A treinta años de La sombra

Recuerdos de bibliotecario
Ricardo Rodríguez Pereyra
Especial para Letras Uruguay, en su quinto aniversario

Por estos días se cumplen tres décadas de la publicación de mi primer cuento editado, La sombra. No creo que por entonces tuviera conocimiento del arquetipo  creado por Carl Gustav Jung para definir a ese otro ser que habita en las profundidades de nuestro psiquismo, pero sé que en la biblioteca de casa había un libro suyo sobre la simbología del inconsciente. No puedo recordar si fue primero la lectura del libro o la escritura del cuento, pero estoy seguro de que no fue motor de inspiración. Por entonces (en mi juventud montevideana) había tenido mi primera experiencia de psicoanálisis.

Ahora, en mi madurez porteña, por alguna razón el cuento volvió a estar presente como foco de atención. La otra noche, conversando con mi amiga Marisa, que había venido a cenar a casa, contó que pocos días atrás había estado en la Feria del Libro, donde asistió a una conferencia sobre arquetipos junguianos y nos mostró una revista donde aparecía un artículo que trataba del tema de la “sombra”. No pude menos que sorprenderme de las casualidades ya que yo venía elaborando un primer borrador de estas líneas para enviárselas a Carlos Echinope, el hercúleo y nunca apoyado hacedor del sitio de internet Letras Uruguay, donde mi cuento figura desde hace un par de años, con motivo del quinto aniversario de su creación.

El origen del cuento se remonta a una de las mujeres que más me estimuló en la profesión bibliotecaria, la señorita Lucía Botta, directora de la biblioteca donde yo comencé a trabajar a los veintiún años. Ella entonces apenas pasaba los sesenta; delgada, con nariz aguileña y anteojos de aumento, cuya armazón imitaba la forma de los ojos de los gatos, representaba el estereotipo de la solterona, estado civil del cual se declaraba orgullosa. Desconfiaba de los hombres desde su adolescencia cuando fue testigo del suicidio de una amiga. Todavía recordaba la agonía sufrida por la chica, y como la espuma que despedía su cadáver, consecuencia del veneno ingerido, desbordaba el ataúd y caía por el piso. Al escuchar su relato me parecía ver la imagen de la desgraciada doncella yacente, envuelta en tules, vomitando una interminable catarata blanca. Y más tarde, me ha parecido volver a verla alguna vez, leyendo un cuento de Gabriel García Márquez. El andar de Lucía era rápido y silencioso, calzaba zapatos de taquito muy bajo y de estilo Guillermina, con una pulserita y un botón al costado. Nos sorprendía de pronto, apareciendo a nuestro lado, y si encontraba a alguien fumando, su rezongo era como una golpiza. ¡Ya había pasado por un incendio en la biblioteca y no estaba dispuesta a pasar por otro! Gritaba fuera de sí. Había fotos en revistas de la década del sesenta que mostraban a varias bibliotecarias que todavía trabajaban allí, secando libros, introduciendo hojas entre las páginas empapadas por las mangueras de los bomberos, al lado de gigantescos ventiladores. No vacilo al considerarla una pionera, poco conocida, de la bibliotecología uruguaya; sus ideas acerca de las bibliotecas y la computación, por ejemplo, eran verdaderamente de avanzada, y confieso con cierto pudor, que muchas de las chicas y yo mismo, a veces nos reíamos de sus proyectos. De ella fue la idea de una red de bibliotecas comunicadas por la informática, el acceso a bases de datos remotos, el uso del télex y el fax, aparato éste último que apenas se conocía en Uruguay de fines de los setenta. Durante unos meses estuvimos enviando télex -(yo mismo era uno de los encargados de operar el antiguo aparato de madera y vidrio, luego sustituido por uno más moderno, similar a las computadoras de escritorio de la actualidad)- y cartas a distintas universidades del mundo para ver si tenían aparato de fax, para poder enviar y recibir artículos que necesitaban los médicos, como forma de acelerar los tiempos del intercambio de bibliografía especializada. Las respuestas fueron escasas, alguna de Japón y otras de Estados Unidos, las demás informaban que todavía no usaban ese aparato.  En estos tiempos de un avance vertiginoso de las tecnologías de la información a nadie le llamarían la atención sus ideas pero pasaron más de treinta años de cuando ella soñaba con la posibilidad de teleconferencias, digitalización de textos y toda suerte de recursos que nos sonaban a ciencia ficción. Un extenso periplo por las bibliotecas universitarias norteamericanas, a principios de la década del sesenta, le había abierto la cabeza respecto del desarrollo que era necesario en el ámbito bibliotecario.

