La poesía nativa y Fernán Silva Valdés

crónica de Juana de Ibarbourou [1]

La literatura de buena ley es un reflejo fidelísimo de la época y de las circunstancias. Un país que pase por un período de progreso, de holgura económica y de trabajo vencedor, no tendrá los mismos escritores y los mismos poetas que otro, sumido en las preocupaciones de una situación ingrata, o los horrores de la guerra. Por eso las imitaciones resultan siempre tan absurdas y la influencia de una literatura sobre un país totalmente distinto al suyo de origen, toma un aspecto de insinceridad difícil de disimular. Ahora, por ejemplo, se nota en los países del Sur de América, sobre todo, la sugestión fortísima que ejerce la atormentada literatura rusa sobre los escritores nuevos. Hay una visible orientación hacia lo torturado, hacia el sufrimiento sombrío, hacia esa desesperación pasiva frente a una fatalidad irremediable, que hace de una intensidad tan apasionada la novela rusa, y, en general, toda la literatura eslava. Pero, ¿no es esto completamente ilógico? El alma rusa se ha sutilizado en el suplicio de un sufrimiento de siglos; todos los problemas que crea un régimen absolutista como el del gobierno de los zares, han ido haciendo de ese pueblo un eterno mártir y un eterno prisionero frente a un horizonte ilimitado. Hambre, esclavitud, expoliaciones, látigo, tormento, barbarie. En el país inmenso, cuya extensión territorial ha debido hacer más ávido y más agudo todo intento libertario, cada hombre ha tenido que replegar su espíritu dentro de sí mismo y reducirlo como un nudo apretadísimo, amargo y feroz en la entraña, humilde y servil en la superficie. Se explican, pues, esas novelas atormentadas que nos dejan una impresión tan extraña de angustia, como esa Sacha Yegulev, de Leónidas Andreieff, a quien yo debo casi toda una noche de insomnio doloroso frente a mi hijo tranquilamente dormido. Pero, en estos paises de democracia efectiva, de horizontes anchos en todo sentido y de porvenir lleno de claridad, no es posible que el alma popular sea atormentada, sutil y sombría como la del pueblo ruso. Lo que allá es lo general, aquí es la excepción, Y aun es difícil que la excepción «completa exista en estos países donde el sueño generoso del Lucas Froment de Zola, está cuajando en diarias realidades. En el nuestro, por ejemplo, raro es el obrero que no tenga ya su pedacito de tierra propio. La libertad individual existe efectivamente; cada hombre es un valor independiente y completo. Y el hambre, el hambre aulladora y esquelética que hace a los campesinos rusos devorar a sus propios hijos muertos de miseria, aquí no se conoce más que por los telegramas de la Agencia Havas. Únase a esto la diferencia de clima, de régimen político, de sociedad, de costumbres y de razas y se comprenderá fácilmente lo absurdo de la ambicionada trasplantación. Aunque, como dicen, el amor y el dolor son achaques universales, a cada latitud y del otro lado de cada frontera adquieren un matiz diverso, y, al sacudir un alma bárbara, producirán siempre distintas reacciones que al posesionarse del espíritu de un hombre civilizado. Jamás un galo verá las cosas a través del mismo prisma que un nipón; nunca un latino querrá, odiará o sufrirá exactamente igual que un eslavo.

Y, en Francia o en el Japón, en los Pirineos o en el Caucaso o en la pampa, el paisaje dentro del cual el hombre ama o padece tiene un particular tono de cielo, una especial línea de horizonte, un sabor nacional que, actuando sobre la literatura, le da un valor propio e inconfundible aun dentro de los temas más universales: amor, dolor, desengaño, poesía, muerte. Por eso el nativismo, la tendencia literaria más lógica que ha surgido en esta hora de ansiedad y de avidez, es tal vez la única escuela que se salvará en el naufragio total de los istmos actuales, junto al simbolismo que es viejo como el lenguaje hablado, pues el hombre hizo del símbolo su primer auxiliar interpretativo y explicativo.

La guerra europea, removiendo pueblos, sociedades y conciencias, originó un afán casi desesperado de nuevos caminos. Como es natural, el torbellino político y social arrastró a todas las artes entre sus giros. Rotos los viejos moldes, la inquietud desbordó por todos los campos y la misma Rusia fue la primera en dar el vuelco completo, haciéndose tan bolchevique en poesía y artes plásticas, como en régimen social y de gobierno.

