Introducción a Rapsodia Bárbara

Poema Rapsodia bárbara

por Emilio Oribe

La muchedumbre anónima de antepasados que todos llevamos en la estructura de nuestra sombra carnal bajo forma de imagen o de sueño, suele dibujar sus fronteras y contornos en algunos de nuestros actos. En éstos, los griegos volcaron el rígido fuego de la fatalidad, y los modernos renovaron las leyes del determinismo individual. También es indudable que para nuestros ojos, a medida que somos cultos y maduros, todos los individuos que nos constituyen y nos rodean, se van definiendo poco a poco dentro de ciertos tipos universales y raciales, y que éstos se enlazan a su voz con las cadenas de los antepasados, quienes vienen a exhibir de tiempo en tiempo, en nosotros, las lámparas de sus mitos.

 

Confieso lealmente que lo gauchesco no constituyó jamás, para mí, un tema central de reflexión y de estudio. Me entregué con alguna lucidez mental a otras especulaciones y sobre ellas aventuré hipótesis y hasta pensé dejar algo que me sobreviviera. Vale decir, que recorrí todos los jardines de la filosofía y de las letras, y hasta entré en la penumbra de las ciencias. Pasé años en grandes ciudades, en aulas, entre discípulos, maestros y libros. Recorrí países. En todos los casos, como norma constante, me entregué más bien a los griegos y renacentistas y modernos, y alterné las displicentes amistades con las fórmulas, las rosas y los vinos. En las lejanías de mi espíritu vagaban, tanto como en la claridad de mi razón, las figuras reales y las abstracciones que en mis libros he mencionado e invocado. ¿Para qué citarlos de nuevo? Fui, o creí ser, un devoto retardado e impaciente, de todo aquello que tuviera que ver con la Inteligencia. Y bien, ¿de dónde proviene entonces este renacimiento constante en mi, de números oscuros que me arrastran imperiosamente hacia la noche de sus selvas americanas? Quiero decir que, casi siempre, en la parte más íntima de lo vital y emocional, consagré un culto comprensivo y directo por lo gauchesco. Es que vengo directamente de gauchos por el lado de mi madre. Hay como trescientos años de militancia gaucha, selvática, errabunda, en las prolongaciones de mi ser hacia lo pasado.

 

He terminado por aceptar la creencia de que las experiencias dentro de lo gauchesco me vienen en la sangre. Siento profundamente todo lo relacionado con la existencia de los gauchos. Es indudable que muchas veces procuré ocultarlo, aunque le reservara las devociones intimas. No tengo que hacer ningún esfuerzo para simpatizar con lo autóctono de estas regiones de América y no niego que entre los motivos salvajes noto también algunas intuiciones indígenas. Es que mis antepasados, antes de venir al Río de la Plata, vivieron en el Paraguay y en las provincias argentinas del litoral. Y allí los indios mezclados con los blancos, entraron en nuestras familias.

 

Nací y me crié en Melo y en los campos de Cerro Largo. Después volví muchas veces a aquellos lugares. Mis primeros recuerdos me iluminan gauchos y llanuras. Por la casa de mi abuelo, en donde vivíamos entonces, pasaron gauchos con divisas blancas y lanzas, que formaban parte de la revolución de 1897. Son las primeras imágenes que tengo del universo. Una tarde de invierno llegaron a casa, bajaron de sus cabalgaduras, entraron a hablar con mi abuelo, me acariciaron de paso, y aun veo sus ponchos, sus rostros, sus sombreros con divisas, y oigo sus voces y sus espuelas.

 

¿Quiénes eran? ¿Qué deseaban? Nada sé, ni averigüe; después supe que mis parientes estaban entre los revolucionarios. Podrían ser sus amigos. O ellos mismos; venían luchando, los perseguían, se fueron... Me parecen hombres jóvenes, altos, alegres, valientes... A su lado y después, sólo hay sombras. Más tarde pasé temporadas en Tacuarí, en el Rincón de los Coronel. Allí todo era gauchaje puro del siglo XIX.

