Diario de una isleña Suplemento dominical del Diario El Día Año XXXVII Nº 1817 (Montevideo, 3 de marzo de 1968)
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Ame las puertas, todas las puertas y no pasé el umbral de ninguna. Todo en mi vida fue un anhelo desmesurado y una continua riña furiosa conmigo misma. Me dolían hasta los huesos, bajo los astros impasibles. Las dunas me bloqueaban los caminos. No supe llegar al puerto donde se balancean los navíos en espera de pasajeros. Tuve siempre el equipaje pronto, pero me ataron los sueños a mi casa de vidrio, con las constelaciones sobre el techo transparente. Se me escondió el genio de los viajes y mis manos se enfriaron esperando el roce de la suya conductora. Gracias a ti, fantasía, que no me perdí dentro de mi casa cristalina ni me faltó el impulso para ascender hasta los cielos. Allí pude jugar al ajedrez con las galaxias, que desprendía de su clavo para mi deslumbrante entretenimiento falaz. *** Mi alma es como la de las islas, irremisible prisionera con los labios salados y el sueño lleno de proas y hélices que no se moverán más que en el círculo atormentado que tenemos detrás del hueso exacto de la frente. No pudiendo ir hacia las ciudades presentidas, junte caracolillos para hacer collares que semejan riendas. Más allá esta el mar, el camino, los ardientes focos de humanidad. Pero no es mi destino andar entre combatientes y darles de beber en mi cantimplora de agua pura y amarga. Apenas bebo yo misma la cantidad justa para no perecer. Sin embargo, siempre he estado en espera de Simbad el Marino, que gira por el mundo, eterno Judío Errante de la vida movediza como los médanos. Pero Simbad es un mito. *** Tú si, corazón. eras un navío lleno de ánforas de vino y fuertes licores. ¿Que tempestad rompería los sellos, derramaría los líquidos mareantes y pudo hacer de ti el náufrago vencedor que nadara, con la fuerza y el júbilo de la embriaguez, hacia las desconocidas playas llenas de tesoros secretos y de pescadores que se comen las entrañas del mar? Hubo un tiempo en que yo quise encontrar uno de esos pescadores, que me comiera las entrañas multiplicándome la vida. Hace muchos años. Ahora, sólo deseo la lisa e insonora comodidad de mi casa, con su jardín de begonias en macetas de barro y sus geranios multicolores en las ventanas. Ahora ya sé que mi isla nunca tendrá un puerto con veleros o siquiera una balsa dispuesta a afrontar libremente las tempestades del mar. *** Fui a un baile de máscaras y era la única que no tema antifaz, aunque llevaba un vestido de gasa verde agua, con grandes alas bordadas de piedras preciosas. Todos se asombraban de que no me cubriera el rostro como los demás y muchos me vituperaron por ello. Me miré al espejo y vi una extraña faz, lúcida y blanca como la de una sibila. Les dije que me volvería a mi isla a comer líquenes, a soñar cielo, a elegir en la noche estrellas errantes para mi ultimo tocado, y que ni aún entonces usaría máscara. No lo comprendieron y alguien me tendió con misericordia un pedazo de tul para que me cubriera la cara. Encontraban que su desnudez era tan inconveniente como un apostrofe o un reto. *** ¿Quién no ha sentido el himno de la noche en los aledaños del día? ¿Quién no sabe lo que es encender una lámpara, venciendo las sombras y tener alguna vea una redecilla con luciérnagas sujetándole los cabellos como un tocado de diosa? ¿Quién no ha visto una y otra vez la fosforescencia del mar, con sus ondas y sus olas llenas de corpúsculos luminosos como si estuviesen volviendo calvas las altas estrellas? ¿Quién no ha contemplado en los confines de su isla ana hoguera misteriosa que le hace señales incomprensibles, cuando ya se ha puesto la luna, el alba aún está lejos y el relincho del viento empieza a llegar desde las pampas, unido al canto insomne del océano? He visto bailar globos de colores en la costa de