Jorge Luis Borges y la literatura fantástica
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Quizá la manera más eficaz de acceder al mundo literario que cubre el nombre de Jorge Luis Borges sea aceptar, de una vez por todas, que constituye una literatura dentro de otra literatura. En efecto, la literatura de Borges no es sólo un capítulo o una tendencia o un gran momento dentro de la literatura argentina (e hispanoamericana) contemporánea. Es toda una literatura, con su pluralidad de géneros, desde la lírica a la crítica; con sus evidentes períodos, desde la renovación criollista del 20 hasta la fantasía arqueológica de hoy; con sus corrientes opuestas y hasta excluyentes, desde el versolibrismo ultraísta hasta el neoclasicismo de sus últimos poemas. Una literatura que tiene su estilística propia, su metafísica y hasta sus apócrifos[1]. Una literatura que no por estrechamente limitada es menos rica[2]. Para acceder con éxito a esa literatura —o, como en este caso, a una zona de la misma— no hay guía más segura que la que ofrece la propia obra crítica de Borges. El infrecuente rigor de esta crítica, su constante originalidad, su inagotable riqueza, permitirán un mejor conocimiento de los presupuestos de su misma creación. Por eso, en esta nota, he aplicado a su propia obra algunos enfoques de Borges sobre literatura fantástica[3]. I Hay quienes juzgan que la literatura fantástica es un género lateral; sé que es el más antiguo, sé que, bajo cualquier latitud, la cosmogonía y la mitología son anteriores a la novela de costumbres. (J. L. B., 1945.) La literatura fantástica no es invención de nuestro siglo. Sin embargo, por ser un género que se ha adoptado últimamente con vigor polémico, presentándolo como superación del fatigado realismo, parece más nuestro. Pero Borges tiene razón cuando señala que toda ficción (que toda literatura) fue en principio fantástica, y que el realismo es creación del siglo pasado. Y aunque no se comparta totalmente su afirmación de la decadencia del realismo (especialmente en la novela), no puede dejarse de advertir que durante todo este siglo se ha intentado trascender, con mil astucias, su óptica. Al examinar la literatura fantástica encuentra Borges cuatro grandes procedimientos que se presentan desde los primeros tiempos y que permiten al creador destruir no sólo el realismo de la ficción sino la misma realidad. Ellos son: la obra de arte dentro de la misma obra; la contaminación de la realidad por el sueño; el viaje en el tiempo; el doble. El procedimiento de la obra dentro de la obra está ya en el Quijote: en la segunda parte los protagonistas han leído el Quijote de 1605; está también en Hamlet: los cómicos representan ante la corte una tragedia que tiene gran semejanza con la de Hamlet. Pero es posible rastrearlo antes del Barroco. En la Eneida (libro I) el héroe troyano contempla en Cartago unas pinturas en las que se muestra la destrucción de Troya, de la que acaba de escapar, y se reconoce mezclado entre los príncipes aqueos. Y antes, en la llíada, modelo de Virgilio, Helena borda un doble manto de púrpura cuyo tema es el mismo del poema: el combate de troyanos y aqueos por la posesión de Helena (canto III). En estos ejemplos (y en otros que Borges propone) puede advertirse que la misma obra literaria postula la realidad de su ficción al introducirse en el mundo que sus personajes habitan. Borges no ha descuidado el empleo de este procedimiento. Pero no se ha limitado a trasladarlo tal como se lo ofrecía la tradición literaria; lo ha invertido. En vez de testimoniar la realidad de su cuento por la presencia de la misma obra de arte, ha introducido en sus relatos más inauditos la realidad contemporánea del lector. Así, por ejemplo, para evitar toda discusión sobre la existencia de una enciclopedia apócrifa que permite conocer a Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, compromete a su amigo Bioy Casares en el descubrimiento y luego transcribe las opiniones, también apócrifas, de Carlos Mastronardi, Ezequiel Martínez Estrada, Pierre Drieu La Rochelle, Alfonso Reyes, Xul Solar, Enrique Amorim, Néstor Ibarra. (Años antes había citado juicios de T. S. Eliot y de Philip Guedalla sobre un libro inexistente.) En otra variante de este recurso, utiliza a esos u otros amigos como personajes (secundarios, es claro) de sus ficciones: Pedro Leandro Ipuche y Bernardo Haedo en Funes el memorioso; Patricio Gannon y yo en La otra muerte. Una tercera variante le permite decretar que la ficción ya ha sido creada por otro escritor, también ficticio, y se reduce a comentarla bajo la humilde apariencia de reseña bibliográfica o la más grave de necrológica: El acercamiento a Almotásim[4], Examen de la obra de Herbert Quain, Pierre Menard, autor del “Quijote”. En todos los casos, un pedazo irrefutable de la realidad aparece injertado en la ficción; aparece lastrándola de realidad. El procedimiento de introducir imágenes del sueño que alteran la realidad ha sido explotado por el folklore de todos los pueblos; también, magistralmente, por Coleridge en una nota que dice:
Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado ahí, y si al despertar encontrara esa flor en su
mano... ¿entonces, qué?[5] La flor de Coleridge, combinada con otro recurso —el viaje en el tiempo—, ha engendrado otras ficciones famosas —como el mismo Borges lo apunta—. Así, por ejemplo, en The Time Machine de H. G. Wells, el protagonista viaja hacia el porvenir y trae una flor marchita. (Borges comenta: Más increíble que una flor celestial o que la flor de un sueño es la flor futura, la contradictoria flor cuyos átomos ahora ocupan otros lugares y no se combinaron aún.) Y Henry James, que conocía el texto de Wells, propone una versión más fantástica en The Sense of the Past: un retrato que data del siglo XVIII representa misteriosamente al protagonista, quien fascinado por la tela logra trasladarse a la fecha en que fue pintada y consigue que el pintor, tomándolo como modelo, comience la obra. James crea, así, dice Borges, un incomparable “regressus in infinitum”, ya que su héroe, Ralph Pendrel, se traslada al siglo XVIII porque lo fascina un viejo retrato, pero ese retrato requiere, para existir, que Pendrel se haya trasladado al siglo XVIII. La causa es posterior al efecto, el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje. Borges ha utilizado, también, la fantasía temporal. Por ejemplo, en El milagro secreto el tiempo real queda suspendido mientras fluye para el protagonista un año mental; en Funes la memoria estratifica el tiempo: ni uno solo de sus segundos se pierde, todos quedan registrados en la inhumana vigilia del memorioso; El inmortal (bosquejo de ética para inmortales) está señalando desde el título una derrota del tiempo. Dejé para el final el más audaz: La otra muerte, donde la voluntad de un hombre opera un milagro, le permite remontar la corriente del tiempo y alterar una cobardía pasada de la que se arrepintió toda la vida. El último procedimiento, el de los dobles, abunda en ejemplos ilustres. Borges recuerda dos: uno de los cuentos de Poe, William Wilson; una narración de James, The Jolly Comer, que presenta la sugestiva variante de referirse a un doble que habita no un tiempo real sino un tiempo posible. Este procedimiento cuenta con la predilección de Borges. Hay tres cuentos que lo ensayan. (Parece ocioso aclarar que siempre con curiosas variantes.) En Tres versiones de Judas se sustituyen rápidamente las teorías sobre la traición hasta concluir con la más fascinante: Dios no se encarnó en Cristo, el perfecto, sino en Judas, el traidor. En realidad, más que una blasfemia o una herejía barroca lo que propone Borges es la identificación final de Judas y Cristo. El procedimiento aparece explícito y desnudo en El tema del traidor y del héroe, donde el jefe de una conspiración resuelve traicionar a sus cómplices. Éstos se enteran y deciden matarlo, pero de manera que la causa se fortalezca. Lo obligan a jugar el papel de víctima, de héroe, en un atentado simulado. En Los teólogos, una elaborada recreación arqueológica que, felizmente, tolera el buen humor, recubre el procedimiento: un teólogo logra la completa destrucción (por el fuego) de un rival. Al morir descubre que para Dios ambos son la misma persona. En cualquiera de los tres ejemplos Borges ha preferido imaginar no dos personas idénticas sino dos personas aparentemente opuestas pero complementarias. En algún caso (en el segundo) ni siquiera es necesario que haya dos personas; bastan distintos enfoques de la misma. (Otro cuento especula con el cambio de enfoque, La forma de la espada, en que la despreciable delación de un hombre es contada por él mismo como si él fuera el traicionado.) II Sueños y símbolos e imágenes atraviesan el día; un desorden de mundos imaginarios confluye sin cesar en el mundo; nuestra propia niñez es indescifrable como Persépolis o Uxmal. (J. L. B., 1945.) Quizá el error más grueso que pueda cometer un lector de Borges sea el de suponer que sus ficciones se agotan después de examinados sus procedimientos. Es decir: que son únicamente construcciones artificiosas, sin