 

Crecí bastante libre en el campo. ¿Por qué me llevaron? Lo ignoro, pero me hicieron ese regalo. Alterné con negros viejísimos, antiguos esclavos, a quienes aún veo rengueando, picando tabaco en rama y fumando en chala. Viví entre las peonadas. Madrugaba para ir a las ruedas del fogón de la cocina o al corral, en donde me ofrecían jarros de leche y carne asada. El gaucho cuajó en mi su sobriedad, su destreza, su vigor, su arrogancia, su ternura. Vi domar, vi parar rodeo, vi enlazar y pialar, y degollar reses, y pisé y acaricié la sangre aún caliente que se amonedaba en coágulos al caer en el barro. Me interne y me perdí en los bosques cerrados de espinillos, y coronillas, y tarumanes, del Tacuarí. Recuerdo viajes nocturnos, bajo la luna, para ir a pescar, a varias leguas de distancia de las casas. Una vez cuidé y curé un perro que fue atravesado por un toro, rompiéndole los pulmones y arrojándolo por los aires de un guampazo. Vi marcar, vi capar. Me ofrecieron los gauchos esos espectáculos en medio de los campos o en corrales de piedra. Junto a los fogones me entregaron los residuos viriles de los toros, las vísceras asadas entre las brasas, al lado de las calderas, los choclos y los costillares.

 

Sé que allí todos los seres eran fuertes y buenos; también eran blancos. Mi padrino era el mejor de todos, por su apostura y generosidad, a pesar de que se emborrachaba. Se odiaba a los salvajes. Se adoraba a Diego Lamas y a Aparicio Saravia, que en mi imaginación aparecían como hombres remotos y sobrenaturales. Escuché guitarras, con décimas de revoluciones, peleas y amores en el amanecer e historias crudas de mujeres de los puebleríos. Supe que el muchacho con el cual jugué fue degollado y que tal amigo cayó bajo el pelotón de fusilamiento.

 

Mis padres vivían en Melo, pero yo me fugaba y me iba con mis tías al campo. Allí vivía libremente, llenándome de esas crudas experiencias que después quise olvidar. Más tarde, pasé algún tiempo en otra estancia, más hacia el Brasil, en un lugar llamado Cañada de Santos.

 

Los años que permanecí en Cañada de Santos han sido los más felices de mi infancia. Gozaba de una gran libertad de acción en medio de espectáculos primitivos y grandiosos. Había con frecuencia movimientos de ganados; grandes tropas: rebaños, conjuntos de potros, cacerías en los pajonales de las islas, copiosas manadas de ñanduces y venados. Todo eso completado con un gauchaje noble y puro, mezcla de brasileños y uruguayos, peones, puesteros, enlazadores, domadores, troperos, milicos, que me ofrecían un amplio cariño y certeros cuidados. Yo era el hijo del patrón; pero me entregué a ellos, y ellos me querían y toleraban todos mis caprichos y audacias. En las madrugadas estaba con ellos en los fogones; por las mañanas me entreveraba en los rodeos y en los apartes de reses bravas. Siempre me dieron, para que yo utilizara, su caballo preferido, el lazo, las boleadoras, hasta el tabaco y el facón. A lo lejos, se veían paisajes del Brasil; sufrí su fascinación: de allí venían tesoros, tormentas, bandidos.

 

Entonces vi domar y enlazar con maestría suprema: en corral y en el campo libre, en llanuras o serranías. También aprendí canciones y tonadas gauchas, de amor y de guerra, o de intención traviesa. Aún recuerdo éstas:

Muda la buena esperanza,

muda todo lo profundo.

Sepa usted que en este mundo

todo presienta mudanza.

Este compuesto de ruda sabiduría terminaba repitiendo dos versos:

así como todos mudan,

que yo mude no es extraño.

Estaba destinado a defender un cambio de amor, una inconstancia criolla.

 

También aprendí esta otra canción con una música melancólica y profunda:

Sale el sol, sale la luna

y el lucero en su compañía.

¡Qué triste se queda un hombre

cuando una mujer lo engaña!

Por último, cierto contenido burlón me traían otros versos:

En la puerta de mi casa

hay un toro yaguané

con la jeta y con la trompa,

parecido con usted.

O esta otra cuarteta, en la cual hay que repetir el último verso y sonreír:

En la puerta de tu casa

un tejo de oro perdí.

Nadie con el tejo daba

y yo con el tejo di.

