Primera gran cariátide |
Desde tu casi inubicable atalaya miras la esquina, el empedrado desigual que diariamente castigan afónicos camiones. Un cable de la luz parece aferrarte al muro melancólico, como si quisieras escapar hacia un mundo más afín a tus cuencas abiertas y tu pequeña boca —sensual, pese al frío perenne de la argamasa—, como si te fuera posible eludir tu agrisado destino. Cuánto hace que estás, permanecés, conduciendo los días del caserón. Por qué senderos-décadas lo has arrastrado hasta el hoy decrepitud. Qué pudiste ver antes, abajo, donde ahora bufa el estridente y metálico torno y golpean los martillos hasta el hartazgo, en ese portalón desde el que asciende el hollín intermitente que ha ido ennegreciendo el alma de tu forma. Quizá contemplaste el diario rodar de algún mateo con dos mansos caballos blanquecinos. Le vigilaste el sueño cada tarde. Le oíste rechinar al doblar en la esquina-madrugada. Y si te dieras cuenta —un instante nomás— que esas maquinarias que odiás, esos demoníacos animales mecánicos que muerden tu ámbito con frenadas chirriantes y torpes bocinazos (sobre todo los negriamarillos, que por más identificables son el blanco ineludible de tus maldiciones); si te dieras cuenta que ellos son los nietos de aquel cálido mateo que añorás. Tal vez entonces podrías entender lo que a veces oís cantar arriba, en la radio gangosa que alguien sintoniza al alba en el conventillo que supo antes ser casona familiar club político amueblado, cuando Carlitos canta aquello de "Sentir, que es un soplo la vida, que veinte años son nada..." Pero qué te predico. Qué aconsejo. Tu condición esfíngica me dice que comprendés. Que estás muy cómoda en tu incomodidad, que sos plena en tu quietud. Que te sabés cariátide perdida de una esquina sin nombre y sin historia. Que eso basta. |
Alejandro
Michelena
Piedra que siente
Textos de prosa poética publicados en primera versión en la revista B
(Montevideo, 1981).
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