Diludiums Suplemento dominical del Diario El Día Año XXXVII Nº 1814 (Montevideo, 11 de febrero de 1968) |
I La flor El niño corrió hacia la orilla del pantano y deslumbrado, rico, lleno de emoción gozosa, gritó señalando una flor de largo tallo airoso que balanceaba el viento: —Una amapola, una amapola amarilla y azul! Yo me acerqué ligera para tomarlo de nuevo de la mano y me quedé extática contemplando la dulce maravilla. No era una amapola y no pude saber qué nombre podría dársele. Las aguas quietas y espesas, sin brillo como los ojos de un animal muerto, sostenían y daban vida a aquel milagro de belleza y gracia, aquel cáliz sensible repleto de zumos y polen, aquellos petalos tan delicados y nuevos como las mejillas del niño. Y me dije, pensativa: —¿Entonces, es que siempre hay posibilidades? Pensé luego que tenia que decir esto a alguien que estuviera desesperado, a alguien que hubiera perdido ya toda esperanza. Y me prometí escribirlo en algún lado, por si pudieran leerlo un hombre o una mujer que anduvieran sin rumba sin fe, con el perdida en la oscuridad. II La abeja En un vaso lleno de agua se estaba ahogando una abeja, no sé por qué ni cómo. Tenia las alas empapadas y se movía desesperadamente para alcanzar el borde sólido. Frente a si, próxima, estaba la salvación, pero sus esfuerzos resultaban inútiles, pues en el orden implacable de la relatividad de las cosas el agua contenida en el cóncavo recipiente de vidrio era un pequeño mar y ella un ser que naufragaba, exhausto, ante al cielo impávido. El niño, que miraba todo aquello con atención suma, tomó de pronto una pajuela — sólo una corta pajita frágil y seca— y la puso debajo de la pobrecilla. Entonces ella se aferró con sus últimas fuerzas a la mínima cosa que le ofrecía la providencia para no morir y subió con esfuerzo por el tallo leve y quebradizo hasta llegar a la mano cálida de la criatura. Esta la dejaba hacer, con los ojos fijos, esperando lo que iba a suceder luego. L a abeja sacudió las alas unas cuantas veces y después, liberada de su peso, emprendió el vuelo hacia el rectángulo claro de la ventana abierta. Yo pensé que también tenía que contar esto a alguien que, de algún modo, se estuviera ahogando.
III
IV Las ventanas abiertas en el verano, siempre dejan penetrar al interior de la casa alegres sorpresas: a veces algún colibrí o una mariposa, avispas, pétalos que hace bailar el viento, cantos, risas, el rumor de las calles, vaquitas de San Antón, escarabajos metálicos, maullidos de gatos. Hoy, por la del comedor se ha deslizado hacia adentro una rama flexible, color verde claro, y llena de gracia, de la “enamorada del muro” que recubre las paredes exteriores. Temiendo un desdichado gesto de la gente de servicio, quise devolverla con amorosa paciencia a su lugar. Pero el niño, que está siempre a mi lado, tomó de pronto el extremo de la ramita vagabunda diciendo con alegría: —Un caracol colcol! Recordando otro que hubo en mi vida en los jóvenes tiempos de El cántaro fresco, me incliné con tierna curiosidad: un nuevo caracol de arribar, estremecido de terror en su casa casi translúcida, al sentirse apresado! Todo parecía muy plácido, pero el pobrecillo estaría temblando, muriéndose de miedo, casi agónico dentro de su mínimo palacio armonioso! La criatura, con el sentido animal de la destrucción, levantaba ya su pequeño pie que, siendo él un bebé, yo solía comerme a besos, para aplastarlo contra el piso de la habitación, donde lo había depositado. — No, Dido — grité desesperad a — . Tú no matarás. Levantó hacia mi los hermosos ojos cándidos, sorprendido. Levantó hacia mi los hermosos ojos cándidos, sorprendido. ¿Porque te enojas, “emi”? Apenas es un caracol tan chiquitito que ni siquiera sabe hablar... Y hacen tan hermoso