Puede decirse que experimentaba en toda su plenitud la atmósfera del gauchaje fronterizo que se extendió hasta los primeros años de este siglo. Viajó entre carreros, pasé noches enteras mirando las estrellas y nombrándolas, desde mi recado tendido en el pasto, junto a las mangueras llenas de novilladas que iban hacia el Brasil. Crucé ríos a nado, solo o en las ancas del potro de algún peón que acudió a socorrerme. Ciertas noches me ocurrió algo que hoy me parece de una poesía extraordinaria y que encierra hasta un resplandor simbólico. Después de un día de jornadas camperas, por la noche, al regresar a la estancia, me dominaba la fatiga y me quedaba dormido sobre el caballo. Dos peones de confianza se colocaban a mi lado, aproximaban las cabalgaduras, y así vigilaban mí sueño, durante horas, para impedir que me cayera. Yo me solía despertar, vacilaba un poco y reconocía lo que me rodeaba: el ruido del trote de los caballos, el olor a sudor, algún canto, los teros, el concierto infinito del universo. Caía de nuevo en el sueño. Así, hoy me entreveo en el recuerdo, como un niño dormido sobre el caballo, vigilado de cerca por dos gauchos emponchados, marchando a mi lado en la noche cerrada por las inmensas llanuras y por los siglos.

 

No quisiera insistir en detalles. Pero es indudable que una experiencia caudalosa de la vida del gaucho desfiló entonces por mis sentidos. Mi instrucción decayó mucho; apenas sabía leer y escribir. No me importaba gran cosa. Mis proyectos futuros, en mis salidas solitarias por el campo, consistían en continuar aquella manera de vivir. Conocí gauchos viejos que estuvieron en la Guerra Grande, Quinteros, en las revoluciones del 70. Venían a la estancia y yo conversaba con ellos. Aun me parece verlos, en su ancianidad pobre y musculosa, con sus historias y derrotas. Vi sus ranchos; las lanzas escondidas entre la quincha de las habitaciones; y sus miembros llenos de cicatrices. Oí hablar así de Nico Coronel, del gran Dionisio Coronel, de Saravia, de Lamas, de Leandro Gómez, de Antonio Mena y Fortunato Jara. Conocí a algunos que estuvieron en Manantiales, Cerros Blancos, Arbolito y Tres Arboles. También conocí contrabandistas y bandidos, que por la noche viajaban a rumbo, cortando alambrados y llegando a las casas a traer tabaco y caña, o a pedir auxilio para curarse alguna herida de bala. Todo esto enriquecido por mil detalles que no deseo evocar ahora, duró hasta la guerra civil de 1904, en que mis padres me llevaron a Melo.

 

En Melo, ya la vida mía cambió muchísimo. Con gran dolor pensaba en el campo y sólo soñaba con escaparme e irme a Tacuarí. Pero no pudo ser. La guerra civil se apoderó de mis preocupaciones. La familia de mi madre estaba totalmente del lado de los blancos. Tíos y primos, muchachones y hombres a quienes yo admiraba, andaban con los ejércitos de Saravia. Yo conocí a Saravia en su casa, antes de 1904. Anduve entre sus hombres de confianza, sus soldados íntimos, sus asistentes. Lo vi cruzar por las calles de Melo entre sus escuadrones, y llegó a mí un eco del poder de seducción y dominio que ejercía en todos los hombres. Le tuve una devoción muy grande.

 

Algunos parientes murieron o fueron heridos en las batallas sangrientas contra el gobierno de Batlle. Asistí también al desfile de los ejércitos rivales por las calles de Melo. Vi la miseria del gauchaje, los hombres melenudos y descalzos, con lanzas, carabinas, sables inmensos y divisas descoloridas por el polvo, la sangre y la lluvia. Como ocurre con los muchachos audaces de los pueblos, varios amigos nos metíamos en todas partes y conocíamos episodios inenarrables; luchas de lanceros, muertes heroicas, degüellos y saqueos bárbaros. Una vez vi entrar por las calles de Melo las carretas llenas de heridos de Tupambaé; más tarde las caballerías de Basilio Muñoz, con sus lanzas en alto, manchadas de sangre, formando columnas interminables. Comprendí la fuerza y el heroísmo de aquellos muchachones algo mayores que yo, que siguieron detrás de Saravia hasta la muerte de éste, en Masoller. Por la noche, algunas veces nos entregábamos al terror colectivo, en la inminencia de la llegada de los colorados, con sus divisas rojas, sus uniformes y sus regimientos, con indios de fama terrible. Yo contemplaba todo sin distinción: amaba a unos, pero no temía conocer