ningún contenido. El mismo Borges se ha encargado de tolerar esa injusticia. Algunas veces ha señalado que son juegos de la inteligencia —como si sólo fueran eso—. Sin embargo, él no ignora (y por el contrario lo ha declarado públicamente) que la literatura fantástica se vale de ficciones para expresar una visión de la realidad. En suma: toda esa literatura está destinada a ofrecer metáforas de la realidad, por las que el escritor quiere trascenderla, no evadirse a un territorio impune[7]. Tómese el caso (indicado por el mismo crítico) de The Invisible Man de H. G. Wells y de Der Prozess de Franz Kafka. Ambas obras plantean el mismo tema: la soledad del hombre, su incomunicabilidad última, pero utilizan distintos procedimientos narrativos. Una es una fantasía científica, contada en términos de minucioso realismo; la otra es una pesadilla que conserva su irrealidad, su angustia, pese a estar expuesta con detalles de la más penosa o trivial materialidad. Del mismo modo, pueden reducirse las ficciones de Borges a constantes temas humanos[8]. Así, por ejemplo, Pierre Menard, Averroes, La Biblioteca de Babel, El milagro secreto, La escritura del Dios, demuestran, de muy variada manera, la vanidad final de todo esfuerzo, la locura de la erudición, de la filosofía, del arte. El tema del traidor y del héroe, Tres versiones de Judas, ejemplifican la imposibilidad de un deslinde total entre el Bien y el Mal. La Biblioteca de Babel, La lotería en Babilonia, La escritura del Dios, El Aleph, presentan variantes del azar que rige este mundo caótico. (En El muerto se ofrece una reducción a escala del destino individual.) Examen de la obra de Herbert Quain, El jardín de senderos que se bifurcan, La muerte y la brújula, La casa de Asterión, proponen una imagen del universo que se confunde, por su bifurcación, por su simetría, con un laberinto. En el centro de estas ficciones hay un mensaje —nihilista— que no es difícil formular: el mundo coherente que creemos vivir, gobernado por la razón y fijado en inmutables categorías morales e intelectuales, es una invención de los hombres que se superpone a la realidad —absurda, caótica— como la caprichosa creación de Tlön, obra de sabios también, se superpone a esta realidad legislada. O para decirlo con sus propias palabras: ¿Cómo no so meterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas —traduzco: a leyes inhumanas— que no acabamos nunca de percibir. III Esta vocación de vivir que nos impone las elecciones ominosas de la pasión, de la amistad, de la enemistad, nos impone otra de menos responsable importancia: la de resolver este mundo. (J. L. B., 1928.) Todavía hay una última etapa. El mensaje recogido no basta. Y aunque supone una lectura mucho más profunda de Borges, no alcanza a tocar el centro de su literatura, de su mundo. Este universo no es, en verdad, caótico, y este escritor no es, en verdad, nihilista. La concepción caótica y nihilista se refiere sólo al mundo aparencial. Pero si se es capaz de trascender la corteza y examinar gravemente nuestra realidad, podrá descubrirse otra perspectiva. Para ello es posible guiarse por las revelaciones contenidas en Nueva refutación del Tiempo, librito de 1947[9]. Allí escribe Borges: Berkeley negó que hubiera un objeto detrás de las impresiones de los sentidos; Hume, que hubiera un sujeto detrás de la percepción de los cambios. Aquél había negado la materia, éste negó el espíritu; aquél no había querido que agregáramos a la sucesión de impresiones la noción metafísica de materia, éste no quiso que agregáramos a la sucesión de estados mentales la noción metafísica de un yo. Prolongando entonces a estos negadores del espacio y del yo, Borges niega el tiempo, y razona: Fuera de cada percepción (actual o conjetural) no existe la materia; fuera de cada estado mental no existe el espíritu; tampoco el tiempo existiría fuera de cada instante presente. Es decir que para él vivimos en un eterno presente. O como escribe Schopenhauer, en palabras que el mismo Borges cita: Nadie ha vivido en el pasado, nadie vivirá en el futuro; el presente es la forma de toda vida, es una posesión que ningún mal puede arrebatarle. Esta convicción no es sólo producto de una especulación. El mismo libro nos permite conocer una experiencia en que Borges vivió la eternidad. Aparece contada en el fragmento titulado Sentirse en muerte de 1928. Borges recorre, feliz, la noche del suburbio porteño. Se detiene a contemplar una tapia rosada. Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo de hace treinta años... Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por él un cariño chico, de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento “Estoy en mil ochocientos y tantos” dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra “eternidad”. Sólo después alcancé a definir esa imaginación. La escribo, ahora, así: Esa pura representación de hechos homogéneos —noche en serenidad, parecita límpida, olor provinciano de la madreselva, barro fundamental— no es meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es, sin parecidos ni repeticiones, la misma. El tiempo, si podemos intuir esa identidad, es una delusión: la indiferencia e inseparabilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, basta para desintegrarlo. Un idealismo que lleva sus conclusiones más lejos que Berkeley, Hume y Schopenhauer, tal es la cosmovisión que encierran estas ficciones. A esta luz todo cambia. El tema del doble adquiere nuevo significado; no se trata, en verdad, de un doble ya que todos los hombres son el mismo hombre y hay un solo hombre. (En la fantasía arqueológica que se titula El inmortal se despliega con abundantes detalles y felicidad estilística el tema.) Y los juegos con el tiempo presentan otro sentido, mientras que sus últimas ficciones, que muestran a Borges habitado por éxtasis y revelaciones —por ejemplo, El testigo (en Dos fantasías memorables) o El Aleph y El Zahir— manan enceguecedora luz al mostrarse como metáforas, patéticas o burlescas, de aquella intuición fundamental de la eternidad, del cese del Tiempo, que golpeó a Borges una noche de 1928 en una calle del suburbio porteño. Notas: [1] Con Adolfo Bioy Casares y bajo distintos seudónimos ha compuesto Borges tres volúmenes de eficaz parodia: uno de cuentos policiales, adjudicado a H. Bustos Domecq (Seis problemas para don Isidro Parodi, 1942); otro, atribuido al mismo, de éxtasis burlescos (Dos fantasías memorables, 1946) ; y una novela policial, firmada por un discípulo de Bustos Domecq, B. Suárez Lynch (Un modelo para la muerte, 1946). La vocación por lo apócrifo los llevó a inventar también, para estos dos últimos libros, una imprenta: Oportet & Haereses. Sobre estas ficciones publiqué un largo artículo en Clinamen, año I, n° 3, Montevideo, julio-agosto 1947. [2] Si Borges perteneciera a la literatura inglesa ocuparía, sin disputa, un lugar junto a Charles Lamb, a Hazlitt, a Carlyle, a De Quincey, a Stevenson. En las letras hispanoamericanas no hay todavía sitio para esos clásicos deliberadamente menores-Se e3 Sarmiento (se trata de ser Sarmiento) o nadie. [3] Utilizo, especialmente, la conferencia que dictó el 2 de setiembre en “Amigos del Arte”. (Véase el resumen de Carlos Alberto Passos en El País, Montevideo, setiembre 3 de 1949.) Sobre el tema pueden consultarse dos valiosos trabajos de Borges: La flor de Coleridge en La Nación, Buenos Aires, setiembre 23 de 1945; Magias parciales del Quijote, en La Nación, Buenos Aíres, noviembre 6 de 1949. Las narraciones de Borges están recogidas, principalmente, en tres volúmenes: El jardín de senderos que se bifurcan (Buenos Aires, Sur, 1941) presenta ocho; Ficciones (Buenos Aires, Sur, 1944) incorpora esas ocho y agrega seis; El Aleph (Buenos Aires, Losada, 1949) publica trece nuevas. [4] Este cuento es, quizá, e! primer ensayo de Borges en el género fantástico. Fue publicado, como nota bibliográfica, en un volumen de ensayos: Historia de la eternidad, 1936. Después fue incorporado a El jardín y a Ficciones. [5] La traducción es de Borges. Véase el citado ensayo, La flor de Coleridge. [6] Este cuento no proviene de Coleridge, sino lejanamente de Lewis Carroll, como puede verificarlo quien se moleste en consultar la página 29 de Inquisiciones, 1925. [7] Por eso, el mismo Borges ha rechazado las ficciones de muchos que se valen irresponsablemente de la literatura fantástica para justificar cualquier delirio. [8] De Funes el memorioso escribió Borges en el prólogo de Ficciones que es larga metáfora del insomnio. Igualmente podria haber escrito que La casa de Astees una delicada metáfora de la autocrítica. [9] Fue publicado en Buenos Aires, por Oportet & Haereses, en edición no venal. {Véase mi reseña en Marcha, Montevideo, noviembre 14 de 1947.) |
Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y la literatura fantásticaPublicado el 12 oct. 2017 |
por
Emir Rodríguez Monegal
"Número"
Montevideo,
noviembre-diciembre, 1949
Año 1, Nº 5
Ver, además:
Jorge Luis Borges en Letras Uruguay
Emir Rodríguez Monegal en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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