Eugenio Delacroix
por Benjamín Jarnés

La Libertad guiando al Pueblo, cuadro de Eugène Delacroix (1833) Museo del Louvre, París

Hubo un siglo febril en que las grandes pasiones fecundaban caudalosamente al genio. Bernardino de Saint Pierre y Chauteaubriand mejoran a Rousseau proclamando el amor lírico a la selva, a lo inculto y lo espontáneo. Lamartine canta sus éxtasis, sus ímpetus eróticos, mecido por ondas cabrilleantes, aireada su cabellera por un viento perfumado en cimas vírgenes. Víctor Hugo sale a la puerta de su gran tienda y desenrolla su gran surtido de pintorescos tapices, de telas recamadas, de collares de vidrio. Abre suntuosos cofres, cuelga su enorme botín histórico, trajes fascinadores, escudos centelleantes, penachos, banderolas de gran feria.

El cuadro es fácil de copiar. Muchos han intentado su bosquejo, quizá con más pompa que exactitud. Hemos oído cantar hartas veces la gran aria del siglo encendido, precisamente con música de Berlioz.

Veintidós años tenía el siglo XIX — Delacroix era dos años menos joven que su siglo — cuando surge en el Salón de París un cuadro. Había allí centenares de telas convencionales donde se advertía la batuta intolerante de David. Plutarco extendía sus dominios desaforadamente. Se reeditaba la historia romana con una abrumadora insistencia. Había huido del arte pictórico toda sensualidad, y los lienzos, ya exprimidos los últimos zumos vitales, colgaban de los muros como testimonios inertes de un afán de erudito. La pintura era todo teatro. El arte era un ancho escenario por donde vagaban los rígidos espectros del Capitolio romano o los entonados fantasmones de la Corte de Napoleón. La joven Francia, que acababa de romper sus brillantes juguetes del Trianón, sufría una rigurosa dieta, un doloroso ayuno de sensualidad, de gracia, de ternura. La pintura le ofrecía sólo ejemplos de altas y heroicas virtudes. Cada cuadro era una lección de glorioso lirismo. Un arte pomposo, con sólo viento bajo las amplias togas; arte hipócrita y altanero, que había de morir a manos de un nuevo pintor que fuese a la vez un bello ejemplar humano: Eugenio Delacroix.

En el Salón de 1822 asestó Delacroix el primer tajo a la pintura académica. Fue uno de los casos más curiosos de celebridad imprevista, rápida, casi total. Todos los espectadores inteligentes sintieron de pronto, entre tanto lienzo inerte, la presencia gozosa de un cuadro vivo. Allí nacía una imaginación nueva que se burlaba de toda la seca erudición en boga. Allí estallaba un ímpetu juvenil, frenado por un pensamiento robusto, que sobrepasaba el nivel de todos los menudos aciertos individuales de la escuela davidiana. El cuadro era Dante y Virgilio en los infiernos, obra maestra cuya impresión difícilmente se borra. Dante y Virgilio conducidos por Carón, atraviesan el río infernal, hendiendo penosamente el tropel de condenados que se agolpa en torno de la barca, pretendiendo irrumpir en ella. Dante, vivo, con la horrible palidez de un condenado. Virgilio ceñido de cenicientos lauros, de color de muerte. Los infelices eternamente condenados a desear la orilla opuesta, se agarran a los bordes de la barca. Alguno muerde la madera cuando ya sus uñas son incapaces de retener la esperanza que se le huye. Y en todo el cuadro, tan resbaladizo, tan cercano de la fea enormidad, tan próximo al límite del arte, hay difundida tal severidad de detalles, tal armonía de pensamiento, una masa de colores tan vigorosos, que por sí solo pudo anunciar la epifanía de una gran época de arte. Se vió en él la fecundidad de Rubens junto con el atrevimiento de Miguel Angel. Se sentía — dice Tiers, su cronista en aquellos días — “un cierto poder ardiente, salvaje, pero espontáneo, natural, ante este cuadro. Yo no sé qué recuerdos de grandes artistas me sugiere. . . Yo no creo engañarme. Delacroix ha recibido las dotes del genio". Estas líneas — comentaba luego Baudelaire — "son realmente sorprendentes, tanto por su precocidad como por su audacia. Si el redactor en jefe del periódico tenía, como es de presumir, alguna pretensión de inteligencia en pintura, el joven Tiers debió parecerle un poco trastornado”.

Por fortuna, la clara trayectoria espiritual de Delacroix quedó bellamente trazada en su Diario, comenzado a escribir el mismo año de 1822. Por él conocemos al hombre y al filósofo, ya que por los cuadros conozcamos al pintor.

II

Una noche, en Louroux, en la Turena, nuestro pintor gozó de una de esas horas deliciosas que tientan a grabarla para siempre en un diario. Fue en casa del antiguo ayudante del príncipe Eugenio, cuando este otro Eugenio, enamorado del hondo silencio del campo, sumergido en una blanca lluvia de plenilunio, pudo oír mejor la voz de Lisette, su novia desdeñosa. Quedaron los dos hermanos ya solos, después de despedir a los habituales contertulios, y el general comenzó a hablar del amor, mientras el pintor miraba y remiraba unos dibujos de Miguel Angel. Luego quedaron ambos en silencio. "La lun3 — dice Delacroix —se alzaba lentamente entre los árboles, enorme y rosada. En medio de mi ensueño, y mientras mi hermano charlaba del amor, yo escuché de lejos la voz de Lisette. Ella tiene un timbre delicioso que me hace estremecer. Su voz es el más seductor de sus encantos.