y entreverarme con los otros. Muchos jefes adversarios que sabían las actitudes de mi familia, me conversaban y buscaban bromear y discutir conmigo. Diversos lugares y nombres nacionales, en el comercio de mi padre se hicieron poderosos y legendarios: Fray Marcos, Paso del Parque, Galarza, y, por encima de todos, Saravia y Justino Muniz. A pesar de los obstáculos pude instruirme bastante en la escuela que se abrió en el invierno. Tanto que, al año siguiente, en 1905, después de una preparación sumaria en Montevideo, pude ingresar en la universidad, hecho que me costó muy poco esfuerzo y que sorprendió y alegró a mis padres que deseaban alejarme del campo. Y así es que ya al final de la guerra empecé a actuar en Montevideo. El viaje de Melo a Nico Pérez se hizo en diligencia. Demoramos dos días, por caminos destrozados por la revolución. Yo hubiera deseado que el viaje durara un mes. Recorrimos los campos sin alambrados ni reses, desiertos, incultos, después de la guerra civil. La muerte de Saravia nos entristecía a todos. Muchos creían que no había muerto y que se hallaba en el Brasil, de donde volvería pronto. Vi numerosas cruces en el campo, pequeños cementerios entre Tupambaé y La Ternera. Más allá ranchos quemados, poblaciones en la miseria, algunos grupos de revolucionarios que regresaban a sus ranchos, con la ira y la derrota en sus rostros: preparando entre grandes gastos, la otra revolución, la que daría el triunfo al partido. En todo el recorrido del viaje se respiraba aún la atmósfera ruinosa de la guerra civil, pero desde un fondo gaucho, leal, noble, primitivo. Yo entré en ese ambiente con todos mis sentidos y lloré la muerte de Saravia en las posadas del camino, que eran miserables cuartuchos de ranchos, en donde se agrupaban seres en derrota, pero siempre con esperanzas, aunque no supieran decir cuáles eran.

 

Pasé en medio de los desastres de aquella revolución y llegué a Montevideo. Aquí empecé una nueva vida. Entré en un colegio llamado pomposamente Víctor Hugo. Soporté las bromas de mis compañeros por culpa de mis aires de paisanito, estudié, leí, viví intensamente, fui a la Universidad de la calle Cerrito, al fútbol, al teatro, a los conciertos. Tuve novias y amoríos dudosos. Perdí el tiempo en los cafés y las playas. Olvidé a los gauchos. Pero años después, a causa de mi salud y porque mis estudios estaban algo descuidados, mis padres me enviaron otra vez a Cerro Largo.

 

Por ese tiempo ya me había alejado muchísimo de mis simpatías gauchas. Me invadían los conocimientos universitarios, las ideas avanzadas, las corrientes europeas. Leía toda la biblioteca Sempere y hasta conocía a algunos anarquistas y libertarios. Iba a las asambleas de obreros, tanto como a las del partido blanco. Devoraba cuanto libro y revista caía en mis manos. Pero en cierto momento me sentí enfermo y algo desordenado de propósitos; y mi conducta disgustó a mi padre. Este resolvió mandarme al campo; yo sufrí mucho al principio porque me había habituado a las tertulias de los cafés y billares, y también porque me había enamorado de una rubia del barrio de la Aguada y no quería separarme de ella. Pero no hubo más remedio que obedecer. Yo siempre le he dado mucha importancia a este viaje, en lo que se refiere a mi vida espiritual. Tenía quince años. Fui solo hasta Nico Pérez; allí tomé la diligencia. Iba sin viajero. El mayoral era un hombre espléndido que me tomó simpatía. Viajaba una mulata de Bagé, bastante guapa, y durante todo el viaje fue cantando aires brasileros. Me mareó con mimos y caricias. No terminaba nunca. Me ofreció sonrisas y mermeladas; quería ¿en broma? que me fugara con ella al Brasil. Con el mayoral hice lo que se me ocurrió. Empezaron a reanimarse en mi las estampas borrosas de los gauchos. Me entrometí con el cuarteador de la diligencia, gusté caña en las postas, madrugamos y tomamos mate en rueda con negros y peones. Un viaje inolvidable. De Melo me llevaron al campo, cerca de Aceguá. Allí permanecí un tiempo, de nuevo entre la peonada de la estancia, chacareros, hombres grotescos y hermosos, mujeres, bailes, pulpería. Otra vez volví a la vida libre e intensa... Un peón apodado Pirurica me condujo a los bailes en serie que se realizaban en los ranchos vecinales. Pasó noches enteras sin dormir, entre las parejas que bailaban polcas riograndenses con figuras y levantaban nubes de tierra en las salas, hasta ahogarme. Unas negras regaban el suelo con agua perfumada y unos mulatos semi borrachos formaban la orquesta de acordeones y guitarras. Recuerdo que tuve grandes éxitos, en los salones, en las carpas de las carreras y en las timbas. Lo único que me faltó fue pelear a facón o revólver. Regresábamos al amanecer a la estancia, secretamente, y allí me cuidaban y reconstituían.