crac! cuando se les aplasta. Yo lo tomé del hombro dulce y frágil también, y lo lleve a mi dormitorio, estremecida. Oye, Dido — dije tomándole sus manecitas que adoro — . Tu no matarás nunca. Ni a los seis, ni a los quince, ni a los veinte años, ni después, ni jamás el ser humano debe matar. E s un mandamiento de Dios el Creador. Jesús transmitió su voluntad a los hombres en los Evangelios. Lo sabemos bien. Pero lo olvidamos miserablemente. El me escuchaba silencioso agrandando con su pequeño dedo sonrosado y liso, un agujerito en la puntilla de mi vestido mañanero. —“Emi" — me dijo luego de un segundo de reflexión concentrada — , ¿yo tengo que importarme también de todo eso? Vi por sobre su cabeza enrulada, lejos, como en trance, la matanza diaria en todos los rincones de la tierra. Matanza de animales y de hombres. Con armas, con máquinas, con la impiedad de los corazones y el egoísmo y la incomprensión de los espíritus. En la calle, en las tabladas y en los frigoríficos, en la guerra y en todos los rincones del planeta, donde un hombre tiene ambición o apetito. Los inocentes y los pecadores. Los que determinan y los que obedecen. Los que tienen poder y se reúnen en un cómodo gabinete para sacrificar a millares de seres que se precipitan en las fauces de la muerte en obediencia de una terrible palabra "disciplina", sin pensar, sin analizar sin rebelarse; y aún los que son movidos por esos motores llenos de banderas al viento que se llaman ideales, cuando en la tierra no hay más que un ideal único, recto, eterno: el amor pacificado entre los hombres. Debí haberme quedado pálida, con un rostro distinto al al de todos los días. Estoy diciendo todo esto en unas pocas palabras incoloras, pero el niño tuvo que sentir que nos rozaba algo muy grande, porque me preguntó anheloso, besándome el brazo desnudo: —¿Qué tiene, "emi"? Volví a la realidad de ese momento secreto entre los dos. Y le rogué suspirando: —Prométeme, Dido, que nunca, nunca matará a nadie.
Y él, institivamente solemne, respondió
muy serio: V Se acabó El hombre rico, poderoso, inflexible, sentíase dueño y señor de cuánto consideraba de su propiedad absoluta: su casa de banca, sus posesiones, sus empleados, su servidumbre, su mujer. Caro iba pagando la pobrecilla la riqueza y alta posición social que había alcanzado al casarse con él. Joven, hermosa, alucinada, pasó por todas las fases del desengaño, hasta intentar, aún, la sumisión. Las resoluciones de él partían de sus exclusivas necesidades, preferencias o convicciones propias, sin tener para nada en cuenta a los demás, y menos a ella, su propiedad de lujo. Vamos a dormir. Me muero de sueño. —Come. Estoy con hambre. —Bebe este refresco. Tengo sed. —Mañana comulgaremos. He de estar bien con Dios. —Vámonos a Europa. Sueño encontrarme en París. —Ponte el tapado de piel. Tiemblo de frío. Más tarde, ella comenzó a sonreír casualmente. En su linda cabecita loca empezó a filtrarse, a hacérsele claridad dominante, la idea de sacudirse el yugo. Sin haber leído a Rousseau comprendió al fin que el mejor medio de llegar a la libertad es pasar por la dictadura. Y una noche, al regresar de su club, él encontró prendida en su almohada, con un alfiler (el alfiler si es propiedad exclusiva de las mujeres, una monísima hoja de papel discretamente bordeada de azul, con la cifra de las iniciales de ella en el centro, que con la inconfundible letra de las alumnas del Sacre Coeur, que él le obligó a usar como patente de educación bien acuñada, lucía una sola frase: Hoc haber Y él tuvo que recurrir a su docto confesor para que le tradujera el latinajo.... |
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Año XXXVII Nº 1814 (Montevideo, 11 de febrero de 1968)
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