Del país inmenso y lejano, como un grito más de anhelante independencia, nos llegó más violento que de ningún otro el grito libérrimo del ultraísmo rebelde a toda disciplina retórica y gramatical. El ultraísmo es, pues, un producto directo de la gran guerra que destrozó todos los diques y barrió con todos los conceptos clásicos, demasiado estrechos ya para estos hombres del primer cuarto del siglo XX, cuya inquietud no puede conformarse con las viejas reglas inmovilizadas durante varias centurias. Y, como fue inevitable el caso en la cuestión social e ideológica, lo fue también en el arte.

Las escuelas más imprevistas monopolizaron sucesivamente la atención y la actividad de los artistas y los poetas; el ultraísmo, el cubismo, el dadaísmo, el suprarrealismo, el avancismo y, últimamente, bajo el amparo ampuloso y audaz de Marinetti, el futurismo, que se dice padre de la síntesis y de la sugestión en el arte, invade el mundo civilizado guillotinando la logística y pretendiendo torcerle el cuello a la vieja y amable armonía.

Nunca, desde Góngora, el primer rebelde en idioma castellano y abuelo quizá de los iconoclastas de hoy, el afán de crear para cada época un molde propio de ella adquirió, como en este 1900, un aspecto más imperioso. América, cuya ardiente juventud la hace apasionarse por todo lo que signifique cambio, renovación, imitación, novedad, es el campo más fecundo para cuanta nueva escuela surge en Europa.

Hasta ahora, en literatura hemos vivido siempre de prestado. Después de los clásicos españoles y de los renacentistas italianos, la larga cohorte de los jefes de escuela franceses nos ha dictado sus leyes, desde Lamartine, Chateaubriand y Hugo, hasta Verlaine, Francis James y Apollinaire. Luego un oriental, Tagore, nos saturó de una ingenuidad rebuscada, de la que hasta ahora quedan resabios.

Y por último, un americano sin un ápice de americanismo, el divino Darío, pobló de marquesas, de pastoras y de surtidores la literatura de unos países donde no hay más título aristocrático que el de doctor, modesta creación de la democracia: donde las pastoras son rudas mujeres más hechas a las fuertes tareas domésticas que a las labores'del campo, pues en estos países ganaderos y agrarios por excelencia, esas labores corresponden al varón, que bien puede simbolizar el mito del centauro; y donde apenas si en una que otra plaza pública existe un surtidor, cuyo grifo se abre sólo en los días de fiesta patria.

Pero, está perfectamente explicado el exotismo del arte en América. La conquista abolió toda nativa manifestación de arte, y nada, o muy poco, quedó de la civilización formal que los primitivos habitantes del Perú y Méjico hicieron florecer bajo el reinado curioso y deslumbrador de los Incas y los emperadores cobrizos. Perdida esta última oportunidad de arte autóctono, es lógico que los jóvenes países se dejaran arrastrar por las corrientes que movían la opinión en la vieja y experimentada Europa. Pero, a medida que han ido desarrollando su conciencia nacionalista, la reacción contra ajenas influencias, primer síntoma de salud y de fuerza, ha nacido silenciosamente hasta aparecer ya como una firme aspiración a la independencia ideológica, que es la más real de todas las independencias.   