 

Manejé armas, tuve aventuras, me olvidé de Montevideo y hubiera ido quién sabe a dónde si mi madre no me manda buscar urgentemente para meterme a medio pupilo en un colegio. Pero mientras estuve en el campo leí bastante. Había llevado libros; allí había empleados que tenían obras célebres. Y entonces fue como conocí la poesía gauchesca. Una vez, en Arroyo Malo, en la estancia de Collazo, nos agarró un temporal. Yo andaba de recorrida, visitando a mis conocidos y parientes, y tuve que permanecer unos días en la estancia mencionada. Yo usaba bombacha, bota, espuelas, lazo. Una noche, llegó al galpón donde yo estaba entre los peones, un turco vendiendo mercancías. Estos turcos eran comerciantes ambulantes que ofrecían pañuelos, vestidos, chucherías, jabones y perfumes. Pero vendían algunos libros. Fue entonces que conocí el Martín Fierro, de Hernández. Compré, por unos centésimos, los dos tomos: en una edición con toscos grabados, en papel ordinario, con tapas azules y formato grande, como de revista. Creo que Rojas menciona y elogia esas ediciones populares. Así conocí el Martín Fierro1. Lo leí de arriba abajo, aprendí versos, lo hice conocer a los peones. Los gauchos que aparecieron entonces en mi imaginación se agregaron a los que yo conocía directamente. Las llanuras fronterizas de mis correrías desembocaron en las pampas argentinas. El Martín Fierro me causó una impresión grandísima. Poco tiempo después me encontré con los libros de Acevedo Díaz, en la casa de mis parientes. Leí Ismael, después leí todas las obras apasionadamente. Ismael Velarde y Cuaró fueron mis tipos ideales: yo soñaba con ellos, con repetir sus hazañas, con identificarme con su existir en alguna guerra imaginaria o en las llanuras de mi país. Me arrebataron entonces dos obras fundamentales de la literatura americana: el Martín Fierro y las novelas de Acevedo Díaz. Enseguida me leí todo Javier de Viana, su Gaucha, su Gurí, su Facundo Imperial, sus comentarios, sus cuentos. Confieso que conocí en su casi totalidad y admiré con hondura la obra de Viana: lo quería, además, porque estuvo en el Quebracho y sirvió en la revolución de 1904. Fue en esa época, pues, que se realizó mi conocimiento con los escritores que mejor describieron la vida de nuestros gauchos. Entre tanto, bajo mis ojos, la fisonomía del campo había cambiado bastante. Llegó el ferrocarril a Melo. El medio rural se modificó: inmigrantes, agricultores, ganados finos, métodos modernos. Los gauchos se fueron extinguiendo, las ideas y las indumentarias cambiaban, se operaron transformaciones importantísimas en los medios rurales y puebleros. Pasé una larga temporada en ese medio de transición y volví a Montevideo, trayéndome el trágico derrumbe de una época y el conocimiento de la obra de Hernández, de Acevedo Díaz y de Viana. En esta ciudad, al margen de los estudios, fui a los cenáculos literarios y alterné con amigos que sufrieron cárcel por disturbios obreros. Recuerdo haberme acercado a la silueta de Florencio Sánchez en las calles de la Plaza Independencia y en los teatros.

