Mis amados recuerdos

Pablo Neruda

por Juana de Ibarbourou

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXVII Nº 1827 (Montevideo, 27 de mayo de 1968) pdf

Inédito al 1 de enero de 2025, en la web mundial, escaneado por el Editor de Letras Uruguay

Un interesante documento gráfico: sentados, de ¡zq. a derecha: Delia del Carril, entonces esposa de Neruda; Juana de Ibarbourou; Pablo Neruda; a su ledo le niña Silvia Orfiz Zerpa. Detrás: Elide Coré, Core Cuore, Sra. de Ortiz Saralegui, Dr. Rovira Armengol, Gonzalo Losada, Sr. Núñaz, Sr. Bastos, Sr. Gómara, Alfredo Mario Farreiro, Juvenal Ortiz Saralegui, Toño Salazar, Álvaro Yunque, durante una visita de Neruda a Juana de Iberbourou, en una audición de ésta en al SODRE, en al Invierno de 1945

Yo poseía aún Amphión, mi casa de Pocitos, hoy Embajada del Reino de Bélgica. Mi vecino de enfrente era el Río de la Plata, grande como un mar. Alrededor, chalets y boscaje. Sobre mi, siempre todo mío, ya lleno de sol, tormentoso o enlucerado, un cielo largo, ancho, combo profundo sin el corte vertical de los rascacielos grises; pista sideral que me dio todos los espectáculos más espléndidos y variados que lo divino puede regalar a un contemplador. Dios me valga ahora ya que con Amphión perdí por segunda ver el paraíso terrenal. Esa casa mía, que visitó tanta tanta interesante de América, y aun de todo el mundo, fue una vez honrada con la visita de Pablo Neruda y Delia del Carril, su mujer, cuñada de Ricardo Güiraldes, auténtico timbre de honor. Quiero mucho a Pablo, aparte de mi admiración por el poeta que es, y con abstracción total, absoluta, de todos los defectos que se le reprochan y de los cuales el que más me duele es su falta de fe religiosa. Es bueno, despreocupado y espontáneo como un niñoi ¡Ah, qué hermosa noche fue aquella! Mientras Delia curioseaba mis colecciones de marfiles y porcelanas, que el bueno —y “conocedor"— de Waldo Franck calificó de “bric-a-brac”, con verdadero estupor de quienes saben la autenticidad y valor de mis cacharros, Neruda y yo nos enfrascábamos en una seria charla sobre caracoles. Desentendiéndonos de la demás gente, sentados sobre la alfombra frente al gran ventanal en cuyo alféizar interior yo tenía los más preciados ejemplares, Pablo me decía sobre ellos preciosas cosas líricas, científicas o de buen experto. Los dos amamos mucho esas exquisitas obras de arte del mar, donde los colores más hermosos y sorprendentes, las formas más fantásticas, alternan con el más delicado pulimento de los materiales. De pronto, Pablo tomó uno de los más bellos y raros. Sorprendida, alcé los ojos hacia su rostro, pues su ademán no fue igual a los otros, sino absolutamente intranquilizador.

—No tengo éste y hace mucho que lo persigo. Soy feliz de haberlo encontrado —dijo apaciblemente—. Bien merece un whisky. Vamos s tomarlo.

Tragué saliva, sentí deseos de llorar. ¡Pero se trataba de Pablo Neruda, potencias infernales! ¡Es mi amigo, señores coleccionistas de caracoles, y uno de los poetas que me son más caros!  Le serví su whisky. En el espejo de un mueble frente a nosotros, me vi del color de la tiza. Hasta el rosa de Ida Rubinstein había desaparecido de mis mejillas. Pero fue sólo por unos poquísimos minutos, ese estado de desorientación que no advirtió nadie. La reunión siguió hasta muy tarde. Por los vidrios de las ventanas del salón, alcanzamos a ver la flecha de las Tres Marias cayendo sesgadamente sobre la oscura línea del horizonte de cielo y mar apenas perceptible.

Toda la noche sentí en mi pecho de acumuladora, un dolorcito que no era enfermedad, aunque, disimulando, multitud de veces se lo he culpado a mi hígado prometeico. Y asi, sin, Pablo Neruda se llevó el más raro y hermoso ejemplar de mi pequeña pero muy elegida galaxia de caracoles marinos. Años mía tarde, la mala suerte, sin consultarme, como Pablo, se  llevó también todo: casa, marfiles, porcelanas, paz, salud, bienestar, buen sabor del vivir. Ay, Waldo Franck: quiero decirle donde quiera que esté usted hoy, que se acabó, se acabó, se acabó mi “bric-a-brac". Ya, si usted volviese a mi casa, no encontraría ahora más que un antiguo grabado sobre piedra de Memling, dos petimetres del siglo XVIII, deliciosos, que son del marfil de un elefante que por cierto no fue cazado en mi Cerro Largo natal ni en el vecino Brasil deslumbrador; y algún Sévres, algún antiguo Copenhague, alguna vieja Sajonia. Usted, tan difícil (aunque de golpe de ojo demasiado apresurado, por lo visto y escrito), en ese divino arte suntuario y menudo que yo adoro, tal vez sentiría un poco de frío ante la desnuda sobriedad de mi casa actual.

Pero en medio de todo, me conforta recordar que Pablo Neruda se llevó uno de los más buscados ejemplares de caracoles, que yo poseía; y recuerdo con cariño su ademán de muchacho rapaz, deslizándolo en su bolsillo con absoluta naturalidad y sin decir siquiera para mi consuelo inmediato:

—¿Me lo da, Juana?

Bendito sea ese gesto y que Dios le dé a Pablo, a espuertas, los más hermosos caracoles que tenga en sus océanos infinitos.

 

por Juana de Ibarbourou

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXVII Nº 1827 (Montevideo, 27 de mayo de 1968) pdf

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Ver, además:

 

                      Pablo Neruda en Letras Uruguay

 

                                                   Juana de Ibarbourou  en Letras Uruguay

                    

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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