Caminar en la alta noche por calles solitarias de cualesquiera de los barrios montevideanos, ¿no es verdad que resulta una experiencia interior que va más allá del mero hecho mecánico de trasladarse?
Es que Montevideo -felizmente- conserva ese juego de luz y oscuridad que se ha perdido en casi todas las ciudades de cierta importancia en el mundo. Nosotros podemos disfrutar todavía del cielo estrellado, de la luz de la luna transformando las cosas, del susurro de las hojas de los árboles movidas por la brisa nocturna.
Sí. Estarán de acuerdo los lectores que es algo muy especial recorrer esas calles en la noche, y detenernos a mirar una cariátide melancólica en una casa vieja, o una luz misteriosa detrás de una tapia, o un rostro de muchacha que se asoma -soñadora, ambiguamente- por una ventana.
Y así vamos caminando, mientras escuchamos el silencio matizado cada tanto por lejanos motores de quién sabe qué camiones que llegan o que van en plena madrugada.
Y caminamos, acompañados de nuestra propia sombra. Pero también de esos fieles compañeros del noctámbulo montevideano: los gatos, los enigmáticos y danzarines gatos que habitan la noche de la ciudad, que reinan en ella.
Gatos. Ineludibles compañeros del que arrastra el carrito con basura en la alta noche; interlocutores del periodista que deambula cansado luego de una larga jornada en procura del bar y la caña o grappa "del estribo"; de muchos pintorescos habitantes nocturnales... Gatos, pequeños genios sabios de calles tranquilas con plátanos y casonas ya viejas.
¿Quién no los ha acariciado, en una esquina cualquiera a las dos de la mañana, mientras se puede palpar una serena paz luego que la medianoche purificó la ciudad del agobio diurno? |