Lucy –como la llamábamos casi todos los colaboradores más cercanos- llegaba de su casa con un abultado portafolio de cuero marrón y sacaba el diario donde ya aparecían recuadrados con birome azul distintos artículos y noticias. Siempre estaba recortando rectángulos y tiras del diario que luego distribuía entre los potenciales interesados. En forma meticulosa, con una enorme tijera que centelleaba con la luz del sol entrando por los altos ventanales que daban a avenida General Flores, en su oficina situada debajo de uno de los cuatro torreones del edificio; en su feudo de papeles, carpetas y expedientes, flanqueada por anaqueles de libros encuadernados en negro que parecían trepar al cielo, recortaba los pedacitos de papel impreso y los sujetaba con los clips de metal, sobre los que anotaba los nombres de los destinatarios. Ella había leído alguno de mis cuentos y tenía confianza en mi futuro. Me alentaba a estudiar bibliotecología para que cuando me recibiera pudiera irme con una beca a París, donde podría perfeccionarme en la profesión y desarrollar una carrera literaria. París, parecía seguir siendo para los rioplatenses, la meca de los aspirantes a escritores, como lo había sido desde finales del siglo XIX. Tres años más tarde, cuando me recibí de bibliotecólogo, la posibilidad de esas becas se había desvanecido en manos de la burocracia que también controlaba la dictadura militar, y ya no estaban destinadas a los bibliotecarios. De todas maneras, hubo un premio consuelo: una beca de dos meses a la Biblioteca Regional de Medicina (BIREME), en la ciudad de San Pablo, que constituyó una suerte de hito iniciático en aspectos vitales y profesionales, pero eso ocurriría cuatro años más tarde del concurso de cuentos.

Entre los recortes de periódicos –no sólo leía EL DIA, sino El País, y otros que no recuerdo ahora-, todos los días me traía una pequeña tirita correspondiente a una historieta de Woody Allen, donde además del ligero parecido físico que podíamos tener, sobre todo a partir de la esquemática caricatura de un hombre con gruesos anteojos como los que yo usaba, ella encontraba rasgos similares de carácter, en lo pesimista y reflexivo que demostraba ser el famoso director de cine. Sostenía que yo no podía pensar a los veinte como un hombre mayor y desencantado. Con la distancia de los cuarenta años que nos separaban, tal vez me haya adoptado en cierta forma, como un hijo o como un nieto consentido, aunque sus críticas cariñosas, no perdonaban ni a “esas patas de moscas” que era mi letra manuscrita. Para el día de mi cumpleaños –ella cumplía al día siguiente pero estaba prohibido felicitarla ni darse por enterado del acontecimiento- me hacía traer de alguna librería céntrica un libro. Días antes de mi onomástico, llevaba a cabo un insistente interrogatorio acerca de cuál me gustaría leer, y cuando no podía vencer mi resistencia, su estrategia iba por el lado de averiguar con las bibliotecarias que sabía eran más amigas mías. También, a partir de mi palidez, solía decirme que tenía el “mismo color de las lombrices de tierra”, y en ocasiones se le ocurría que debía salir a dar una vuelta, o a tomar sol a la plazoleta de enfrente, delante de la Facultad de Química, del otro lado de la avenida. Ante mi negativa comenzaba a llamar a alguna de las chicas para que me acompañaran. En ocasiones me alentaba a que fuera al cine –en horario de trabajo- para despejarme un poco porque no me veía buena cara. Y a veces, pensaba que mi negativa a aceptar su permiso era por falta de dinero y entonces pretendía pagar ella la entrada. Por alguna razón que va más allá del sentido de responsabilidad, nunca pude aceptar esas prebendas, excepto el regalo anual de los libros. En especial recuerdo una traducción de los Poemas del desamor de Cesare Pavese,  realizada por Alicia Migdal, en una primorosa edición que simulaba un papel amarilleado por el tiempo.