una isla al trasponer la noche sus últimos límites. Noche de cantos sin claras palabras y luego, la espina dorsal del día, con estremecimiento de anhelos y frío de recuerdos. *** Se me ha roto un vaso de cristal de Murano La lágrima corrió hasta el mar, más aceda que su agua y la muerte. Una sirena la recogió ansiosa, para su collar de verdes luces. Cuando también se duerma el nuevo día, canturreará un serafín en mi ventana. Y entre el sueño y el despertar, el tiempo rompe y recompone dioses cargados de mantos y precedidos de oriflamas. *** Vinos de Europa y de América, oro - oro, rubí - rubí, topacio - topacio, estriados de amatista. Se ha emborrachado el viento que anda por los viñedos prontos para la vendimia, y yo veo fantasmas difusos nadando en la niebla de la madrugada. Nuevo año. Hay un navío azul y rojo en la rada y de él descienden grandes pájaros zancudos con relojes en el pico y pulseras en las largas patas. Cerraré la puerta porque mi isla es mi isla; y no tenderé manteles ni he de admitir huéspedes con olor a pantanos. Año nuevo. Bebe conmigo, viento del Sur. los famosos vinos de Mendoza y Chile, los uruguayos de Santa Rosa y San Javier, los que, hacia el Norte, se destilan de frutos de palmeras, y otros que salen de la maceración del maíz con hierbas aromáticas, receta primitiva de los indios aborígenes. Año nuevo. No quiero saber nada de fantasmas, ni que me hablen de guerras, de monjes budistas quemados con gasolina, ni de aquel que ha matado, ni de otros que deben morir. De la eternidad nace un nuevo año como un niño de un vientre millones de veces violado. Hay que cantar al sol que se levante para todos, perjuros y santos, beodos y abstemios, impuras y sagradas formas. Mi isla es mi isla en los confines de un mar final, entre el espacio que habitan los saurios y los canguros y el otro donde habitan los ángeles que hilan las vestiduras de tónico color malva y las jazmines trágicos en su perfecto marfil de veinticuatro horas. *** Recuerdo como entre una niebla sorda, aquel viento de mi país, en la casa de mis padres. Era caliente y mugía entre los árboles como un toro descornado. Hasta los frescos álamos de la primavera mugían con él. En algún lugar lo habían crucificado y llegaba herido, deshuesado, feroz. Parecía venir de tierras donde los hombres son azotados y las mujeres agotadas mueren de vejez, cansancio y desamor a los veinte años. Me parece todavía una pesadilla aquel viento supliciado. Mi madre cerraba toda la casa y nos ponía en la frente vendajes fríos empapados en el agua de la tinaja, para que no tomáramos “la fiebre". Al otro día, o a los dos, o a los tres, pues solía durar, empecinado en soplar contra nosotros su vaho de incendio bajo las higueras amanecía un tendal de frutas henchidas de miel frutal, rezumándola por sus ombligos partidos, por los que aparecía la dulce pulpa roja. Era una tentación que debíamos vencer, porque haría daño comerlas. El viento aquel era un animal furioso que podría trasmitir su rabia con el aliento. Si no obedecíamos, se corría el peligro de que una mañana mi madre tuviera que verse con una piará de niños que se daban de mordiscos entre si, destrozaban sillas, descabezaban las muñecas y los caballos de balancín, sembraban de huevos rotos la cocina y hacían añicos sus propios vestidos. Éramos niños traviesos, pero no nos atrevíamos a afrontar la desventura. Después, se alimentaban fogatas con los despojos de la huerta y por un tiempo olvidábamos al viento crucificado, cuyos gemidos nos estremecían el sueño. Alguna vez. ahora, me vuelve a mi isla, pero yo lo alejo con oraciones y conjuros. Me dan miedo las fuerzas desalmadas de la naturaleza y de los hombres. |
Suplemento dominical del Diario El Día
Año XXXVII Nº 1817 (Montevideo, 3 de marzo de 1968)
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
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