de su quehacer
literario y académico en medio de las clases, nos informó una mañana
que lo habían convocado para integrar el jurado del concurso de cuentos
del Suplemento Dominical de El Día, que eran cientos los escritores que
se habían presentado, que era una ardua tarea la selección. Durante esos
días continuó con algunos comentarios al pasar. El
21 de mayo fue uno de los domingos más felices de mi vida hasta entonces. Media página 10 estaba ocupada por “Los fallos de los
Jurados” de los “Concursos del Suplemento Dominical de EL DIA”. La
nota comenzaba destacando la puntualidad, poco frecuente, en esos casos
con la que habían trabajado los tres jurados designados para dar el fallo
de los concursos para los que el diario había convocado a la juventud
uruguaya. Se transcribían las tres actas, y en el caso del certamen
literario se informaba que el 12 de mayo de 1978, el jurado se había
reunido por última vez. Estaba integrado por los escritores Gastón
Figueira, Ángel María Luna y Hyalmar Blixen y que “después de una
nueva lectura y deliberación a propósito de un grupo de cuentos
seleccionados en anteriores reuniones, se decide adjudicar el primer
premio al que lleva por título “La sombra” y cuyo seudónimo es
“Odracir” y el segundo a “Diálogo”, correspondiente al
seudónimo “Hernán Rolán”. Se opta por “La sombra” en virtud del
bien logrado clima de tensión sicológica y de la buena estructura
narrativa”. La nota seguía con el acta final donde se relataba que el día
19 del mismo mes se habían abierto los sobres señalados con los seudónimos
de los ganadores y daban cuenta de mi nombre, edad, dirección y documento
de identidad, lo mismo que los del resto de los ganadores. Finalmente se
informaba que el viernes 2 de junio a as 19 horas tendría lugar la
entrega de premios y distinciones en el Salón de Actos del diario, “en
un acto muy sencillo pero seguramente de honda calidez humana”. Días más
tarde recibí una carta de felicitaciones firmada por el Dr. Enrique
Tarigo, gerente del diario, un profesor de Derecho Procesal, obligado a
renunciar por la dictadura, y quien luego del retorno de la democracia,
que por entonces parecía un hecho muy lejano, ocuparía la
vicepresidencia de la república. Cuando
apareció la noticia de que yo había ganado el premio, mis compañeros y
compañeras más próximas me felicitaron y decidieron darle una sorpresa
a Blixen. “¿Y al final quién ganó el concurso, profesor?” le
preguntaron. El profesor dijo que un joven de veinte y pocos años, de
Montevideo. Una de las chicas le dijo: “Está acá, en esta misma
clase”. Entonces el profesor pidió que se levantara el ganador y que
pasara al frente. Lo hice muerto de timidez y me quedé como petrificado
entre los brazos del viejo profesor. El
ganador de primer premio recibiría setecientos cincuenta pesos y la
publicación en el famoso suplemento. Era la primera vez que tenía un
cheque entre mis dedos. Y el dinero lo utilicé para pagar la entrega de
un plan de cuotas para comprar mi primer máquina de escribir, una
Olivetti Lettera, de plástico color rojo y teclas negras con letras
blancas, de procedencia mexicana. Recuerdo que era invierno cuando me
entregaron el premio. La sede del viejo y señorial edificio del diario
–hoy funciona allí un casino- estaba en la esquina de la avenida 18 de
Julio y Yaguarón. El salón de actos albergaba a una multitud en ese
atardecer otoñal. Yo no esperaba que hubiera tanta gente. Durante el
saludo después de finalizado el acto, el profesor Blixen se acercó para
decirme que habían decido corregir el principio de mi cuento dado que había
cometido un error sintáctico, que el jurado, atribuía a la distracción.
En lugar de escribir “cerca de mí”, había escrito “cerca mío”.
