La dicha de leer

por Juana de Ibarbourou

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXIX Nº 2044 (Montevideo, 10 de setiembre de 1972)

Inédito, en internet, al 1 de octubre de 2025

Hubo un tiempo en que yo poseía una ecléctica biblioteca de cuatro millares de volúmenes, elegidos por mí casi todos, con esa delectación amorosa del que forma su propia riqueza. Por circunstancias adversas de la vida, a las que no escapa la gran mayoría de los seres humanos, tuve que deshacerme di ella. Los trámites fueron dolorosos, pero la consumación dejó en mí una sensación de muerte, que no tuve ni cuando en épocas de mala salud, pude pensar en que estaba cerca del fin de mi vida. No me importó mucho, el perder gran parte de mis pequeños tesoros de coleccionista de porcelanas y marfiles. Pero esa biblioteca de anaqueles vacíos me pareció entonces una cámara sepulcral, sin huellas ya del espíritu exquisito que le daba un carácter especial, vivo, vibrante, de una amistad y a la vez de una riqueza superior que yo sentía en el aire. Experimenté entonces una intolerable soledad. Me faltaron de un golpe mis mejores y más fieles compañeros y fue tal la sensación de angustia, que tuve que irme al campo por una temporada, para acostumbrarme al sufrimiento que emanaba de los estantes vacíos. Después el tiempo fue cerrando la herida y nuevos libros han venido a traerme su invalorable compañía.

Leer es hoy mi hobby, mi lujo, mi ir y venir por el universo. Salgo muy poco de mi casa, por una dulce costumbre de clausura que me da mucha paz, y realizo todos mis sueños de viajera inmóvil, leyendo sin medida de tiempo ni de elección especializada. Dios, el número, la ciencia, el arte, lo conocido y lo incognoscible, todos los paisajes de la tierra, el mapa celeste los planetas y las galaxias, el alma humana y el misterioso espíritu de la naturaleza infinita, todo tiene al alcance de su mano y en torno suyo, el buen lector. Se puede ser un gourmet y un gourmand de los libros como se puede ser de los alimentos abundantes o seleccionados. Con los mismos peligros y diferencias esenciales que corresponden a uno y otro término; con la misma bastedad o idéntico sentido de lo exquisito que define a ambos.

Nada expresa mejor y más profundamente el valor moral e intelectual del hombre, que sus lecturas. El hombre, centro del universo conocido, está maravillosamente definido por Paul Claudel en el “Canto de Mesa’’, de su obra “Partición del Mediodía”. El autor lo coloca en medio de los astros, en “lo más profundo del Universo” y con una sola frase lo hace separar y elevarse entre los demás seres de la creación:

—“Yo, el hombre, el Inteligente.”

Pudo haber dicho, en forma más segura y concreta:

—Yo, el hombre, el lector.

Es el único ser en el planeta que puede definirse en esta frase de significado total, que abarca todas las diferencias y marca su excelsitud. Es lector desde que antes que su inteligencia creadora inventara los signos caligráficos y de que historiara en los dibujos y las pinturas rupestres la génesis de las artes plásticas. Lo es, aún antes de los primeros ensayos de la alfarería primitiva; antes que los rapsodas, y los juglares más antiguos llevaran los cantos y las epopeyas, en forma oral, de pueblos a pueblos, para ser trasmitidos de la misma manera, de épocas a épocas. El hombre es lector por función natural de su instinto. Las ciencias físicas nacieron con él; los imperativos de la vida y la subvivencia lo convirtieron en erudito lector de los vientos, el agua, las nubes y las estrellas. Desde los lejanos pastores de la Caldea que veían en el cielo sus rebaños y su aprisco, los animales de la montaña y de la selva legándonos el nombre de las constelaciones, hasta el analfabeto de hoy, el hombre siempre ha sabido leer sin equivocarse, en el gran libro de la naturaleza. Comer, beber, dormir, significa vivir; leer, significa existir, en la forma consciente de la inteligencia. El hombre que ha aprendido los signos de la escritura, que abriendo un libro puede expresar aunque sólo sea “al pie de la letra" lo que éste contiene, y no se cuida de leer, puede ser considerado como un ser que está en contra de la naturaleza en continua evolución. El rastreador, es un lector nato de huellas y señales expresivas; el pescador, el nómade de los tiempos antiguos que iba de un lado a otro buscando los sitios más favorables para su tienda y su tribu, valiéndose de los signos elocuentes del mundo en que vivía, era ya un sabio en ciencias físicas; leía en los elementos, en los remolinos de polvo, en las condiciones del suelo, el germinar de las semillas, las gradaciones de la luz. Somos los herederos directos de aquellos lectores remotísimos que aun no habían inventado el alfabeto, la escritura, la imprenta, el pentagrama, y ya poseían los medios de la comunicación y la interpretación.