América no será verdaderamente libre mientras no sea verdaderamente americana. Claro que sería absurdo pretender crear de golpe una civilización absolutamente nuestra. No se puede, tampoco, obtener de pronto la nacionalización de una cultura que nos viene de siglos y a la que casi nada propio podemos aportar todavía. Pero es lógico que se pretenda ya que cada uno vea con sus ojos y oiga con sus oídos; que exista la música inspirada en los motivos de la tierra de cada uno, como entre nosotros lo está haciendo, genialmente, Fabini; que se pida al pasado y al presente de cada país, inspiración para la obra pictórica (y ahí tenemos a nuestro grande y querido Figari, a la par que un núcleo de artistas jóvenes: Cúneo, Bazurro, Arzadun, que se inspiran ya en los paisajes y en los tipos de nuestra tierra); que se moldee el hombre nuestro y se inmortalice su recia estampa, cuyos rasgos dominantes se están perdiendo en la inevitable fusión de razas (y ahí también está la labor altísima de José Luis Zorrilla de San Martín y la de un dibujante de enorme talento, Carlos M. Casteli); por último, que se cante lo que conocemos y amamos con voz propia, con palabras nuestras y emoción verdadera, como también lo están haciendo aquí un grupo de escritores y poetas entre los cuales tres, en la actualidad, están realizando ya una labor trascendental: Zabala Múñiz en la prosa y Fernán Silva Valdés y Pedro Leandro Ipuche, nativistas directos, en el verso. En medio de esta barahúnda de istmos, que en el afán loco de hallar un nuevo camino, de crear un arte nuevo, adoptamos y desadoptamos todos los días, el que por lógica ha de perdurar sobre todos es quizá uno solo: el nativismo con su ampliación, el americanismo, tan altamente representado entre nosotros por Emilio Oribe. Y creo en el nativismo porque es el único que tiene una raíz fuerte, inmutable: la verdad. La verdad de visión, de percepción, de sentimiento, de juicio. Una forma nueva está siendo la resultante de la nueva posición espiritual frente a las cosas. El verso está adquiriendo en América un brillo y una elasticidad absolutamente propios.

En el movimiento de libertad ideológica que se ha iniciado en el continente, los países ríoplatenses son los que van en la vanguardia. El verso de los nativistas da una sensación de juventud y de reciedumbre, de ánimo erguido y libre, propio de estos países en pleno vigor. Inconscientemente una nueva forma, áspera y musical a la vez, surge de la emoción presente y de la época inquieta, como las viejas formas surgieron en su país de origen sin que los hombres se pusieran a buscarlas locamente por todos los rincones del mundo. Ahí están las novelas de caballerías y los romances heroicos, en la España combativa de la Edad Media; ahí está el madrigal en las cortes galantes y el soneto pulido en el Renacimiento suntuoso de Italia. Y aquí está, ahora, el poema fuerte y nuevo de Fernán Silva Valdés, que es, en la lírica de América, con Pedro Leandro Ipuche, todo un creador. La poesía nativa que él encarna por derecho propio tuvo en nuestro país dos precursores: Elías Regules y el Viejo Pancho, dos cantores gauchos que son la raíz del nativismo en el Uruguay, como lo son del Campo, Ascasubi y Hernández en la Argentina, y lo es Peszoa Vélez en Chile. Aun ahondando un poco más, nos encontramos con otro bardo casi olvidado, don Antonio Lussich, cuyo poema Los tres gauchos orientales suministró el primer elemento de inspiración para el Martín Fierro, pues en un viaje que efectuó el autor de este poema a Montevideo, regalole Lussich un ejemplar del suyo, que hizo que Hernández, según confesión propia, se sintiera tentado a tratar un tema tan rico. Y todavía antes que Lussich, Bartolomé Hidalgo ensayó por primera vez en el Uruguay la realización de esta clase de poesía, dando en el año 1822 sus Diálogos entre Chano y Contreras.

Pero, con Trelles y Regules, ya se va la lírica gauchesca, pues la época actual, de cosmopolitismo e intercambio cada vez más intenso, concluirá con lo regional y antes de pocos años ya no será más que tradición la literatura que sólo abarca un medio determinado. Cuando por la comunicación inevitable de unos hombres con otros ese medio pierde su color y sus características, el arte que ha originado también pierde su razón de ser y se convierte en una cosa pasada, que sólo puede tener de vez en cuando parciales resurgimientos de carácter evocativo o histórico.

Así como una especie origina otra y de un color determinado se deriva un matiz desconocido, sobre la raíz de la poesía gauchesca se alza, pues, el nativismo, que es sin embargo algo muy distinto, como son distintos el espectador y el actor, el historiador y la historia.

