Mis amados recuerdos Don Juan Zorrilla de San Martín Suplemento dominical del Diario El Día Año XXXVII Nº 1828 (Montevideo, 9 de junio de 1968) pdf Inédito al 1 de enero de 2025, en la web mundial, escaneado por el Editor de Letras Uruguay
Junto a don Juan Zorrilla de San Martín, Juana, el día de su consagración como "Juana de América" (Archivo de Dora Isella Russell) |
Cuando recuento mis amados recuerdos, ¡cuántos rostros olvidados adquieren de pronto, en mi memoria, contornos, morbidez y sonrisa; cuántas voces ya definitivamente calladas, vuelven a darme gravedad o su música; cuántas presencias vuelven haca mí, intemporales, con la frescura del momento en que una circunstancia especial las fijó en mi mente! Tratándose de don Juan Zorrilla de San Martín, su recuerdo es de una continua y tierna florescencia. Lo conocí en su estampa eterna (el jaquet, la galera de felpa o el espeso cabello peinado hacia atrás, la frondosa barba recortada en punta) y creo que a todos uruguayos les sería muy difícil, tener de él, otra imagen. Ella está en el monumento de su hijo José Luis, así en el corazón de todos los orientales. Para don Juan Zorrilla de San Martín cultivé, durante años, los mejores claveles de mi colección de estas flores. En un rincón de la azotea de mi casa de la calle Comercio, estuvo mi espléndido tesoro. Sobre la mata gris el brillo de los colores espléndidos era como una mágica y rizada concreción de la luz, ya roja, ya rosa, blanca o moteada de oro con todos los matices de como una nube de fragancia permanente cerniéndose intensa e invisible sobre las cuarenta y tantas macetas de barro de mi colección floral. Los primeros claveles que ahora se abrían —significaban afán, dedicación, cariño— admiración para él. Y allá iban todos los años, a su histórica casa de Punta Carretas, hoy “Museo Zorrilla de San Martín”, las dos o tres macetas cuyas plantas habían tenido el privilegio de florecer antes que las otras. Desde que empezaban a desceñirse de su envoltura del capullo, las corolas mágicas ya pertenecían al gran bardo. ¡Destino maravilloso! El las recibía feliz de esa belleza y de esa ofrenda con tanta significación de acatamiento. Aún en la familia recuerdan mis claveles. El 10 de agosto de 1929 un grupo de jóvenes poetas me organizó en el Salón de loa Pasos Perdidos Palacio Legislativo, una fiesta inolvidable. La presidía don Juan Zorrilla de San Martín. Sentado a mi derecha, en uno de los fastuosos sillones del Palacio, el poeta grandioso y menudo, lucia como siempre su dulce e imponente señorío. Santiago Cozzolino, el orfebre, había cincelado el anillo de oro simbólico que me ofrecían los poetas. El ambiente era solemne, con la muchedumbre, los himnos, los delegados de toda América, y otro hombre de estatura física pequeña, pero también magnifico y grandioso: Alfonso Reyes. Yo me había puesto mis mejores galas, y una parienta de mi madre, Marieta Velazco de Suárez, generosamente, había deslizado en mi dedo anular una espléndida almendra de brillantes, fastuoso regalo de casamiento de su opulento primo Claudio Merto. Como siempre, la familia trató de engalanarme para que brillase en mi calidad de personaje de la hora. Siempre sucede así, candorosa y amorosamente. Yo estaba muy ufana con mi furtiva almendra de brillantes. Y, a través de discursos hermosos en que la generosidad juvenil iluminaba las palabras, llegó el momento culminante, el de la entrega del anillo. El Dr. Zorrilla de San Martín fue designado para ello y lo hizo con unas palabras breves y muy hermosas que me quedaron gravadas en el corazón: —Este anillo, señora, significa sus desposorios con América. Me quedé con los ojos llenos de lágrimas y él depositó, junto con el anillo, un beso sagrado en mi mano. El himno de Ascone, coreado por la multitud, rebosaba el bosque del artesonado, traspasaba las cúpulas del Palacio marmóreo y se expandía en la pura y fría noche de agosto sobre la muchedumbre agolpada afuera, pues no había lugar adentro para los miles de personas que habían querido participar de esa inusitada fiesta de reconocimiento de la poesía de una mujer. Pero de pronto miro mi mano izquierda y me asalta un temblor: ¡la almendra de brillantes! Recordé que mi glorioso padrino de bodas la había sacado de mi dedo para poner en su lugar el otro, menos valioso intrínsecamente, pero de un significado intasable... Un poco intranquilizada, le susurré al oído: —Doctor Zorrilla, ¿dónde está mi otro anillo? El me miró un poco lejano, un poco robada la atención por lo grandioso de lo que sucedía a nuestro alrededor, y me contestó ligeramente: —No lo sé, señora mía. Sentí como si algo, helado, empezase a rodearme, y como si algo oscuro, nublase el brillo de las luces innumerables. Me volví hacia otra persona, y, tremente, le conté en voz baja lo que me pasaba. —No se preocupe —me contestó bondadosamente, aunque con un pequeño aspecto de alarma—. Tiene que estar por aquí no más. Lo buscaremos. Y mientras la ceremonia seguía desarrollándose en toda su grandeza, el episodio inesperado, dramático para mí, que no hubiera podido adquirir para devolver a su dueña una joya que representase la veinteava parte de su valor, también seguía, simultáneamente, su desarrollo escalofriante. Preguntas a todo el mundo en torno nuestro, nuevas interrogaciones al Dr. Zorrilla, y, bajo la música inspirada de Ascone y de Socorrito Villegas, el tamborileo desesperado de mi corazón. Disimuladamente nos fuimos parando para buscar entre el asiento tapizado de los sillones en que nos sentábamos. Y de pronto una mano bendita, puso en el hueco de la mía, que temblaba, la joya burlesca, la de un minuto de pacto travieso con los duendes. En mi propio sillón, entre el respaldo y el asiento mullidos, se habla escondido la almendra de brillantes de mi elegante y generosa parienta. Un ángel me quitó de sobre el pecho un lingote de bronce. Alguien me aconsejó con voz afable: —Dése un poco de "rouge” en las mejillas, disimuladamente, si puede. Está usted demasiado blanca. Pero ya la sangre volvía a golpearme briosamente las leves paredes de las venas y el color debió tomar solo, por ese único milagro, a mi cara, pues en esa época yo no llevaba elementos de maquillaje en mi cartera y me hubiera sido imposible disimular la palidez. Aquellos minutos de agonía pasaron inadvertidos a los millares de personas fervorosas que me rodeaban. Bajo un divino mazo de violetas que alguien me puso entre los brazos, mis pobres manos temblaban. La joya exquisita volvió triunfalmente a poder de su dueña. Nadie supo, entonces, que aquella maravillosa hora de gloria fue, a la par, una miserable hora de angustia infinita para mí. Y mi egregio padrino pasó por sobre ella como llevado en andas por los ángeles. No conoció el caso hasta mucho después, cuando ya los dos podíamos filosofar tranquilamente sobre las “dos carátulas” de la vida, comentada por el genio de Paul de Saint - Víctor. |
Suplemento dominical del Diario El Día
Año XXXVII Nº 1828 (Montevideo, 9 de junio de 1968) pdf
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
Ver, además:
Juan Zorrilla de San Martín en Letras Uruguay
Juana de Ibarbourou en Letras Uruguay
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