El cuento saldría publicado en pocas semanas, y cuando me llamaran de la
redacción del diario para entrevistarme, no debería revelar mi condición
de estudiante de bibliotecología para evitar suspicacias, dado que yo había
resultado su alumno en la materia de Grandes
Libros I. Por tal razón en la publicación, en el recuadro debajo de
mi fotografía, que me mostraba con los gruesos anteojos de miope, que ya
de por sí me conferían cierto nivel estereotipado de escritor,
destacaban que era alumno de abogacía, y que pensaba “que en un futuro
no muy lejano podrá coordinar perfectamente la literatura con el
derecho”. El
cuento trata de un hombre perseguido por una sombra, en apariencia la
suya, en un escenario urbano, la ciudad de Montevideo. Mencionaba los
lugares que más me gustaban, por ejemplo la Ciudad Vieja y también a
personajes como Einstein, o al pintor Quinquela Martín que si bien recreó
en sus cuadros La Boca del Riachuelo, en Buenos Aires, con sus barcos, las
grúas y los estibadores reflejados en el agua amarronada; me parecía que
tenían su equivalente en el paisaje portuario montevideano. También
mencionaba el gusto del personaje por los libros, y una entrevista con un
psicoanalista (donde la sombra le jugaba una broma pesada). Finalmente,
luego de las peripecias de Alejandro, su protagonista, el cuento concluía
en una playa solitaria. Mirado a la distancia parece un catálogo
intemporal de gustos, pasadas angustias y la búsqueda interior siempre
presente del autor. En
mi casa no teníamos teléfono, pero de todas formas, Cecilia Silva, una
joven periodista de El Diario Español, se las arregló para ubicarme y
vino a los pocos días a entrevistarme. El reportaje de una página
completa, apareció un mes antes de que el cuento fuera publicado, el 2
de junio. Bajo un recuadro destacado con el título “Juventudes, la
inquietud y el quehacer de los jóvenes de hoy en la acción y en el espíritu
de la época”, aparecía otro epígrafe: “LA LITERATURA DEL FUTURO”.
La periodista comenzaba la nota destacando
el interés de brindar a los lectores un “justo y real conocimiento de
los nuevos valores que se perfilan dentro de las JUVENTUDES” y hacía mi
presentación, “presentamos hoy a RICARDO RODRÍGUEZ PEREYRA, joven
escritor de 24 años” y aclaraba que “en el ambiente cálido y
acogedor de su propia casa, mantuvimos con él una charla cordial, junto a
la simpatía irradiada por su madre. La entrevista trascribía fielmente
la conversación grabada y mis respuestas a las preguntas separadas por
dos subtítulos: “Novela y teatro” y “Pintura versus literatura”.
Allí puedo leer ahora cuáles eran mis géneros literarios preferidos,
mis autores españoles y sudamericanos. La periodista anotaba que también
me manifestaba en la pintura y el dibujo, citaba mi paso por la Escuela de
Artes Aplicadas y afirmaba que eran muestra de mi “talento los cuadros
que adornan su hogar, entre estos un paisaje de España, La Giralda”. No
podía imaginar entonces que catorce años más tarde, subiría las
treinta y pico de rampas de esa torre de Granada, el
campanario de la Catedral de Santa María, otrora mezquita, una de las
construcciones más famosas de Andalucía. El cuadro de pequeñas
dimensiones, del tamaño de dos hojas oficio se perdería para siempre, años
más tarde, en alguna mudanza. Sobre la aparición
del cuento en el Suplemento, recuerdo desde la sensación de ver el
soporte físico de papel, cuando ese mismo domingo viajaba en colectivo y
miraba a otros pasajeros que lo iban leyendo. Y pensaba que si levantaban
la vista me verían ahí sentado en el asiento de enfrente. Recuerdo también
el revuelo causado entre mis compañeras de trabajo y estudios, mis compañeros,
mis vecinos. En especial hay una anécdota que se relaciona con el orgullo
de madre: una vecina felicitó a mamá y le dijo que uno de sus hijos
también había ganado un premio recientemente. Mamá quiso saber el tema
del concurso y la vecina le dijo que su hijo había sido el primero en
completar un álbum de fotografías relativas al fútbol. Luego vino la
compra de la máquina de escribir y más tarde, varios meses después, los
exámenes finales en la Escuela de Bibliotecología, donde en todas las
materias, el tribunal integrado por tres docentes, siempre terminaban haciéndome
preguntas acerca de tal o cual aspecto de La
sombra. Debo confesar sin
ninguna modestia que era bastante obsesivo a la hora de prepararme para
rendir un examen, pero no sé si el premio habrá influido o no en todos
los sobresalientes que aparecen en mi carné de estudiante. Tampoco podía
saber en ese momento, que un año más tarde, la historia volvería a
repetirse cuando ganara el primer premio del concurso de cuentos que
organizó Radio Carve. Isadora
Duncan decía que los recuerdos son más intangibles que los sueños. En