Trelles y Regules encarnan al gaucho, se colocan dentro de él y aman, lloran, gimen, maldicen en su lenguaje propio. En ellos el paisaje es un accidente, y los acontecimientos y las cosas, accesorios de que se rodean. La índole de esta poesía es fatalista, sin un vislumbre de independencia, pues las viejas formas españolas, la décima y la copla, son, sobre todo, el vehículo de que se sirven para transmitirnos sus líricas confidencias. Poesía eminentemente subjetiva y de ideas, a veces con relámpagos de la socarronería y travesura que constituyen el fondo del carácter contradictorio del gaucho: pero en general muelle y melancólica como el individuo que encarnan y, como él, sin curiosidad externa, pues para el criollo nada existe fuera de sí mismo y el mundo termina del otro lado del pago. La poesía nativista, en cambio, es en general objetiva y sólo cuando la adopta un poeta máximo cobra el sentido profundo que tiene en la obra de Silva Valdés.

Por otra parte, la poesía nativista adquiere también a veces todo el valor de una crónica maravillosa y excepcional. Silva Valdés, con un amor que le da tal suma de clarividencia que a veces tiene prodigiosas adivinaciones, se sitúa como espectador y en su libro primero. Agua del tiempo, que le valió la gloria, echa una ojeada al pasado, en tanto que en el segundo, Poemas nativos, mira también al presente y tiende la vista hacia el porvenir. No es el gaucho colocado en el centro del círculo y payando guitarra en mano sobre las cosas del pago que ama o aborrece. Es el poeta culto que busca en su propia tierra motivos de inspiración y canta las cosas típicas de la misma, con una voz que ha repercutido en todo el continente y ha hecho levantar hacia él, con asombro y envidia, todas las cabezas. Silva Valdés ha agregado a la lírica castellana un valor nuevo: el de la imagen. Y digo nuevo porque él es el primero que ha sabido tomarla a manos llenas y volcarla en el verso, con una magnificencia igual a la de aquel Inca que, en un rapto de adoración al Sol, derramó sobre la piedra de los sacrificios todos sus cofres de esmeraldas. La imagen, en los poemas de Silva Valdés, crepita y ondula, perfuma y centellea, es un milagro rico y múltiple que va dejando a lo largo de sus libros un estremecimiento vital del cual el lector se siente preso como si fuera un sortilegio. Recuerdo que siguiendo una vieja costumbre, cuando abrí por primera vez Agua del tiempo  empecé a señalar con lápiz los versos que más me gustaban, las imágenes más felices. Pero pronto aquello fué un vértigo. Subrayaba sin pausa, entusiasmada y absorta con aquella riqueza nunca vista. Y es así como aquel primer ejemplar está señalado verso a verso, porque también el poeta volcó en él sus cofres de esmeraldas, que el sol de América hace centellear con todos los matices que forman el espectro de la luz. Uno de nuestros intelectuales más cultos decía una vez que Silva Valdés es el poeta de los colores neutros, del gris y el marrón, pues canta al rancho en el cual ellos predominan, al mate, al poncho, al chingolo, al caballo, en los cuales también esos tonos se repiten. Pero se olvidó de agregar que como el poeta se ha adueñado del sol del pago, esos colores, a plena luz, adquieren relieves brillantes, en tanto que junto-al rancho el ceibo florece, el campo se cubre de macachines y margaritas y, vuelto sobre el hombro del paisano que toca la vihuela, el poncho de las patriadas muestra el rojo alucinante de la bayeta.

Para mí, Silva Valdés es un colorista como no conozco otro. En Los potros, uno de sus poemas más leídos y alabados, hay tanto vigor y movimiento, tal poder evocativo y pictórico que esos cuatrocientos potros trotando, trotando, trotando, pasan en verdad por la imaginación de cada lector con un ruido de cascos que va del verso a los oídos como si de veras llegara a ellos el galope recio de una tropilla. Es una composición perfectamente onomatopéyica, sin que el autor haya acudido a los recursos generales en la poesía de esta especie. La onomatopeya de Los potros es interior, si así puede decirse. No viene del valor eufónico de las palabras sino del ritmo especial del verso.

Es como si dentro de él trotaran cuatrocientos potros embrujados e invisibles, transmitiendo a los vocablos la vida de la acción real. En el Arbol dorado, cuya florescencia hasta encandila al poeta como si fuera "un candelabro de mil luces encendido desde el amanecer para la velada de la primavera”, las imágenes son tan ardientes, tienen tal viveza de florescencia plena, que uno a veces cierra los ojos para contemplar de veras, bajo los párpados entornados, el árbol milagroso, "todo oro y espinas como un símbolo de América”.