Una mañana, Lucy, me dio el recorte donde aparecía la convocatoria del Suplemento Dominical del diario El Día, para su primer concurso de cuentos. Se trataba de tres certámenes, político-filosófico, histórico y literario. Ese diario, fundado en 1886 por José Batlle y Ordóñez fue testigo durante un siglo del desarrollo histórico del país, y sin duda influyó y reflejó la opinión pública uruguaya. No se puede desconocer, además, que sirvió para promover la idea de país que llevó adelante el propio Batlle, estadista, modernizador y anticlerical; y que junto con otros periódicos y revistas literarias y políticas, contribuiría a la consolidación de esa impronta de cultura, civilidad y educación, de la cual Uruguay gozaría durante décadas, hasta el triste y negro período de los años de plomo de la dictadura. El Suplemento Dominical, fue fundado en octubre de 1932, por el hijo de Batlle, Lorenzo Batlle Pacheco y dirigido desde entonces por Eugenio Alsina, hasta que en 1969, toma la dirección una poetisa de enorme sensibilidad, Dora Isella Russell, quien seguiría al frente del tabloide hasta el triste cierre del diario en 1985. Su contenido incluía notas sobre literatura, geografía, política y filosofía.

En 1978, el año del concurso, comencé a estudiar bibliotecología al mismo tiempo que intentaba seguir la carrera de abogacía, siguiendo el consejo de algunos profesores del Dámaso Antonio Larrañaga que me encontraban excelentes condiciones para tal profesión. Enseguida me di cuenta de que no podría conciliar las dos carreras, así que opté por dedicarme a bibliotecología. Ya estaba trabajando en la Biblioteca Nacional de Medicina, en la Facultad de esa especialidad, instalada en un majestuoso palacio con estilo francés y pizarras grises, que me recordaban unos cuentos de Marta Lynch, y que me inspiraron algunas páginas. Un viejo edificio en el que a veces vuelvo en sueños, casi siempre pesadillas. Por las mañanas iba a estudiar a la Escuela de Bibliotecología “Dr. Federico E. Capurro”, que funcionaba en un viejo petit hotel de la calle Tristán Narvaja, a metros de la Universidad de la República. Al mediodía viajaba hasta General Flores y Yatay, donde estaba la Facultad de Medicina, y a la tardecita regresaba a la escuela. Si bien era una carrera considerada corta, los horarios eran extenuantes. Uno de nuestros profesores, Hyalmar Blixen, quién solía contarnos de su quehacer literario y académico en medio de las clases, nos informó una mañana que lo habían convocado para integrar el jurado del concurso de cuentos del Suplemento Dominical de El Día, que eran cientos los escritores que se habían presentado, que era una ardua tarea la selección. Durante esos días continuó con algunos comentarios al pasar.

