La sombra Ricardo Rodríguez Pereyra Primer Premio Certamen Literario Diario El Día (1978) |
Al principio caminaba cerca de mí, a veces adelante, otras detrás, de pronto aparecía a mi costado siguiendo mis pasos. Debía hacer mucho tiempo que esto sucedía, porque me pareció natural cuando descubrí a la sombra repitiendo mi figura en la vereda, como si fuera una tontería reparar en mi propia sombra. Pero no se trataba de mi sombra, era otra sombra. Recuerdo que la primera vez que logró inquietarme fue un mes después de su descubrimiento; caminaba por alguna calle de la Ciudad Vieja (no recuerdo cual) por una de esas que, al cruzar y mirar hacia abajo, se ve el mar y los buques, a la distancia, con sus mástiles, grúas y su hollín, como manchones de colores en un cuadro de Quinquela. Me detuve a mirar los precios de unos libros en una librería de usados y súbitamente la sombra se inclinó a mi lado, ligera, alada, rozando mis cabellos. Me pasé una mano por ellos, rápidamente, tratando de convencerme de que era el viento, pero la camisa empapada, el saco colgando del brazo, me recordaron que en esa tarde caliente y pegajosa, había de todo menos viento. Continué mirando los títulos de los libros y no pude dejar de entrar y comprar uno cuyo título ni siquiera leí, que ni aún hoy conozco (quizás como defensa ante lo irracional, ante lo que una parte de mi ser inteligente se niega a aceptar), pero que señalé al vendedor como si mi mano fuera la misma que un minuto antes había señalado el libro en cuestión y más tarde tironeado (sí!!) de mi camisa para que entrara en la librería. Acontecimientos como ése, se repitieron con una relación de días y de circunstancias, a veces en una reunión era la mano que me alcanzaba una copa, en un cine el ocupante de la butaca de al lado, el portero del prostíbulo, la mendiga de la feria, cien personas a la vez, limitadas por el contorno difuso e ineludible de la sombra. Los primeros meses pensé en consultar a un analista, todo el mundo aseguraba que esos pequeños dioses freudianos obraban maravillas y que en poco tiempo me sentiría como nuevo, que todo se debía al exceso de trabajo, que mi actividad mental era muy intensa y que hacía tiempo que no tomaba vacaciones. No quería siquiera imaginar lo que podría llegar a suceder con esa maldita sombra encerrada en un cuarto de hotel, sentada a mi mesa en el patio de un hotelucho perdido en el campo o en la playa. Por otra parte, siempre me resultaría más barato y más cómodo entrevistarme con un psicólogo a quien contarle mi experiencia de la sombra que me seguía a todas partes. Con la tarjeta de uno, que me recomendaron muy bien, entre mis dedos, decidí terminar con mis preocupaciones buscando un consejo profesional y llamé solicitando la entrevista. El consultorio, digo, el estudio, porque no son pacientes, sino clientes los que acuden a los psicoanalistas, como dicen los psicoanalistas, estaba en el cuarto piso de un antiguo edificio con cúpula de pizarra, vetusto, hermoso y solemne, que había conseguido escaparse de la picota. El ascensor no funcionaba, así que subí las oscuras escaleras lentamente, tratando de no estornudar a causa del olor a naftalina, comida y a encierro que se respiraba ahí dentro. Llegué desfalleciente, estaba abierta la puerta de la sala de espera, un pequeño recinto con un sofá moderno, un cuadro con la cara de Einstein sacando la lengua y una cesta con flores de papel. - Adelante, dijo una voz, y yo seguí su sonido atravesando la puerta entreabierta que comunicaba con la salita de espera. El estudio estaba casi en penumbras, apenas se distinguía al analista oculto en un sillón de respaldo alto. Me invitó a que me instalara en el diván. Dudé si sentarme o acostarme, finalmente opté por recostarme, si estaba ahí dentro, ¿por qué negarme a los ritos del análisis…? Ni bien me recosté una luz se reflejó en la pared, el psicólogo había encendido una lámpara y preguntaba: - ¿Cómo se llama? - Alejandro. - ¿Es la primera vez que visita a un analista? - Sí. - ¿Le molesta que fume? - No, claro que no. (Sonreí. ¿Todos los psicólogos harían preguntas tan corteses, o sería para descubrir la agresividad a través de los gestos o las respuestas?). Escuchaba la pluma de la lapicera corriendo sobre un papel, sobre el block de apuntes, supuse. En la posición en que estaba todo lo tenía que suponer, delante de mí, a mis pies estaba la pared. La única claridad era la que arrojaba la lámpara a mis espaldas. Me pregunté si habría estado bien acostándome en el diván, si le molestaría que apoyara mis pies en el tapizado. - ¿Le importa que los zapatos… -balbuceé- que mis zapatos…? - ¿Siempre se preocupó por los zapatos… cuando era chico también?, ¿usted gateaba…? - Por supuesto. - ¿Qué es por supuesto?, ¿le preocupaban los zapatos o gateaba como casi todos los niños? No estaba nervioso pero al tratar de contestarle me confundía cada vez más y comencé a pensar que me iría de allí con un grave diagnóstico. Siguió haciéndome una serie de preguntas: si había sido amamantado, si por mi madre o por un ama de leche, si me chupaba el pulgar o no, si vivían mis padres, que cómo era mi relación con ellos, cuándo había tenido mi primera experiencia sexual, si siempre había sido heterosexual, si en el colegio copiaba los ejercicios de geometría, etc., etc., etc., y entre todas esas preguntas dijo poco antes de concluir la sesión: - Concretamente, ¿qué es lo que más lo preocupa últimamente…? Estaba a punto de responder: la sombra, cuando miré la pared