Y adviértese aquí el profundo sentido de la idiosincrasia de la raza, que con esta sola imagen nos revela Silva Valdés: “Todo oro y espinas como un símbolo de América”. Es decir: empuje, fuerza, juventud que darán magnífico porvenir: he aquí el oro puro. Indomable espíritu de autonomía, altivez, celosa dignidad, orgullo, conciencia del propio valer y del propio poder: recias espinas que defienden nuestra independencia espiritual y en cuya medula se funden la bravucona quisquillosidad del español y el indomable instinto de libertad del indio.

Como Figari, con su pintura que se inspira en el pasado, es algo así como un genial historiador plástico de la época colonial rioplatense, Fernán Silva Valdés está siendo el genial historiador lírico de nuestra tierra.

En Agua del tiempo canta al ayer, a las cosas que se van, a lo íntimo que nos queda del tiempo bárbaro y heroico, en que el puñal traído a América por los conquistadores, "tuvo que crecer dos palmos y hacerse facón”. El indio, "pescador en los ríos y cazador en los bosques”; "el rancho agachado sobre la loma” como un pájaro grande con las alas caídas, "que parece encorvarse de miedo cuando los perros aúllan”,

porque pasa la muerte, chúcara e invisible,

montada en pelo

en la yegua sin freno de la leyenda.

El mate amargo, "contemporáneo de la bota de potro”; la nazarena, "rosetón de fierro que tiene pinchos en lugar de pétalos"; el payador, "poeta del desierto que abrió los ojos en Provenza y los cerró en la pampa”, todo eso que forman el ayer pintoresco de nuestra tierra, tiene en las páginas de Agua del tiempo un monumento eterno. Aun en Poemas nativos la especulación del pretérito sigue dando al poeta temas ricos de color y de fuerza evocativa, que él desarrolla con la misma felicidad que en su primer libro. La carreta es un poema de gran encanto; mientras el viejo y tradicional vehículo, tembleque, roto de tanto llevar y traer cargas a los pueblos perdidos entre las serranías, se arrastra dando tumbos por el camino que parece interminable, a su lado el carrero, "con la boca viva y húmeda de silbidos o de canciones”, sueña con la mujer querida y el rancho lejano que su ensueño acerca hasta parecerle que ve realmente, en una visión fugaz, la cara amada, interrogando desde el cuadrilongo de la ventana, el camino en cuesta por el cual debe aparecer su hombre. En tanto las yuntas siguen tirando de la carreta centenaria; un buey se llama “Golondrina”, otro buey se llama “Picaflor”, y los nombres ingenuos y antiguos dan al cuadro un vivísimo encanto de égloga. Pero la poesía de Silva Valdés no es solamente una poesía deslumbradora, objetiva y pictórica, como se la suele llamar. Recabo para ella mayor justicia y mayor comprensión, no porque la poesía objetiva sea menor (que lo diga Maragall), sino porque tiene el verso derecho a que se le reconozcan todas sus características. Aun en sus composiciones más descriptivas la emoción es un elemento permanente. El poeta no describe con frialdad ni analiza tranquilamente. Se exalta, se apasiona, ama, acaricia, admira y es entonces que, como una chispa, salta la metáfora feliz que alumbra todo el verso. Hay estrofas de tal intensidad emotiva, que hasta adquieren un valor racial, como aquella que es toda una revelación étnica:

¡Cómo me siento suyo! ¡Cómo le siento mió

Al mate amargo!

¡Yo lo llevo disuelto en mi sangre

como un jugo americano!

¡He aquí la voz incontenible de su origen criollo! Y he aquí también, en La guitarra, el presentimiento, la adivinación de lo que iba a ser su poesía:

Alégrate, guitarra.

En tu boca se hastían los cantos viejos.

Pero ha llegado alguien a estar contigo a solas

y a hacerte madre de un canto nuevo.

Sentido recóndito y entrañable, oscura afirmación profética, pues el poeta, antes de pasar por la sanción del público y el tamiz de la crítica, nunca sabe si su verso tiene el sello divino que lo ha de levantar sobre las voces del mundo, o si será una voz más, perdida en el tumulto ansioso. Los temas nacionales y aborígenes continúan:

El pericón, La taba, Flechas, El clarín de las revoluciones: pero ya aparece el presente y el poeta empieza a cantarle a “los hombres rubios de nuestros campos", cuyos ojos azules y cabelleras doradas transformarán el clásico tipo de nuestros criollos, y la inevitable fusión de razas aclarará los ojos sombríos y pondrá reflejos áureos en las trenzas renegridas de las mujeres. Y así, canta ya, clarividente, el poeta:

Hombres ele ojos azules y oro en la cabellera:

cuando una criolla rubia sea la flor del pago,

habrá una alegría nueva

en los campos uruguayos.

