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Evocación de México |
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Recordando el D.F. desde la lejanía |
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Babel
inabarcable poblado
laberinto de
sospechosa apariencia
urbana. Ciudad
proteica. Siempre
nueva y
sin embargo vieja. Para
muchos eterna. Crisol
de interminables mestizajes. Junto
al aire clásico del
Palacio de Minería la
Casa de los Azulejos colonial
e hispánica, templo
donde los gringos saborean lo
típico atendidos
por lindas camareras vestidas
de lupitas. Y
más allá otro Palacio —el
de las Bellas Artes— donde
oficia la
trinidad mural de Orozco,
Siqueiros y Rivera. Calles
del Centro Histórico donde
napas de renovado esmog visten
de gris los
recién restaurados edificios. Viejos
cafés que supieron frecuentar aquellos
exiliados españoles (y
tiempo después Salvador
Novo, y
apenas ayer Carlos
Monsiváis). Casas
de dulces y chocolates únicos, y
locales que ofrecen artesanías
en serie para
consuelo de apurados turistas. Y
ese punto omega que es el Zócalo: desde
siempre el
espacio ritual de los encuentros. Ya
en la legendaria Tenochtitlán y
en el claroscuro de la Colonia y
cuando el vendaval de
la Revolución, o
en las actuales protestas
cotidianas. En
su lugar de siempre, la Catedral alzada
piedra sobre piedra encima
de las ruinas de
los dioses antiguos. Al
costado vestigios del
Templo Mayor último
hallazgo del
esplendor azteca cual
agujero negro de la historia. El
metro se desliza
silencioso -el transporte más limpio en
esta gigantesca desmesura- reptando
por inmensos subterráneos. Emerge
por etapas deslizándose
en
medio de extensas autopistas, como
la viva imagen de
la antigua serpiente. Más
allá del Paseo de la Reforma, de
la columna del
dorado Ángel de la Independencia, se
vislumbra en la altura —en
Chapultepec— el
castillo con
los fantasmas de aquellos niños héroes, y
los de Carlota y Maximiliano. Por
detrás —debajo
de los pliegues de la historia— la
eternidad del mito: la
magia de ese cerro y
del dios de los grillos (los
mundos extraños y sutiles que
están y que no están cerca de éste). Por
debajo el bosque, cargado
de paseantes cuya
tez nos recuerda aquellos
príncipes que lo disfrutaron mucho
antes de Cortés y la Malinche. Y
Coyoacán con
aires pueblerinos, con
el alma de Frida y
casas solariegas, y
librerías y cafés que
extienden sus tertulias cada noche. Y
Santa María de la Ribera con
viejas residencias y
patios de vecindad, y
olor a tacos y quesadillas freídos
en las esquinas en
los atardeceres. Inmenso
Distrito Federal con
sus taxis verdes ecológicos y
sus camiones cargados
hasta el tope de
pasajeros que viajan escuchando corridos
y rancheras. Rumbos
bien diferenciados donde se
multiplican las calles Hidalgo y
las Morelos y
las Juárez, en
series que no parecen tener fin. Sacramentales
desayunos en
mesas en la calle o
en las cafeterías en
bares de centros comerciales en
millares de casas, tanto
en la exclusividad de El Pedregal como
en las colonias populosas. Desayunos
donde nunca faltan los
frijoles y el buen café de olla y
los huevos rancheros, y
las tortillas de maíz ese
pan de los buenos mexicanos. Piedras
de templos precolombinos sostienen
los palacios virreinales, y
en los bajos de
cierto edificio afrancesado —con
buhardilla— cantan
su lamento los mariachis y
se bebe tequila en
típica cantina con
puertas de vaivén. Esto
es México D.F. ciudad
del sincretismo incesante. La
Villa de Guadalupe esconde apenas la
reminiscencia ancestral de Tonantzin. Mexicas
de cien generaciones se
cruzan aquí con
nietos de franceses que
hace un siglo y poco sucumbieron
al encanto inexplicable de
“la región más transparente del aire”, y
con hijos de españoles y alemanes llegados
hace
algunas décadas. Laboratorio
cósmico al borde del
colapso. Conserva
sin embargo el
orgullo por sus plazas y verdes alamedas. Imantada
de historia que está viva pero
arrasando —sin
contemplaciones— con
la frágil memoria de
sus perfiles de hace medio siglo. Ciudad
cargada de violencia de
injusticias de
quietismo y de culpas, pero
que sigue abierta a vientos de pureza y
añora del pasado momentos
de armonía. México
es mucho más que una ciudad: un
corazón sin tiempo. Ella
fue primero antes
que todo pudiera acontecer: cuando
el águila se paró sobre el nopal junto
al lago mostrando la serpiente en su pico. |
Intento
de recreación de dos ciudades, cercanas a la experiencia del poeta y al mismo
tiempo inexploradas. Rigurosamente inéditos.
A.M.
Alejandro
Michelena
2 metrópolis latinas
(de la serie: textos de cámara)
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