 

Proseguí y terminé estudios en Montevideo, entregándome a otras disciplinas y especializaciones que más o menos mis compatriotas conocen. La existencia de las plebes gauchas, de tiempo en tiempo, resurgía en mi como un débil resplandor o me tironeaba de adentro como una coyunda invisible. Conocí los gauchos teatrales de Florencio Sánchez y de Ernesto Herrera. Frecuenté después las obras de los maestros argentinos del siglo anterior; Hilario Ascasubi, siempre José Hernández, Estanislao del Campo, Ricardo Gutiérrez. Me gastaron muchísimo, más tarde, las décimas del Santos  Vega, de Rafael Obligado. Confieso que también me atrajeron los versos de Bartolomé Hidalgo y las décimas de Regules. Leí muchas veces el Facundo y el Segundo Sombra después, con pasión tremenda. Me interesó la historia de los caudillos argentinos, desde Ramírez a Urquiza. Me encantaba tener por bisabuelo a un caudillo como Dionisio Coronel2 y que éste hubiera estado en Quinteros, para salvar gente prisionera, y que hubiera muerto en pleno combate y que sus descendientes hayan luchado hasta morir, entre los gauchos de nuestras revoluciones. Me entregué, en los últimos tiempos, con goce muy vivo, en horas libres, a las narraciones de Hudson y Espínola, a algunas poesías de José Alonso y Trelles, y a las Crónicas de Zavala Muniz.

 

A veces, hasta llegue a encontrar cierto gusto en presenciar las trivialidades gauchas de los pericones en el teatro y en las fiestas escolares. Al mismo tiempo he sentido nacer en mi un profundo amor por los niños del campo, a quienes he conocido en los rancheríos y en las escuelas y colonias de vacaciones de mi país.

 

He olvidado numerosos discursos, fiestas con lujosas danzas y cantos de las escuelas; pero jamás olvidaré unos exámenes de fin de año en los ranchos de Cerro Largo y Treinta y Tres. En modo especial, aquellas circunstancias en que oí cantar el Himno Nacional, dirigido y acompañado por un simpático guitarrero gaucho, hermano del poeta Ipuche. Y la misma canción patria que oí después en el Chuy, con acompañamiento de acordeón, que manejaba un lindo gaucho, marido de la maestra, sentado en la tierra.

 

No he necesitado hacer ostentaciones de gauchismo en las ciudades para sentir en lo más íntimo los misterios y las armonías del alma del gaucho. Todo ese sedimento aureolado de penumbras coexiste en mi, sin alterar otras actividades a las cuales me entregué totalmente. Creo que muchas personas se extrañarán de estas confesiones; puesto que me juzgan a través de otras formas de existir diametralmente opuestas.

 

Debo agregar que no he sido nunca un especialista en literatura gauchesca. Más allá de las situaciones personales enunciadas y de las innumerables simpatías que me atraen hacia el abismo del alma gaucha, no he realizado estudios, ni investigaciones, ni trabajos, sobre los poetas gauchescos. Los he leído varias veces, como entretenimiento, por curiosidad y atracción, rebasando lo consciente, y he seguido alerta los episodios y las aventuras, y he conservado bien nítidas, las imágenes vivas de lo que en las obras leí, de lo que soñé ser, de lo que oí a mi alrededor y en mi sangre y de lo que comprendí. Cuando una imagen poética en mi interior, sumamente delicada, que coincide con la del Santos Vega, a través del poema de Obligado; la conservo con más nitidez que la del Martín Fierro3. No podría explicar por qué ocurre eso en mi. También persisten representaciones alrededor del Ismael Velarde, de Acevedo Díaz. Creo que no son del todo gauchescas, pero coinciden con un modo de ser que me subyugó4. También respeto y reverencio, los dichos, las actitudes, las tragedias de los viejos gauchos de Florencio Sánchez y de Javier de Viana. A pesar de que me tocó vivir entre la agonía y la decadencia de los caudillos, el estremecimiento áspero del alma gaucha se ha ido modulando en figuras esculturales y estéticas en mi. En ellas, he percibido los latidos directos de la tierra americana, la vibración de la vida elemental y oculta de los hombres arrojados en el estuario de la naturaleza y las ansias metafísicas universales de la criatura pensante. Muchos pasajes de Hudson, de La Tierra Purpúrea, los recuerdos de la infancia del mismo autor, retratan perfiles gauchos que me conmueven como obras maestras. He recorrido con gusto nuestra campaña y he visitado los ranchos de los últimos restos del gauchaje. En nuestro Uruguay, creo que éste culminó en el siglo XIX, desde Artigas hasta Aparicio Saravia, después de unos siglos de elaboración bajo la colonia. Pobreza, lucha, sufrimiento y heroísmo. No niego que Rivera me es profundamente simpático, por ejemplo, a pesar de que siento un cierto orgullo de pertenecer a una estirpe modesta de gauchos que luchó contra aquel caudillo. Por último, llenos están mis ojos de pampa argentina y de lomas de Entre Ríos.

