Juana de Ibarbourou y Santa Clara de Olimar

Crónica de Julio Fernández

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XL Nº 2052 (Montevideo, 5 de noviembre de 1972) .pdf

Inédito, en internet, al 1 de octubre de 2025

La casa donde viviera Juana, en Santa Clara

En 1918 el capitán Lucas Ibarbourou y su familia después de recorrer varias localidades del Interior se trasladan a la Capital. Y allí, en ese mismo año, se publican en La Razón los primeros poemas de Juana de Ibarbourou; al siguiente año aparece en Buenos Aires Las Lenguas de Diamante. Y con ese libro inicial, la consagración milagrosa de un poeta. Decimos milagrosa porque pocas veces se cumple el hecho de que la alta calidad artística y la aceptación total se den juntas. Generalmente los verdaderos creadores viven en el silencio, sólo rodeados del fervor de unos pocos amigos; muchas veces la celebridad rodea al producto de moda, que satisface las necesidades inmediatas de lo que se está viviendo en la época. Pero la poesía de Juana de Ibarbourou se levanta por sobre toda circunstancia, sostenida por su propio señorío —su altísima inspiración—, y por un asombroso poder de comunicación, no sólo con el lector de poesía, sino con el pueblo, los jóvenes, los niños.

Entre las voces que consagraron a ese libro definitivo estaba la entusiasta y plena de autoridad de Miguel de Unamuno —siempre atento a los valores de América— que en su extensa carta crítica y en un artículo aparecido en La Nación de Buenos Aires definió en pocas palabras la naturaleza de este canto: unas poesías de una castísima y ardiente desnudes espiritual, de un ardor de pasión contenida que recuerda a las de Safo.

En 1920 Juana de Ibarbourou publica su libro de poemas en prosa El cántaro fresco con el que entra ya, no sólo en el gustador de arte sino en el corazón de los niños, pues sus estampas, por los sentimientos limpios y su ejemplar sencillez son ideales para un primer contacto con la poesía.

Y en 1921 Lucas Ibarbourou es trasladado a Santa Clara de Olimar; allí la escritora vive un pedazo de su juventud y de su felicidad en una casona donde todavía perduran las camelias de su tiempo, cerca del cuartel, frente al cementerio, con la enorme palmera de también abiertas alas perdurables.

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La página en prosa alrededor de la cual gira este trabajo pertenece al archivo que guarda los manuscritos de la poetisa, y que custodia el Departamento de Investigaciones de la Biblioteca Nacional. Página muy poco conocida, aparece como un breve apunte pero tiene el donaire, la capacidad única de transmitir los matices de la afectividad —en este caso felicidad y nostalgia—, sello inconfundible del estilo vital de Juana de Ibarbourou. Y nos dice con exactitud ese tiempo del que fueron testigos algunos habitantes de Santa Clara, que todavía recuerdan la imagen juvenil de la escritora; presencia de trajes claros, belleza de fino descuido y unos ojos grandes, oscuros, plenos de hondo misterio.

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Si Las lenguas de Diamante era un libro en el que predominaba el canto del amor, en Raíz Salvaje, es la naturaleza la que campea y, como señala Zum Felde, aunque los dos temas están estrechamente unidos, Raíz Salvaje es —según nuestro crítico—, un libro vegetal.

En su carta critica Miguel de Unamuno había advertido en la poetisa el tono elegiaco —anuncio de la muerte— que a veces aparecía como una sombra sobre su radiante canción.

En Raíz Salvaje esta presencia de la muerte casi ni se siente y la simplicidad cada vez mayor corre paralela tanto en el sentimiento como en las formas, cada vez más desnudas y libres.

Todo se vuelve poesía, en la que la frescura es trascendente, porque está llena de un gozo de existir enraizado en lo más recóndito del ser. Los pinos, la lluvia, los pájaros, los parrales, el carro lleno de trigo, todo ha sido nombrado con un nuevo amor y transfigurado en una poesía que se enamora de nuestra memoria porque toca los anhelos más profundos del hombre: el deseo de vivir en plenitud en medio de un mundo cada vez más hostil y que parece que quisiera borrar los pinos, la lluvia, los pájaros. El contenido mágico de esta poesía —su extraordinario poder de expresión—, quizás resida en eso, en que ha tocado un amor que está dentro de todo ser humano: el amor por la Naturaleza. Pienso que en este libro parece cumplirse aquello que fuera plegaría ardiente en nuestro gran poeta Enrique Casaravilla Lemos:

Qué maravilloso es el aire del mundo!

Haced, Señor, que mis ojos lo miren como es.

Qué maravilloso es el fuego del mundo!

Haced, Señor, que mis ojos lo miren como es.

Qué maravillosa es el agua que rodea el mundo!

Haced, Señor, que mis ojos la miren como es.

Sí, en Raíz Salvaje el aíre, el fuego, el agua, el mundo mismo han sido penetrados hasta sus esencias y vueltos cántico luminoso, cielos prodigiosamente enlucerados, como los de las noches de Santa Clara de Olimar.

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¿Quién no tiene un recuerdo de esta poesía en su vida? ¿Qué niño uruguayo no ha vibrado alguna vez con el sentimiento de piedad por la higuera, o la transparente sombra nostálgica de “El vendedor de naranjas”? ¿Quién no ha encontrado —en aquellos libros escolares de Abadie-Zarrilli— y guarda en su memoria algo de aquella ternura sin par:

Mi cama fue un roble

Y en sus ramas cantaban los pájaros.