El 21 de mayo fue uno de los domingos más felices de mi vida hasta entonces.  Media página 10 estaba ocupada por “Los fallos de los Jurados” de los “Concursos del Suplemento Dominical de EL DIA”. La nota comenzaba destacando la puntualidad, poco frecuente, en esos casos con la que habían trabajado los tres jurados designados para dar el fallo de los concursos para los que el diario había convocado a la juventud uruguaya. Se transcribían las tres actas, y en el caso del certamen literario se informaba que el 12 de mayo de 1978, el jurado se había reunido por última vez. Estaba integrado por los escritores Gastón Figueira, Ángel María Luna y Hyalmar Blixen y que “después de una nueva lectura y deliberación a propósito de un grupo de cuentos seleccionados en anteriores reuniones, se decide adjudicar el primer premio al que lleva por título “La sombra” y cuyo seudónimo es  “Odracir” y el segundo a “Diálogo”, correspondiente al seudónimo “Hernán Rolán”. Se opta por “La sombra” en virtud del bien logrado clima de tensión sicológica y de la buena estructura narrativa”. La nota seguía con el acta final donde se relataba que el día 19 del mismo mes se habían abierto los sobres señalados con los seudónimos de los ganadores y daban cuenta de mi nombre, edad, dirección y documento de identidad, lo mismo que los del resto de los ganadores. Finalmente se informaba que el viernes 2 de junio a as 19 horas tendría lugar la entrega de premios y distinciones en el Salón de Actos del diario, “en un acto muy sencillo pero seguramente de honda calidez humana”. Días más tarde recibí una carta de felicitaciones firmada por el Dr. Enrique Tarigo, gerente del diario, un profesor de Derecho Procesal, obligado a renunciar por la dictadura, y quien luego del retorno de la democracia, que por entonces parecía un hecho muy lejano, ocuparía la vicepresidencia de la república.

Cuando apareció la noticia de que yo había ganado el premio, mis compañeros y compañeras más próximas me felicitaron y decidieron darle una sorpresa a Blixen. “¿Y al final quién ganó el concurso, profesor?” le preguntaron. El profesor dijo que un joven de veinte y pocos años, de Montevideo. Una de las chicas le dijo: “Está acá, en esta misma clase”. Entonces el profesor pidió que se levantara el ganador y que pasara al frente. Lo hice muerto de timidez y me quedé como petrificado entre los brazos del viejo profesor.

El ganador de primer premio recibiría setecientos cincuenta pesos y la publicación en el famoso suplemento. Era la primera vez que tenía un cheque entre mis dedos. Y el dinero lo utilicé para pagar la entrega de un plan de cuotas para comprar mi primer máquina de escribir, una Olivetti Lettera, de plástico color rojo y teclas negras con letras blancas, de procedencia mexicana. Recuerdo que era invierno cuando me entregaron el premio. La sede del viejo y señorial edificio del diario –hoy funciona allí un casino- estaba en la esquina de la avenida 18 de Julio y Yaguarón. El salón de actos albergaba a una multitud en ese atardecer otoñal. Yo no esperaba que hubiera tanta gente. Durante el saludo después de finalizado el acto, el profesor Blixen se acercó para decirme que habían decido corregir el principio de mi cuento dado que había cometido un error sintáctico, que el jurado, atribuía a la distracción. En lugar de escribir “cerca de mí”, había escrito “cerca mío”. El cuento saldría publicado en pocas semanas, y cuando me llamaran de la redacción del diario para entrevistarme, no debería revelar mi condición de estudiante de bibliotecología para evitar suspicacias, dado que yo había resultado su alumno en la materia de Grandes Libros I. Por tal razón en la publicación, en el recuadro debajo de mi fotografía, que me mostraba con los gruesos anteojos de miope, que ya de por sí me conferían cierto nivel estereotipado de escritor, destacaban que era alumno de abogacía, y que pensaba “que en un futuro no muy lejano podrá coordinar perfectamente la literatura con el derecho”.

El cuento trata de un hombre perseguido por una sombra, en apariencia la suya, en un escenario urbano, la ciudad de Montevideo. Mencionaba los lugares que más me gustaban, por ejemplo la Ciudad Vieja y también a personajes como Einstein, o al pintor Quinquela Martín que si bien recreó en sus cuadros La Boca del Riachuelo, en Buenos Aires, con sus barcos, las grúas y los estibadores reflejados en el agua amarronada; me parecía que tenían su equivalente en el paisaje portuario montevideano. También mencionaba el gusto del personaje por los libros, y una entrevista con un psicoanalista (donde la sombra le jugaba una broma pesada). Finalmente, luego de las peripecias de Alejandro, su protagonista, el cuento concluía en una playa solitaria. Mirado a la distancia parece un catálogo intemporal de gustos, pasadas angustias y la búsqueda interior siempre presente del autor.