Y basta la elocuente posterioridad del adjetivo junto al substantivo alegría para sugerirnos la intensidad del cambio étnico que ha de agitar hasta el fondo el espíritu nativo. Fijémonos bien: no será una alegría más, sino una alegría nueva, es decir, de otra especie, la que tendrán nuestros campos cuando florezca en una muchacha de pupilas sombrías y trenzas rubias, el amor del gringo y la criolla.

Ahora, pues, no es sólo el gaucho sino también el colono, el tema sincero y real de Silva Valdés. Se está yendo la china y ocupa su lugar la rusa emigrante, que se unirá al paisano como el gringo se une a la criolla, hasta la formación inevitable de una raza nueva, a la vez romántica y laboriosa, fuerte y sentimental. El poeta está situado ya en el año 1926: Agua del tiempo abre un ciclo que se cierra en Poemas nativos. Aun cuando el poeta, fácil a la nostalgia, guste todavía de echar una mirada hacia atrás y tender un paralelo entre el hoy y el ayer» el presente ágil, inquieto, rico de aristas y de facetas, se lo está conquistando plenamente. Sigue su obra admirable de historiador lírico: ha sido llamado por el destino para eso: para que toda la vida de nuestra tierra pase a través de su verso y llegue a los hombres del porvenir hecha canción. ¡Ah, suerte maravillosa la de estos artistas que casi sin saberlo llenan una misión trascendental, que eternizará su nombre y sus obras!

Analizando la poesía de Silva Valdés se encuentra uno con una serie de valores inéditos, que dan a su lírica mayor firmeza de creación. Adjetiva de una manera audaz e imprevista y la imagen es, en su verso, absolutamente propia. Diríase que posee un sexto sentido, el de la metáfora afortunada, pues tiene una justeza a la vez sorprendente y admirable para decir las cosas en sentido figurado, dando siempre con la comparación más gráfica, más original y más bella. Leyéndolo, a veces no se puede menos que sonreír de sí propio ante el asombro con que uno mismo se pregunta: ¿Cómo pudo habérsele ocurrido esto? Y con esa felicidad del artista que, sin pensarlo, halla de pronto una fórmula nueva, o sienta un principio, o delimita una diferencia fundamental, dice del indio, en su poema Cuadro viejo:

Si no sabía de patrias

sabía de querencias...

¡Quién sabe si esa palabra, “querencia”, no es, al fin, la definición más completa del concepto de patria, y si el salvaje, con su seguro instinto, no nos da inconscientemente la fórmula exacta del verdadero amor patrio que con tanta frecuencia confundimos con nacionalidad! Dice luego en El rancho:

Cuatro flechas son

los puntos cardinales de su emoción:

una bosa, un velorio, un nacimiento

y una revolución.

Y ahí está, en sólo cuatro versos, realizada la historia del hogar criollo: el nacimiento y la defunción que condensan la familia, el amor y la guerra, que son los dos polos de la vida del hombre rioplatense.

Canta después, en El puñal:

Mi diestra a cosa alguna ha acariciado tanto como a ti, porque tu empuñadura es el objeto que se amolda mejor a una mano cerrada.

En estos versos también está condensado el destino fratricida del hombre que creó un arma que se amoldara bien a su mano y para el cual la empuñadura de esa arma, ofensiva por excelencia, es el objeto que su diestra acaricia con más amor.

Silva Valdés, fiel al estilo adoptado, realiza siempre sus imágenes con elementos tomados directamente de las cosas que impresionan todos los días sus oídos y su retina. Pide a su propia tierra uruguaya el calor, el trazo, la voz y realiza así el ideal más firme del arte: la sinceridad. Los modismos nativos, que están transformando el castellano de estos países en un idioma aparte, el ríoplatense, dan un sabor particular a su poesía: las palabras aborígenes que aun conservamos, la tiñen de un matiz ligeramente exótico aun para nosotros mismos, que encontramos en ellas un profundo encanto fresco y candoroso, como si nos llegara a los oídos un lejano sonido de tamboril indio. El poeta tiene razón:

iCómo endulzan la boca los nombres guaraníes!