 

Las formas musicales y poéticas americanas, relacionadas con el gauchaje, me conmueven secretamente. La vidalita, por ejemplo, cantada en el atardecer, en la orilla de los pueblos, detuvo más de una vez mis paseos y reflexiones, lo mismo que el grito del chajá o el canto de la calandria. La guitarra, en manos de un mal gaucho, al expresar los estilos y las décimas y los compuestos, aunque sean elementales y torpes, me interesan más allá de lo confesable. Por ello, cuando voy a los pueblos del interior, me gusta sorprender de noche los cantos de los payadores arrabaleros que aún quedan entre el vaho de las pulperías. Pero jamás me guían propósitos de estudio, grabación, critica, en estos actos; solamente espero recoger en las expresiones impuras del arte nativo, algo así como el aroma de una de esas ordinarias flores silvestres que otras veces suelo arrancar y estrujar en mis manos, durante mis paseos por los bosques y campos de mi patria.

 

Debo confesar que no he ahondado lo suficiente en los estudios sobre la poesía gauchesca. Sólo fragmentariamente he leído a Rojas, Tiscornia, Leumann, Martínez Estrada, Lugones y otros. Cualquier profesor de Liceo sabe más que yo. Los comentarios y las anotaciones fatigan, y aburren al gaucho rudimentario que llevo adentro.

 

Me atraen, en cambio, las obras originales, los episodios, los panoramas, las situaciones, pero las criticas y explicaciones me molestan. A pesar de ello, recuerdo con admiración El Payador, de Lugones y partes del libro de Rojas sobre lo gauchesco. Me intereso siempre por los enfoques de Borges, cuyas salvedades comparto muchas veces. Huyo, sin saber por qué, de los folkloristas; que me perdonen. Pero es bueno saber también que no les concedo a las obras principales que he leído, el carácter de grandiosidad y de epopeya que se les ha querido dar, aunque declaro que me atraen, me gustan, me arrastran en el movimiento de los sucesos y los héroes y en la descripción de los ambientes. No puedo evitar que una gran zona de mi vida emocional y oculta se confunda con el contenido irregular, primitivo, ingenuo y bárbaro de las narraciones gauchescas, en verso y en prosa. En ellas sorprendo una verdad y por lo mismo son respetables.

 

Y eso es suficiente para que las comprenda y las ame, sean grandes o insignificantes, tocadas por la inspiración o paupérrimas.

Emilio Oribe

(1953)

 

Referencias: 

 

(1) En 1949, en Londres, volví a leer fragmentos del Martín Fierro, en una edición popular de esa época antigua. La encontré en la biblioteca de la Hudson House. [Nota del autor]

 

(2) Dionisio Coronel, es el único blanco y el único gaucho que hay en nuestro Panteón Nacional (Nota del autor)

 

(3) Es evidente que en el pasaje faltan algunas palabras. La frase intermedia carece de sentido completo. Dejamos constancia de que no tenemos versión previa ni pre-original alguno que pueda salvar la omisión.

 

(4) En el original una errata; "subyugo". No obstante el empleo del presente ("subyuga") también sería apropiado.  

 

Introducción a Rapsodia Bárbara
Emilio Oribe

Intendencia Municipal de Cerro Largo
Ediciones de la Banda Oriental

 

Ver, además:

            Emilio Oribe en Letras Uruguay

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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