En mi casa no teníamos teléfono, pero de todas formas, Cecilia Silva, una joven periodista de El Diario Español, se las arregló para ubicarme y vino a los pocos días a entrevistarme. El reportaje de una página completa,  apareció un mes antes de que el cuento fuera publicado, el 2 de junio. Bajo un recuadro destacado con el título “Juventudes, la inquietud y el quehacer de los jóvenes de hoy en la acción y en el espíritu de la época”, aparecía otro epígrafe: “LA LITERATURA DEL FUTURO”. La periodista comenzaba la nota  destacando el interés de brindar a los lectores un “justo y real conocimiento de los nuevos valores que se perfilan dentro de las JUVENTUDES” y hacía mi presentación, “presentamos hoy a RICARDO RODRÍGUEZ PEREYRA, joven escritor de 24 años” y aclaraba que “en el ambiente cálido y acogedor de su propia casa, mantuvimos con él una charla cordial, junto a la simpatía irradiada por su madre. La entrevista trascribía fielmente la conversación grabada y mis respuestas a las preguntas separadas por dos subtítulos: “Novela y teatro” y “Pintura versus literatura”. Allí puedo leer ahora cuáles eran mis géneros literarios preferidos, mis autores españoles y sudamericanos. La periodista anotaba que también me manifestaba en la pintura y el dibujo, citaba mi paso por la Escuela de Artes Aplicadas y afirmaba que eran muestra de mi “talento los cuadros que adornan su hogar, entre estos un paisaje de España, La Giralda”. No podía imaginar entonces que catorce años más tarde, subiría las treinta y pico de rampas de esa torre de Granada, el campanario de la Catedral de Santa María, otrora mezquita, una de las construcciones más famosas de Andalucía. El cuadro de pequeñas dimensiones, del tamaño de dos hojas oficio se perdería para siempre, años más tarde, en alguna mudanza.

Sobre la aparición del cuento en el Suplemento, recuerdo desde la sensación de ver el soporte físico de papel, cuando ese mismo domingo viajaba en colectivo y miraba a otros pasajeros que lo iban leyendo. Y pensaba que si levantaban la vista me verían ahí sentado en el asiento de enfrente. Recuerdo también el revuelo causado entre mis compañeras de trabajo y estudios, mis compañeros, mis vecinos. En especial hay una anécdota que se relaciona con el orgullo de madre: una vecina felicitó a mamá y le dijo que uno de sus hijos también había ganado un premio recientemente. Mamá quiso saber el tema del concurso y la vecina le dijo que su hijo había sido el primero en completar un álbum de fotografías relativas al fútbol. Luego vino la compra de la máquina de escribir y más tarde, varios meses después, los exámenes finales en la Escuela de Bibliotecología, donde en todas las materias, el tribunal integrado por tres docentes, siempre terminaban haciéndome preguntas acerca de tal o cual aspecto de La sombra.  Debo confesar sin ninguna modestia que era bastante obsesivo a la hora de prepararme para rendir un examen, pero no sé si el premio habrá influido o no en todos los sobresalientes que aparecen en mi carné de estudiante. Tampoco podía saber en ese momento, que un año más tarde, la historia volvería a repetirse cuando ganara el primer premio del concurso de cuentos que organizó Radio Carve.

Isadora Duncan decía que los recuerdos son más intangibles que los sueños. En estos días he vuelto a revisar el Suplemento Dominical y he descubierto detalles olvidados, otros se me antoja que los veo por primera vez. En esta ocasión me alegra haber conservado en el pasado, un ejemplar, para poder tocarlo ahora que el futuro es mi presente. Toda la portada del número 2333 del suplemento donde apareció La sombra, estaba ocupada por la fotografía de una calle céntrica con edificios y automóviles en primer plano, de la ciudad de Durban. En el frente de uno de los edificios se leía claramente The Southern Life Association mediante grandes letras adosadas a la fachada del tercer piso, y en la planta baja estaba el mismo cartel, en alemán. El título que acompañaba a la portada rezaba “Ciudades del mundo: Durban en la República de Sudáfrica” y en un pequeño recuadro agregaba que “los modernos edificios son elocuente testimonio del ritmo progresista de esta ciudad, de gran atractivo turístico por las bellísimas playas que la caracterizan”. El inhumano régimen del apartheid contra la población negra que se mantendría por quince años más, no era mencionado.