donde se reflejaba la luz de la lámpara de pie y advertí la forma de la pantalla; algo no encajaba, sentía la voz del analista, pero no veía su sombra reflejada en la pared…¡la sombra! - ¡La sombra! –grité y me incorporé violentamente en el diván, salté, corrí hacia la salida chocando con la sombra que había estado ocupando el sillón y haciéndome tantas preguntas. Grité. Un gran alarido. La sombra pareció sacudirse movida por los espasmos de la risa, no oía sus carcajadas, pero sé que se reía. Llegué a la sala de espera, la cara de Einstein parecía más burlona que al principio, con la lengua extendida hacia mí, hacia la humanidad entera. Cuando salía del estudio una corriente eléctrica me sacudió violentamente: la presión de una mano en mi hombro y una voz a mis espaldas: - Oiga, ¡espere! Me di vuelta lentamente sintiendo que mi corazón estallaría de un momento a otro. El hombre alto con una chaqueta corta celeste, me miraba desde el fondo de unos ojos claros tranquilizadores. - ¿Usted tenía cita conmigo…? Me retrasé un poco, lo siento. - No, no. Me equivoqué de apartamento. No sé si me entendió, si supo que le mentía, bajé corriendo los cuatro pisos y en cada recodo me pareció que la sombra se detenía, esperando. Quizás hubiera sido una solución contarle al psicólogo lo sucedido, advertirle que la sombra lo había suplantado, pero no me hubiera servido de nada. Estaba en sus manos, había conseguido confundirme, y lo que es peor, asustarme. Tomé un taxi y no aparté la vista de la nuca del conductor para asegurarme de que realmente era de carne y hueso y no una sombra misteriosa, ilógica, que trataba de enloquecerme. Anochecía cuando llegué a mi apartamento y me aseguré de cerrar bien la puerta, me sentía más tranquilo, encendí la luz. ¡Estaba allí! En mi sillón favorito, cerca de la ventana. La sombra pareció moverse impaciente y abandonando el sillón, levantó las manos hacia mí, diciendo: - Vamos, vamos, no te demores, te esperaba. Todo lo que siguió después es muy confuso. Desperté algunos días más tarde en un cuarto que no era el mío, en una cama de barrotes blancos. La puerta se abría con frecuencia y entraba una enfermera a ponerme una inyección, a obligarme a tomar una píldora, a alcanzarme todo lo necesario. - Si continúa así, mañana ya podrá ir al baño solito.-me alentó una vez, retirando la bacinilla. Todos esos días en el sanatorio son realmente difusos, no tengo casi recuerdos de esa temporada, de ese largo sopor interrumpido por la entrada de la enfermera, por algunas pesadillas de personas corriendo por un pasillo y entrando en mi casa toda en desorden, trataban de evitar que yo huyera, una ambulancia en la calle, muchos ojos mirándome en círculo y una persona destacándose entre ellos, o mejor dicho una sombra observando como los enfermeros me subían con la camilla y la ambulancia aullando, alejándose, alejándose, y después el sueño, el sopor, la enfermera, los medicamentos. No me permitían recibir visitas. No contestaban mis preguntas; en alguna ocasión cuando me mostraba muy excitado, el médico lo hacía con evasivas. Debieron pasar algunos meses hasta que salí del sanatorio. Me sentía muy débil aún. La empresa para la cual trabajaba decidió prescindir de mis servicios debido a mi larga ausencia y a los rumores acerca de mi estado mental. No obstante, eso no representaba un gran problema: contaba con algún ahorro (si es que quedaba algo luego del pago de la clínica) y en el peor de los casos podía hipotecar la casa. En fin, me pareció más razonable seguir el consejo del médico y no pensar en otra cosa que no fuera tomar unas vacaciones en algún lugar tranquilo, lejos de la ciudad. A la semana siguiente me hallaba instalado en un solitario balneario. Faltaba un mes para que comenzara la temporada y había poca gente en los alrededores. La cabaña era pequeña, confortable, con los muebles indispensables. Una mujer del lugar venía a hacer la limpieza y a prepararme algo de comer todas las mañanas. Era muy charlatana; casi nunca le prestaba interés absorto en pensamientos inasibles, tenía que pensar, poner en orden el caleidoscopio de ideas y recuerdos inconexos, reencontrarme con el ser que había sido para continuar siendo sin incógnitas, debía llenar mi cerebro, que sin duda, habían vaciado durante la estadía en la clínica. Los primeros tres días no salió el sol. Me quedé leyendo, escuchando música, saliendo a veces para caminar entre los pinos. El cuarto día el lugar se llenó de sol, decidí bajar a la playa temprano, antes de que se congregaran los pocos turistas del lugar. Caminé por la orilla del mar hundiendo mis pies en la arena, siguiendo, sin darme cuenta, durante un trecho, unas huellas recientes que se perdían entre las rocas contra las que se estrellaban y morían las olas. Extendí la esterilla y me acosté boca arriba. El sol bañó mi cuerpo con una deliciosa sensación de bienestar, entibió mi piel acariciada por la brisa de salitre que despeinaba mi pelo. El rumor del agua como un canto lánguido y sensual llamando a los sentidos durante tanto tiempo dormidos. El sol calentó mis párpados, cerré los ojos, los abrí, los cerré. De pronto se nubló. Abrí los ojos. Me costó un poco acostumbrarme a la luz, el sol no se había ocultado. Algo se había interpuesto entre él y yo, traté de distinguir de qué se trataba. Me coloqué los anteojos oscuros y vi frente a mí, erguida en la arena, recortando el horizonte, a la sombra. |
© Ricardo Rodríguez Pereyra
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