Anatole France dijo una vez que toda nutrida biblioteca era “una algarabía universal”. Anatole France solía ser muy irrespetuoso. El término “algarabía' es demasiado fuerte y mordaz. Por mi parte, amando tanto el silencio y siéndome tan necesarias unas cuantas horas diarias de soledad, nunca me siento incómoda o aturdida dentro de la mejor biblioteca. El tumulto, en caso de sentirlo, no viene de los libros, si no de mi misma. Se reproducen en mí, entonces, las peripecias de un niño en una tienda de juguetes. La avidez me hace perder el sentido de la elección. Tomo un libro me atrae otro en seguida, abro uno que me interesa de pronto, leo a saltos, me detengo en las láminas. Por un momento pierdo el equilibrio del método para volver en seguida a el, corrida y cansada por mi apetito desmedido y con la impresión de haber querido recoger agua en una cesta. Es la fiebre de la posesión, derrotada por la serenidad del orden. Leer bien es una ciencia y un arte. Dice el francés Duclos: “El que sabe leer ya sabe la más difícil de las artes". Y Emilio Faguet, en su importante obra “El arte de leer”: Para aprender a leer es preciso: primero, leer muy lentamente; después, leer muy lentamente; y, por último, leer siempre muy lentamente", explicando luego que de este modo es que se obtiene la comprensión y asimilación necesarias. Lo contrario significa tanto como pasar corriendo sobre brasas, sin darnos cuenta de que en el camino puede haber un melocotonero lleno de dulces frutos maduros, un rosal florecido o un amigo que nos sonríe. La esencia de la lectura no fluye en catarata sino en tranquilo raudal. Y es en éste que podemos llenar el vaso útil a nuestra sed.

Hace mucho que conozco todos estos pensamientos, definiciones y sabias conclusiones. Pero tengo que confesar que, por mi parte, tratándose de buena lectura —de una lectura que me apasione— no conozco la contención. La lectura constituye para mí la más atractiva y dominante de mis ocupaciones diarias. No sé vivir sin sus paisajes, sus mundos, su infinito. Dios está en el libro. Creo que ya empiezo a entrar en la órbita alucinante de la bibliofilia, pues amo a un libro más que a una joya, y tanto como a una flor. Comprendo perfectamente a esos hombres que en las tiendas del Rastro de Madrid o en las de los muelles del Sena, buscan el precioso ejemplar antiguo encuadernado en marroquí, con el dorado de los cantos victoriosos del tiempo, y que para adquirirlo se han privado por muchos días de su vaso de vino o el tabaco de su pipa. Comprendo a aquellos monjes de la antigüedad que se pasaban la vida iluminando ejemplares, manuscritos pacientemente en pergamino y adornándolos con orlas minuciosas y mayúsculas historiadas. Eran los grandes voluptuosos del libro y la lectura. Y comprendo por qué el Ángel del Juicio Final se representa con un libro — y no otro símbolo— entre las manos. (El Libro de los Hechos.. .)

El libro encierra todas las verdades y todos los secretos, y la sabiduría teológica, no sólo no lo desdeña sino que lo incorpora a sus elementos sagrados y le da parte esencial en el simbolismo y la práctica de los ritos.

Yo leo siempre, de día y de noche; descanso leyendo y jamás, leyendo, me fatigo. (Pongo un ejemplo propio porque es el que puedo auscultar mejor).

Javier de Maistre, director del Museo y de la Biblioteca del Almirantazgo de Francia, escribió un libro delicioso, titulado “Viaje nocturno alrededor de mi cuarto”. Lo realizamos todos los que tenemos la pasión de la lectura. Pero él lo supo narrar.

Cualquiera que ame la lectura y la practique diariamente puede darse el lujo de esos viajes; sin ninguna molestia o riesgo se elevará a los astros, retrocederá en los tiempos, llegará al fondo del pensamiento del hombre. En el siglo XVI, Nostradamus afirmaba que en una esfera de cristal, llena de agua pura, podía leer el pasado y el porvenir. Más pequeño que esa esfera, un buen compendio nos entrega en forma más directa y segura tantos conocimientos y emociones, que estoy creyendo que el secreto de la videncia de Nostradamus, fincaba en la sabiduría, y no en la magia; debió poseer muchos libros de esa antigua sabiduría de los pueblos más viejos de la tierra — persas, egipcios, mesopotámicos, chinos — y de ellos supo extraer sus profecías. La esfera de cristal era apenas la “mise-en-scéne” para la necesidad de lo maravilloso que acucia al hombre y a la que él acudía para el dominio de la revelación.

Hay lectores pantagruélicos que devoran folletines y novelas policiales sin preocuparse de ningún otro género de literatura; y hay lectores órficos para los cuales nacieron con sus creaciones sublimes, Homero y Virgilio, Milton y Dante, los grandes poetas de todos los tiempos y los prosistas de idéntica dimensión. En la mesa de los dioses olímpicos, no podían servirse los densos manjares de los humanos. Para ellos se crearon los héroes, Ulises y Agamenón, Héctor y Paris, Helena de Troya y Penélope, los arquetipos que tienen su equivalente en la ambrosía y el néctar con que se alimentaban los inmortales.

Existe el lector que rumia y el lector que saborea. Saborear es, absolutamente, un ejercicio de civilización y refinamiento. Los que saben saborear son los lectores perfectos. Monsieur de Phocas, el personaje decadente de Jean Moréas, supera este tipo. Y su fastuosa biblioteca, digna de un emperador bizantino, valía un joyel de reyes.

Pero en realidad libros ricos o libros pobres son subdivisiones sin más importancia que el valor comercial y, concedamos, que otra, más elevada: el externo valor estético. La verdadera definición es la de libros buenos y libros mediocres o malos. Por mi parte puedo asegurar que entre una espectacular encuadernación del famoso Gotha y una de clásicos griegos o latinos hecha en la imprenta más modesta del Río de la Plata, yo, puesta a elegir, no vacilaría en la elección.

He aprendido a amar el espíritu de la letra, más que a la letra.

 

por Juana de Ibarbourou

(Especial para EL DIA)

 

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXIX Nº 2044 (Montevideo, 10 de setiembre de 1972)

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

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                      Juana de Ibarbourou  en Letras Uruguay

                    

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