Dando vuelta la portada, en el reverso y en la página siguiente venía mi cuento ilustrado por el famoso artista Eduardo Vernazza, quien dibujaba para EL DIA desde su juventud y que durante cincuenta años, desde la década del treinta, recreó con croquis y pinturas el intenso quehacer teatral nacional e internacional de la cosmopolita Montevideo. El dibujo mostraba a un hombre barbado con rostro desencajado, sosteniendo un libro en su mano, mientras miraba el escaparate de una librería, más atrás se veían las grúas del puerto. Ese dibujo con el cual Vernazza intentó plasmar el texto, ha estado tan presente a lo largo de estas décadas que he perdido toda objetividad y ya no sé si me gusta, o si conservo intacta la admiración y el orgullo que me provocó que un artista cuya producción admiraba hubiera dibujado para la publicación de mi cuento. Luego venían otros artículos, una nota de la directora, Dora Isella Russell, que era un homenaje a los vente años de la muerte del poeta andaluz Juan Ramón Jiménez, con varias fotografías. Podía verse un pastillero, la última lapicera usada por él y que entonces pertenecía a la colección personal de la Russell, y una portada de una edición de Platero y yo, de lectura obligatoria en las escuelas uruguayas. El suplemento dedicaba una extensa nota al pintor Alberto Dura, un pintor paisajista a quien mi madre conociera de pequeña, en el barrio montevideano de Aires Puros, en la zona del Prado. Desde pequeño la escuché referirse a ese personaje con el mote familiar de “el loco Alberto Dura”.  

Se sabe, la  fama en la mayoría de los casos es efímera. El Suplemento sepia fue comprado por mis hermanos y familiares, por amigos y compañeros; guardé un ejemplar que me acompaña hasta la fecha, cada día más frágil y amarillento. Ahora que Letras Uruguay cumple un lustro no quise quedarme al margen de las felicitaciones y conmemoraciones, y se imponía un texto especial. No conozco personalmente a Carlos Echinope, ni siquiera por foto. Tampoco recuerdo cómo fue que el azar me hizo tropezar con esta página digna de los elogios más panegíricos, pero sé que es un esfuerzo extraordinario el que lleva adelante este hombre montevideano, escritor y empleado municipal. Un hombre que debería tener otro reconocimiento si no estuviéramos inmersos en una cultura globalizada que en muchos casos tiende a la banalidad y donde se destacan más las siliconas y los músculos que el intelecto. En forma artesanal, sin recursos, más que su tozudez, Carlos ha logrado hacer cumplir a sus Letras Uruguay, cinco años, casi dos mil días donde millares de personas desde cualquier lugar del mundo pueden acceder a la producción intelectual de escritores uruguayos y luego latinoamericanos, autores desconocidos y también de los otros, con menor y mayor fama, o escritores que publican en internet. El cuento La sombra, y varios más, mi novela La luna se hizo con agua, mis trabajos sobre bibliotecología, sobre cine y homosexualidad; gran parte de lo que podría llamarse mi producción literaria estuvo encerrada en carpetas, cuadernos, papeles sueltos, cajas, en forma manuscrita y dactilografiada; luego en disquetes de los grandes flexibles y de los chicos y en el disco rígido de la computadora, hasta que la tecnología de la información me llevó de la mano por mi trabajo diario al principio y casi sin darme cuenta, a enviarlos a amigos y amigas por todo el mundo a través del correo electrónico. Y un día se produjo el encuentro casual con el sitio Letras Uruguay, donde ahora, treinta años después, La sombra, sale a la luz.

La sombra de Ricardo Rodríguez Pereyra

© Ricardo Rodríguez Pereyra, Buenos Aires, 23 de mayo de 2008.
Especial para Letras Uruguay, en su quinto aniversario

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