El sueño de Carlitos Chaplín cuento de Ildefonso Pereda Valdés
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Carlitos Chaplín esperó toda, la noche a los invitados. La chocita, brillante entre la nieve, había sido aderezada con gusto femenino por Carlitos. Guirnaldas entremezclábanse por el techo —flores sobre la mesa— un pastel con bujías que pensaba apagar una a una, mezclando el aliento de su boca con el de aquella Georgia desdeñosa para el amor del pobre Carlitos; pero que al fin se había dignado aceptar una invitación con sus amigas, para una cena intima en la choza del hombrecito raro, en aquella noche de Navidad, que a Chaplin le iba pareciendo bien trágica. Miraba el reloj, desolado. Una hora, otra. Interminables, largas coma esperanza de pobre. Contempló sus botines rotos y recordó su infancia cuando era un niño feo y se entretenía en hacer muecas a los peatones, desde la alta ventana de su casa en una vieja calle de Londres. La mamá le había enseñado los primeros rudimentos de su arte. Aquella mamá tan buena y aquel padre borracho! Recordó, también, el circo y las pantomimas que le valieron los primeros éxitos, y, aquel día en que surgieron en su imaginación la galerita, los pantalones caídos y el bastón de junco, atributos de su gracia, que iban a conquistar un. mundo. Las desavenencias matrimoniales con Lita Gray volvieron a su imaginación para amargarlo mas intensamente. Hace un momento había tenido una reyerta por cuestiones de dinero. Todos sabían que amaba el dinero como un avaro. ¡Bastante trabajo cuesta ganarlo! Oh! los días de Londres! No fue como otros, como Tomas Meighan, por ejemplo, que de ingeniero saltó a estrella de cine, sin pasar por esas alternativas de la miseria londinense, de aquellas calles llenas de prostitutas y tahúres. Pensó mucho en su mujer, pensó en sus hijos; pero recordó, también, que en ese momento estaba representando «La Quimera del Oro». De pronto se quedó dormido y soñó: Todos. Todos se habían coaligado en una Ku-Klu-Klan gigantesco para decretar su muerte. Estaba filmando «El hombre de viento», su última película, con la que pensaba hacer reír a millones de hombres de una sola vez, cuando le comunicaron la sentencia de muerte.
En el laboratorio de la risa, conectado
con hilos invisibles a todos los cines del mundo, trabajaba
afanosamente. —Master, forgive them, for they know not what they do. Antes de morir quiso terminar su película: «El hombre de viento». Acababa de dar el ultimo toque a su film cuando apareció su confesor. Era un sacerdote católico. —¿Tiene usted algo que confesar antes de morir? —La tristeza de mi vida y la alegría de los demás. —¿Ha incurrido en algún pecado mortal? —Suministrar a los hombres inyecciones de ingenuidad y la risa clara de los niños. -¿Deja usted enemigos? —Los hombres serios que llevan el cello fruncido y los corni - maridos contrariados. ¿Cuál es su ultima voluntad? —Quiero ver a mis discípulos. Entran Buster Keaton, Harold Lloyd, Barrilito, Casimiro, Fazenda, Clyde Cook, Roscoe Arbukle, Jackie Coogan, Douglas Fairbanks, Wallace Beery, Raymond Hatton y Eddie Kantor. Los invitó a comer. Habló a sus discípulos de cine, de su última película: «El hombre de viento», les encargó velaran por sus hijos y continuasen siempre la doctrina de la risa universal, multiplicada por la magia del cinematógrafo. Partió el pan y el vino con ellos. Rió mucho y de pronto, poniéndose serio, exclamó: —Aquí entre todos hay uno que se llama Judas. —Yo soy, dijo Buster Keaton y desapareció por el foro. Desde ese momento comenzaron los sufrimientos, como preludio de la muerte. Visitó por última vez a su mujer Lita Gray. Se despidió de ella sin amor y ella para amargarle los últimos momentos, lo trato de marido perverso, causante de sus desdichas. Los empresarios cinematográficos preparaban las maquinas para filmar la película: «Crucifixión de Chaplín». La plebe se acercaba a él y le escupía la cara, como a Cristo los fariseos. El Departamento de