Tilo |
En el umbral de mis recuerdos de infancia, guardián y fiel hasta más allá de la vida, está Tilo, mi fiel perro. Con sus orejas puntiagudas, el negro hocico, el pelaje amarillo, las cortas patas, la festiva cola, tan vivo está a través de los años, que un ladrido que se pareciese al suyo, unos ojuelos como los suyos, los distinguiría ahora mismo entre mil. No sé como llegó a mi casa. Alguien debió de dármelo pequeñito. Lo veo ya andando a mi lado, con sus saltos, su mirada llena de amistad, su sombra menuda siempre confundiéndose con la mía un poco más grande. Goloso como un niño, me enseñó a ser dadivosa a fuerza de quererlo. La incorregible "manoabierta" de hoy hizo con él su aprendizaje de generosidad. La mitad de mis provisiones dulces era para Tilo. A veces él, sin conciencia de su glotonería, miraba de un modo tan lleno de codicia mi último pedazo de bizcocho, o el postrer terrón de azúcar que tenía en la mano, que dejaba yo de comerlo para dárselo, lo que no era obstáculo para que, más de una vez, luego que se lo hubiera comido, si mi apetito no estaba satisfecho, las lágrimas se me agolparan en los ojos y un tirón de la cola del pobrecillo fuera el corolario de mi magnanimidad. Tilo! Imitando a mi madre, yo solía decirle "mi ángel", "mi tesoro","preciosidad", "encanto", y llegó a familiarizarse de tal modo con esos nombres de ternura, que a cualquiera de ellos respondía como al suyo propio. Cuando empecé a ir al colegio, me acompañaba hasta la puerta llevando en la boca mi canasta con la merienda y la pizarra. Todos los chiquilines del pueblo lo conocían y me lo codiciaban. A la salida de clase era un tumulto en torno suyo: -Tilo, serví en dos patas, Tilo. -Chúmbale, chumba...a...lée a Mariquita, Tilo. El grito de miedo gozoso de la niña: -Ay, a mí, no, Tilito, a mí no! Y la voz de la maestra vigilante: -Niños, quietos. Susana, márchate ya con Tilo... Ese cuzco...! (Cómo está todo esto en mi corazón, Dios mío!). El ladraba, corría con la lengua fuera, tras unos y otros, alegre como de elástico, pero siempre atento a mis pasos y a la orden de recoger la canasta, que ponía fin a sus correrías. Después que la tomaba en la boca, sólo con la cola parecía haber descubierto el movimiento continuo, seguía respondiendo a los gritos joviales y a las solicitudes interminables. Marchaba entonces a mi lado, sobre sus cortas patas, con una obediencia de buen servidor que cumple honradamente su tarea. |
cuento de Juana de Ibarbourou
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Juana de Ibarbourou en Letras Uruguay
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