Ángeles pintados

crónica de Juana de Ibarbourou

Yo debía tener entonces entre once y doce años. Seguramente, tendría también una tez de raso y un fresco tono de rosas en las mejillas que aún no habían sido surcadas por la sal de las lágrimas verdaderas. Pero amaba las bellezas postales, tan de moda entonces, y un día aparecí en la escuela rigurosamente pintada con un diluido de carmín, con que mamá decoraba ciertas flores de merengue de sus postres caseros; con el pelo de la frente en un implacable rizado casi negroide, los zapatos de grandes tacones de mi hermana, y, bajo los ojos, anchas ojeras a carbonilla tomada de la caja de lápices también de mi hermana, que entonces aprendía dibujo con el Cónsul brasileño y estaba copiando, de un antiguo álbum, prolijamente, la militar cabeza de nuestro bisabuelo materno. No sé cómo burlé la buena vigilancia doméstica, ni cómo pude cruzar el pueblo tranquilamente con tal estampa. Recuerdo, sí, el espantoso silencio que se hizo a mi paso por el salón de clase, y la mirada entre enloquecida y desesperada con que me recibió la maestra, aquella admirable Manuela Lestido que formó escolarmente, en mi pueblo natal, cuatro generaciones de ingenuos y arcangélicos demonios. Recuerdo también, como si hubiera sido ayer, su voz enronquecida, al decirme:

—Ven acá, Juanita.

Entre desconfiada y orgullosa, avancé hacia su mesa de directora. Y otra vez su voz, ronca siempre:

—¿Te has mirado al espejo?

Hice que sí con la cabeza.

Y ella:

—¿Te encuentras muy bonita, así?

¡Pobres cándidos ojos oscuros elevándose hacia el rostro ya no terso de la implacable interrogadora! Y la debilitada voz infantil:

—Yo... sí...

—¿Y te duelen los pies?

¡Ay, cómo ella lo adivinaba todo! No un reino por un caballo, sino un cielo por mi par de zapatos más viejos, yo hubiera dado en aquel momento. Pero era un ángel altivo y contesté con entereza:

—Ni un poquito.

—Está bien. Vete a tu sitio. A la salida, iré contigo a tu casa, pues tengo que hablar con Misia Valentina.

Fue una tarde durante la cual, en el salón de estudio, hubo un sordo ambiente de revolución. Oí, de mis pequeñas compañeras, toda clase de juicios, advertencias y consejos, en general leales. Sólo estuvieron en contra de mí las dos niñas modelo de la clase. Empecé entonces a conocer la dureza feroz de los perfectos.

No sé qué hablaron mi maestra y mi dulce madre. En mi casa no entalló ningún polvorín, no se me privó de mi plato de dulce, nadie me hizo un reproche, siquiera.

Sólo me dijo mamá, después de la comida:

—Juanita, no vayas a lavarte la cara.

Con un asombro que llegaba al pasmo , pregunté apenas.

¿No?

—No, ni mañana tampoco.

—¿Mañana tampoco, mamita?

—Tampoco, hija. Ahora, anda ya a dormir. Desabróchale el vestido, Feliciana.

Y fue mi madre quien me despertó al otro día, quien vigiló mis aprontes para la escuela y quien, al salir, me llevó ante su gran armario de luna, y me dijo con un tono de voz absolutamente desconocido hasta entonces para mí:

—Vea, m’hija, la cara de una niña que se atreve a pintarse a su edad, como si fuera una mujer mala.

¡Dios de todos los universos! Aquella cara parecía un mapamundi, y aquella chiquilla encaramada sobre un par de tacos torturantes, era la verdadera estampa de la herejía.

Me eché a llorar silenciosa, heroicamente. Vi llenos de lágrimas los ojos tiernos de mi madre, pero aún no sabía de arrepentimientos oportunos y me dirigí hacia la calle, con mis libros y cuadernos en tal desorden, que se me iban cayendo por el camino. Fue mi santa Feli quien me alcanzó corriendo, casi a la media cuadra, y allí mismo me pasó por la cara, sollozando, su delantal de cuadros blancos y azules. Ya casi no le cabía yo en el regazo, pero volvió a casa conmigo a cuestas, y las dos, abrazadas, lloramos desoladamente el desastre de mi primera coquetería.

Después, andando los años, me he pintado rabiosamente, y he llorado lágrimas de fuego sobre los afeites de Elizabeth Arden, y quizás más de una vez he quedado hecha un mascaron de proa. Pero ahora no está mi madre para sufrir por mi pena, ni mi negra ama para hacer de su delantal mi lienzo de Verónica, y ya no me importa nada, nada, nada... ¡nada!

crónica de Juana de Ibarbourou

Publicado, originalmente, en: Ficción. Revista-Libro Bimestral Núm.  5 Enero-Febrero de 1957

Ficción se editó entre 1956 y 1971 - Lugar de edición: Ciudad de Buenos Aires

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/ficcion-no-5/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

 

Ver, además:

 

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Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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