Policía de Nueva York distribuía en todas las comisarías el retrato de Chaplín con traje de presidiario, como en la película el «Reverendo Caradura». Una turba de imitadores con galeritas de fieltro y bigotes de alambre, recorría las calles gritando: ¡Muera Chaplin! iViva Buster Keaton! Las mujeres histéricas le amenazaban y le insultaban porque no se parecía a Rodolfo Valentino. Una manifestación de profesores y políticos llegó hasta su casa para gritarle: ¡Has matado la seriedad. Eres nuestro enemigo! Supo que un pastor lo excomulgaba por haber adulterado el sermón de David y Goliath; que un imperialista alemán intentaba apalearlo por la caricatura del Kaiser en: «Abajo las armas». El Gobernador Fuller lo proclama candidato a la silla eléctrica como a Sacco y Vanzetti y por un bando oficial prohíbe a todo ciudadano usar bigote Chaplín y galerita. Era una mañana plomiza. El sol avergonzado de tan injusto suplicio ocultó el rostro para llorar la muerte de su hijo, alegrador de los hombres. Nueva York distaba del cielo tan solo algunos metros; parecía quo los rascacielos subieran, subieran, como para redimir a Chaplín. Los automóviles enfilados no dejaban paso a la gente, ávida de contemplar la ejecución. Millares de sirenas estridentaban el aire y un olor a bencina hacía pensar a todos que estaban manchados y a la verdad, lo estaban. La mancha era terrible para la humanidad: sacrificar al rey de la risa. Aeroplanos caían como flechas v tirabuzoneaban, abriendo agujeros en el aire. La ciudad estaba embanderada de miedo y las mujeres se estrujaban para contemplar la última sonrisa de Chaplín. Allí, en medio de aquella plaza iba a levantarse la cruz. Una cruz como dos brazos abiertos pidiendo clemencia, y que, sin embargo, se convertía en el símbolo de la intolerancia y de la maldad. Carlitos se acercó a la cruz y la miró. Le pareció tan larga como para llegar al cielo. Y Cristo, desde arriba, contemplaba aquel espectáculo, semejante al que había padecido el, mil novecientos años antes. —Lynchémosle como a un negro. Se oyó una voz estruendosa. La policía apenas podía contener aquella oleada humana. Trajeron una escalera para que Carlitos pudiera subir al lugar geométrico de su crucifixión. Se le cayó la galerita. Baja a recogerla. Quería morir con los atributos de su arte. Una pitada señaló el momento del suplicio. En eso llega un mensajero. ¿Será el indulto del Presidente de la República? Silencio grande coma una pampa. El verdugo leyó: «Los niños del mundo pedimos el indulto de Carlitos Chaplín. El nos enseñó a reír y a ser niños. Nunca quiso que fuéramos precoces, enfermizos v tristes. Para nosotros fabricó la explosiva alegría de su risa. Él nos legó: «El Pibe», «Vida de perros», «El reverendo Caradura». Pedimos por su vida para que siga alegrando nuestra vida». Terminada la lectura, el prefecto de los sayones, gritó: Que continué la ejecución! Despertó. Allí no estaba la adorable Georgia. La mesa seguía tendida y las velitas se habían apagado. Tal vez la burlona Georgia, retozaría en este momento en los brazos de un atlético orangután de escasa forma humana. Las mujeres son tan incomprensibles! Esa mujer fina con dulce expresión de madona encuentra un placer infinito en refugiarse en los brazos de un cuadrado bruto. Quizás la mejilla de una jovencita sea un pedazo de manzana robado a un ángel; pero la boca, el rictus sensual, el deseo incontenido de besos y caricias torturan cualquier pura fisonomía de mujer. |
Ildefonso Pereda Valdés
Del libro "El sueño de Carlitos Chaplín"
Este libro se acabó de imprimir en la Imprenta "Gaceta Comercial" el día 5 de Setiembre de 1930.
Se digitalizó y editó con el agregado de imagen, por el editor de Letras Uruguay, el día 9 de octubre de 2016. Al día de la fecha inédito en el ciber espacio. T
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Ildefonso Pereda Valdés en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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