De veras da gusto decir, por ejemplo, arazá, ñangapiré, paraná-guazú, bavotí, tacuarí, cuñapirú. El acento agudo da a todas las palabras indígenas un ritmo especialísimo, musical. Y como cada una tiene una etimología intensamente poética, incorporarlas al verso es una demostración de verdadero buen gusto. Además, Silva Valdés usa mucho los modismos criollos, lo que acentúa el sabor nativo de sus poemas y les da un carácter realmente nacionalista. Porque, no confundamos el regionalismo con el nativismo, cosa que suele suceder frecuentemente. La poesía gauchesca es regionalista porque abarca sólo una parte del país: la campaña, y su individuo típico: el gaucho. La poesía nativista forma algo así como otro escalón superior y es ya nacionalista porque abarca el país entero: campo y ciudad, arrabal y estancia. Luego, el americanismo borra las fronteras y engloba a todos los países del continente en un mismo ideal, y por sobre particularidades geográficas e históricas, coloca el problema racial. Tomando ejemplos nuestros en poesía, puesto que es lo que tratamos ahora, examinemos Paja brava, de El Viejo Pancho, Poemas nativos, de Silva Valdés y La Colina del Pájaro Rojo, de Emilio Oribe, y nos saltará a los ojos de inmediato la diferencia clarísima que existe entre las tres clases de poesía, en una escala que va desde el pasado hasta el porvenir. Silva Valdés no trata solamente temas criollos y aborígenes, nos ofrece también poemas ciudadanos, tales como: Elecciones, Timba, Cabaret criollo. La muchacha pobre, etc. Da un vistazo total a toda su tierra y nos lleva desde el monte al pueblo y desde los cerros donde los indios encendían hace siglos sus fogatas guerreras hasta el café arrabalesco de ambiente caldeado por el vino y por el tango.

Seguiríamos analizando paso a paso esta poesía a la vez brillante y llena de adivinaciones profundas. El poeta tiene mucho de augur, y Silva Valdés, con su verso, penetra frecuentemente en la medula de la raza o levanta a la luz aristas que permanecían invisibles a la mirada inquieta y fugitiva de los hombres de hoy. Silva Valdés es, sin disputa, uno de los más altos cantores de América y posee, además, otra cualidad esencial: la síntesis, virtud moderna que el artista ya no debe olvidar si quiere estar a tono con esta época de inquietud en que el tiempo tiene un valor cada vez más intenso. Además, la síntesis, que es concentración, es también pulimento y mesura, lo que añade valor de elegancia a la belleza. Como Pedro Leandro Ipuche, el autor de Agua del tiempo y Poemas nativoa tiene el derecho de afirmar que el nativismo ha nacido con él. Y esto constituye un alto pedestal para su admirable poesía.

Nota:

[1] Juana de Ibarbourou, la poetisa uruguaya que más alto y más hondo ha cantado en América, inicia, con el presente artículo, su colaboración periódica en SINTESIS. Alienta en toda su obra un sano amor por la naturaleza y por la vida sencilla, sin las complicaciones que dicta el prejuicio y que impone la mojigatería. Profundamente amadora de la vida y de la tierra, temas como el tratado aquí magistralmente han de suscitar el interés del lector, por ser la poesía nativa, de la que es ella uno de los mejores representantes, tema de lo más típicamente suyo.—N. de la R.

crónica de Juana de Ibarbourou

Publicado, originalmente, en:  Síntesis. Artes, ciencias y letras Año II Núm. 14 Buenos Aires, julio de 1928

Síntesis. Artes, ciencias y letras se publicó en la Ciudad de Buenos Aires, entre junio de 1927 y septiembre de 1930 de forma mensual

Link del texto: https://ahira.com.ar/wp-content/uploads/2022/11/Sintesis-N%C2%B014.pdf

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

 

Ver, además:

 

                       Fernán Silva Valdés en Letras Uruguay 

 

                                                                Juana de Ibarbourou  en Letras Uruguay

                   

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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