estos días he vuelto a revisar el Suplemento Dominical y he descubierto
detalles olvidados, otros se me antoja que los veo por primera vez. En
esta ocasión me alegra haber conservado en el pasado, un ejemplar, para
poder tocarlo ahora que el futuro es mi presente. Toda la portada del número
2333 del suplemento donde apareció La sombra, estaba ocupada por
la fotografía de una calle céntrica con edificios y automóviles en
primer plano, de la ciudad de Durban. En el frente de uno de los edificios
se leía claramente The Southern Life Association mediante grandes
letras adosadas a la fachada del tercer piso, y en la planta baja estaba
el mismo cartel, en alemán. El título que acompañaba a la portada
rezaba “Ciudades del mundo: Durban en la República de Sudáfrica” y
en un pequeño recuadro agregaba que “los modernos edificios son
elocuente testimonio del ritmo progresista de esta ciudad, de gran
atractivo turístico por las bellísimas playas que la caracterizan”. El
inhumano régimen del apartheid
contra la población negra que se mantendría por quince años más, no
era mencionado. Dando
vuelta la portada, en el reverso y en la página siguiente venía mi
cuento ilustrado por el famoso artista Eduardo Vernazza, quien dibujaba
para EL DIA desde su juventud y que durante cincuenta años, desde la década
del treinta, recreó con croquis y pinturas el intenso quehacer teatral
nacional e internacional de la cosmopolita Montevideo. El dibujo mostraba
a un hombre barbado con rostro desencajado, sosteniendo un libro en su
mano, mientras miraba el escaparate de una librería, más atrás se veían
las grúas del puerto. Ese dibujo con el cual Vernazza intentó plasmar el
texto, ha estado tan presente a lo largo de estas décadas que he perdido
toda objetividad y ya no sé si me gusta, o si conservo intacta la
admiración y el orgullo que me provocó que un artista cuya producción
admiraba hubiera dibujado para la publicación de mi cuento. Luego venían
otros artículos, una nota de la directora, Dora Isella Russell, que era
un homenaje a los vente años de la muerte del poeta andaluz Juan Ramón
Jiménez, con varias fotografías. Podía verse un pastillero, la última
lapicera usada por él y que entonces pertenecía a la colección personal
de la Russell, y una portada de una edición de Platero
y yo, de lectura obligatoria en las escuelas uruguayas. El suplemento
dedicaba una extensa nota al pintor Alberto Dura, un pintor paisajista a
quien mi madre conociera de pequeña, en el barrio montevideano de Aires
Puros, en la zona del Prado. Desde pequeño la escuché referirse a ese
personaje con el mote familiar de “el loco Alberto Dura”. Se sabe, la fama en la mayoría de los casos es efímera. El Suplemento sepia fue comprado por mis hermanos y familiares, por amigos y compañeros; guardé un ejemplar que me acompaña hasta la fecha, cada día más frágil y amarillento. Ahora que Letras Uruguay cumple un lustro no quise quedarme al margen de las felicitaciones y conmemoraciones, y se imponía un texto especial. No conozco personalmente a Carlos Echinope, ni siquiera por foto. Tampoco recuerdo cómo fue que el azar me hizo tropezar con esta página digna de los elogios más panegíricos, pero sé que es un esfuerzo extraordinario el que lleva adelante este hombre montevideano, escritor y empleado municipal. Un hombre que debería tener otro reconocimiento si no estuviéramos inmersos en una cultura globalizada que en muchos casos tiende a la banalidad y donde se destacan más las siliconas y los músculos que el intelecto. En forma artesanal, sin recursos, más que su tozudez, Carlos ha logrado hacer cumplir a sus Letras Uruguay, cinco años, casi dos mil días donde millares de personas desde cualquier lugar del mundo pueden acceder a la producción intelectual de escritores uruguayos y luego latinoamericanos, autores desconocidos y también de los otros, con menor y mayor fama, o escritores que publican en internet. El cuento La sombra, y varios más, mi novela La luna se hizo con agua, mis trabajos sobre bibliotecología, sobre cine y homosexualidad; gran parte de lo que podría llamarse mi producción literaria estuvo encerrada en carpetas, cuadernos, papeles sueltos, cajas, en forma manuscrita y dactilografiada; luego en disquetes de los grandes flexibles y de los chicos y en el disco rígido de la computadora, hasta que la tecnología de la información me llevó de la mano por mi trabajo diario al principio y casi sin darme cuenta, a enviarlos a amigos y amigas por todo el mundo a través del correo electrónico. Y un día se produjo el encuentro casual con el sitio Letras Uruguay, donde ahora, treinta años después, La sombra, sale a la luz. |
©
Ricardo Rodríguez Pereyra, Buenos Aires, 23 de mayo de 2008.
Especial para Letras Uruguay, en su quinto aniversario
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