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Evocación de México
Alejandro Michelena

Recordando el D.F. desde la lejanía

Babel inabarcable

poblado laberinto

de sospechosa

apariencia urbana.

 

Ciudad proteica.

Siempre nueva

y sin embargo vieja.

Para muchos eterna.

Crisol de interminables mestizajes.

 

Junto al aire clásico

del Palacio de Minería

la Casa de los Azulejos

colonial e hispánica,

templo donde los gringos saborean

lo típico

atendidos por lindas camareras

vestidas de lupitas.

Y más allá otro Palacio

—el de las Bellas Artes—

donde oficia

la trinidad mural de

Orozco, Siqueiros y Rivera.

 

Calles del Centro Histórico

donde napas de renovado esmog

visten de gris

los recién restaurados edificios.

Viejos cafés que supieron frecuentar

aquellos exiliados españoles

(y tiempo después

Salvador Novo,

y apenas ayer

Carlos Monsiváis).

 

Casas de dulces y chocolates

únicos,

y locales que ofrecen

artesanías en serie

para consuelo de apurados turistas.

 

Y ese punto omega que es el Zócalo:

desde siempre

el espacio ritual de los encuentros.

Ya en la legendaria Tenochtitlán

y en el claroscuro de la Colonia

y cuando el vendaval

de la Revolución,

o en las actuales

protestas cotidianas.

 

En su lugar de siempre, la Catedral

alzada piedra sobre

piedra

encima de las ruinas

de los dioses antiguos.

Al costado vestigios

del Templo Mayor

último hallazgo

del esplendor azteca

cual agujero negro de la historia.

 

El metro  se desliza silencioso

 -el transporte más limpio

en esta gigantesca desmesura-

reptando por inmensos subterráneos.

Emerge por etapas

deslizándose

en medio de extensas autopistas,

como la viva imagen

de la antigua serpiente.

 

Más allá del Paseo de la Reforma,

de la columna

del dorado Ángel de la Independencia,

se vislumbra en la altura

—en Chapultepec—

el castillo

con los fantasmas de aquellos niños héroes,

y los de Carlota y  Maximiliano.

Por detrás

—debajo de los pliegues de la historia—

la eternidad del mito:

la magia de ese cerro

y del dios de los grillos

(los mundos extraños y sutiles

que están y que no están cerca de éste).

Por debajo el bosque,

cargado de paseantes

cuya tez nos recuerda

aquellos príncipes que lo disfrutaron

mucho antes de Cortés y la Malinche.

 

Y Coyoacán

con aires pueblerinos,

con el alma de Frida

y casas solariegas,

y librerías y cafés

que extienden sus tertulias cada noche.

Y Santa María de la Ribera

con viejas residencias

y patios de vecindad,

y olor a tacos y quesadillas

freídos en las esquinas

en los atardeceres.

 

Inmenso Distrito Federal

con sus taxis verdes ecológicos

y sus camiones

cargados hasta el tope

de pasajeros que viajan escuchando

corridos y rancheras.

Rumbos bien diferenciados donde

se multiplican las calles Hidalgo

y las Morelos

y las Juárez,

en series que no parecen tener fin.

 

Sacramentales desayunos 

en mesas en la calle

o en las cafeterías

en bares de centros comerciales

en millares de casas,

tanto en la exclusividad de El Pedregal

como en las colonias populosas.

Desayunos donde nunca faltan

los frijoles y el buen café de olla

y los huevos rancheros,

y las tortillas de maíz

ese pan de los buenos mexicanos.

 

Piedras de templos precolombinos

sostienen los palacios virreinales,

y en los bajos

de cierto edificio afrancesado

—con buhardilla—

cantan su lamento los mariachis

y se bebe tequila

en típica cantina

con puertas de vaivén.

 

Esto es México D.F.

ciudad del sincretismo incesante.

La Villa de Guadalupe esconde apenas

la reminiscencia ancestral de Tonantzin.

Mexicas de cien generaciones

se cruzan aquí

con nietos de franceses

que hace un siglo y poco

sucumbieron al encanto inexplicable

de “la región más transparente del aire”,

y con hijos de españoles y alemanes

llegados 

hace algunas décadas.

 

Laboratorio cósmico al borde

del colapso.

Conserva sin embargo

el orgullo por sus plazas y verdes

alamedas.

Imantada de historia que está viva

pero arrasando

—sin contemplaciones—

con la frágil memoria

de sus perfiles de hace medio siglo.

 

 

Ciudad cargada de violencia

de injusticias

de quietismo y de culpas,

pero que sigue abierta a vientos de pureza

y añora del pasado

momentos de armonía.

 

México es mucho más que una ciudad:

un corazón sin tiempo.

Ella fue primero

antes que todo pudiera acontecer:

cuando el águila se paró sobre el nopal

junto al lago

mostrando la serpiente en su pico.

Intento de recreación de dos ciudades, cercanas a la experiencia del poeta y al mismo tiempo inexploradas. Rigurosamente inéditos.
A.M.

Alejandro Michelena
2 metrópolis latinas
(de la serie: textos de cámara)

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