Mi cama fue un roble

Y mordió la tormenta sus gajos.

 

Deslizo mis manos

Por sus claros maderos pulidos,

Y pienso que acaso toco el mismo tronco

Donde estuvo aferrado algún nido.

 

Y quién no ha sido rozado en su alma por esta música gozosa, este instante tan deslumbrante como el mismo sol que nombra, y que para siempre estará entre los más inspirados cantares de nuestra lengua:

Cantar del agua del río.

Cantar continuo y sonoro

Arriba bosque sombrío

Y abajo arenas de oro.

          Cantar...

De alondra escondida

Entre el oscuro pinar.

          Cantar...

Del viento en las ramas

Floridas del retamar.

          Cantar...

De abejas ante el repleto

Tesoro del colmenar.

          Cantar...

De la joven tahonera

Que al río viene a lavar.

Y cantar, cantar, cantar

De mi alma embriagada y loca

Bajo la lumbre solar.

 

Los eucaliptos de Echandy

Después de Raíz Salvaje la poesía de Juana de Ibarbourou entra en un tiempo de silencio y de recreación, que lleva a ese libro intenso, tan lleno de contemplación —y que no ha sido aún descubierto, eclipsado sin duda por la poesía de su primera juventud— que es La Rosa de los Vientos, en el que alienta el mismo espíritu de amor por todo pero visto a través de velos, de vagas formas del sueño, de un mirarse en el espejear incesante de la metáfora y los caminos más inesperados, más secretos y cambiantes de la imaginación.

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La tierra de Treinta y Tres se alegra de haber sido la inspiradora de algunos poemas de Raíz Salvaje. Como ayer, el monte de Echandy, los senderos pedregosos, la atmósfera fina y estrellada arden en Santa Clara. El milagro de la vida se renueva en ellos pero ellos permanecen llenos de una oculta significación, de un sentido nuevo y maravilloso: son testigos de una de las aventuras poéticas más ricas —llevada en la más absoluta fidelidad— y de una cosecha luminosa y perdurable: la de haber vencido el tiempo para quedarse en el corazón de quien busque un remanso —un poco de paz— en el inefable frescor del agua de las cachimbas, que tanto ama nuestra poetisa, y que “su canto nos ofrece con gesto generoso y siempre fraternal.

Santa Clara de Olimar (así se llamaba entonces, y yo lo prefiero) representa para mi un paréntesis de ardiente expectativa. Mi hijo empezó a aprender allí sus primeras letras con un noble maestro: el señor Ferrer y Olais, a quien mi marido estimaba muy merecidamente. Yo preparé durante nuestra estada en el pueblo, mi libro "Raíz Salvaje”, que llevaba casi hecho, pero al que agregué algunos poemas nacidos en ese lugar eglógico, que me embriagaba. Sus noches de luna plena tenían un embrujo como de otro planeta trisado de piedras, con una atmósfera muy limpia y un cielo prodigiosamente enlucerado. Las alamedas de lo de Echandy, viejo amigo de mi padre, sus eucaliptus joviales, me atraían de un modo poderoso. Era el único bosque de los alrededores y yo llegué a amarlo con toda mi herencia peninsular, fuertemente agraria. Era joven e impetuosa, soñaba con fe, en el porvenir, ¡Cuántos ruegos impacientes, cuántas esperanzadas promesas, confié a las imágenes sacras de la iglesita de ese pueblo! Santa Clara de Olimar es un pedazo de mi juventud y de mi felicidad. El porvenir se ha hecho pasado; el niño se hizo hombre; la fuente de la dicha está cegada. Escribo estás líneas con una profunda melancolía.

Pueblo Olimar crece, prospera, ha desdeñado su primitivo y lindo nombre romancesco pero sigue teniendo la misma línea, los mismos campos pedregosos, el mismo monte de Echandy, por donde en días lejanos y puros, yo pasée con los seres que más he amado en la vida. Allí escribí el poema que aquí copio:           

 

Cementerio campesino

¡Oh muertos casi anónimos del cementerio árido

Donde tan sólo hay piedras y una inmensa palmera

Que hace cantar la brisa y brota cachos dulces

En los primeros meses de cada primavera!

          

¡Oh muertos para quienes el silencio es enorme

Y no se acabe nunca! ¿Será bueno dormir

Como ellos, sin nade que les aje el reposo?

¿Se está bien allá abajo o desearán salir

 

Un día, a correr campos, a buscar de los hombres

El movimiento, el grito, le verticalidad

Cansados del descanso sin tregua, llenos de ansia

Por la inquietud ardiente, viva, de la ciudad?

 

¡Oh muertos muertos campesinos, hermanos de los otros

Que duermen en el fondo frío y torvo del mar,

Al arrullo monótono y salvaje del agua

Que ahoga todo rezo y estrangula el cantar

 

De los vientos: yo clamo por vosotros

Con el alma transida de infinita piedad.

¡Pobres muertos del campo e quienes nunca turba

El rumor de le vida honda de la ciudad!

El cementerio campesino. Entre las palmeras, el panteón de Aparicio Saravia.

Crónica de Julio Fernández (Treinta y Tres, julio de 1972.)

(Especial para EL DIA)

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XL Nº 2052 (Montevideo, 5 de noviembre de 1972)

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Ver, además:

 

                      Juana de Ibarbourou  en Letras Uruguay

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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