Así comienza el Diario. Quizá debemos a esta Lisette "de brazos puros como de bronce y de forma a un tiempo delicada y robusta” — como el arte de Eugenio Delacroix — tan rico testimonio de humanidad. Su primera piedra fue, es cierto, ungida con fina lluvia lunática; en la inauguración cantaron los pájaros y esta fresca voz de Lisette; pero todo quedó oculto, en la raíz. Si el Diario comienza con una trivial aventura juvenil, pronto surgen en él otros amores, los grandes amores de Eugenio Delacroix. Pronto el surco se hace más hondo, olvida la palpitación de las estrellas y vuelve sus ojos hacia sí, hacia el íntimo regazo de su espíritu; analiza su pulso, mide sus desfallecimientos. Dos años más tarde, escribía;

Amante de las Musas que ofreces a su culto tu sangre la más pura, reclama de ellas esta mirada viva y centelleante de la juventud, esta alegría de un espíritu poco preocupado. Estas castas hermanas fueron para mí peores que cortesanas; sus pérfidas alegrías son más falsas que la copa del deleite. Es tu alma la que ha amortiguado sus llamas, tus veinticinco años sin juventud, tu ardor sin voluntad. Tu imaginación lo abrasa todo y tú ya no tienes ni los recuerdos de un sencillo tendero. La verdadera ciencia del filósofo debe consistir en gozar de todo, y nosotros nos dedicamos, por el contrario, a disecar y a destruir todo lo que es en sí bueno, por miedo a la ilusión. La naturaleza nos da esta vida como un látigo a un niño raquítico. Nosotros queremos ver cómo todo aquello salta, nosotros lo rompemos todo y nos queda entre las manos, y ante nuestros ojos abiertos demasiado tarde, y estúpidos, unos despojos estériles, elementos que ya no merecen ser desentrañados... Aunque la belleza no fuese más que cierto barniz encantador, cierto escorzo, que nos ayude a soportar el resto, ¿quién puede negar su existencia al menos como tal barniz y tal escorzo? ¡Son bien extraños estos hombres que no se dejan arrastrar por una bella pintura, con el pretexto de que en el reverso sólo hay una madera comida de gusanos!

Y más tarde el gran amor de su vida le dicta esta página vehemente:

¡Precioso dominio el de la pintura! ¡Poder mudo que sólo habla a los ojos, que poco a poco invade el alma y se enseñorea de todas sus potencias! Este es el espíritu, ésta es la verdadera belleza que te es propia, bella pintura, tan insultada, tan despreciado, tan a merced de los necios que te explotan. Pero aún hay corazones que te han de acoger religiosamente. Aún hay almas a quienes las frases no colman su sed de belleza, sino que buscan la invención, la intuición del ingenio. Tu sola presencia de tan viril y franca rudeza, ha de producir en mí el placer más puro y absoluto. Y nada de quijoterías indignas: Confesemos que he trabajado en mi arte con la pasión. Yo no quiero la pintura demasiado razonable. Es preciso — yo lo creo así — que mi espíritu inquieto, rebelde, se agite, rompa obstáculos, ensaye cien maneras antes de llegar a donde el deseo me empuja. Tengo aquí dentro una vieja levadura, un fondo obscuro que contentar. Si yo no me agito como una serpiente en la mano de una pitonisa, seré frío.

¿A qué seguir? El Diario va perdiendo poco a poco vaguedad, sin perder su frenético impulso juvenil; se hace más claro, más enjuto, se empapa de una jugosa visión del mundo, se nutre de frutos mentales ya en sazón. Van desapareciendo de él las primitivas escaramuzas del instinto elevado a culto por la retórica inflamada de la época. Hay menos claros de luna y menos trinos en el bosque. El mismo ruiseñor es ya escuchado con otros oídos. Dice en una página:

Buffón se extasía en naturalista ante la flexible garganta y las notas variadas del melancólico cantor de la primavera. Yo le encuentro cierta monotonía, cierto encanto indefinible que me produce una rara impresión. Es como avizorar en la alta mar... Se espera siempre una ola última antes de arrancarse de las rocas.

Va naciendo en Delacroix el soberano instinto que pudiera llamarse de la profundidad. En lugar de derramar sus ojos y sus oídos, los ahinca y agudiza: “Fortifícate — dice — contra la primera impresión. Aprende a conservar la sangre fría”. Así se explica su desvío hacia el arte difuso y pomposo del autor de La leyenda de los siglos. No amaba el arte de Hugo, porque lo encontraba superficial. El enorme poder de sugestión del poeta no le hizo perdonar nunca tal abrumadora exuberancia. Recordemos que Delacroix vivió en plena edad gloriosa de Víctor Hugo, que nunca llegó a comprender el vigor de las concepciones de Delacroix. Hubo entre ambos perfecta reciprocidad de antipatía. Mientras el pintor que buscaba un poeta, sin hallarlo en su siglo, aprendía a refinar su oído para escuchar la voz del Dante, a quien proclama el primer poeta. No es preciso buscar otra prueba de la potente originalidad, del vigoroso empuje intuitivo de Delacroix. Desdeñaba a Víctor Hugo, triunfante cantor de todas las triviales magnificencias por acudir al reclamo del poeta de Beatriz. Bien pronto, otro poeta, el más alto de la edad presente, Carlos Baudelaire, se detendría ante los lienzos de Delacroix y los saludaría como a la revelación artística más genial del siglo. Y cuando Baudelaire cuyas páginas de crítica son cierta substanciosa continuación de sus poemas, intenta escribir acerca de este poeta épico del color, escoge cuidadosamente la pluma más nueva, para ser más claro y limpio; así está de alegre por haber podido abordar un tema tan querido. Cuando recuerdo esta admirable 'fusión de dos espíritus, esta compenetración de ambos poetas, encuentro un poco precipitado el casillero crítico que encierra a Delacroix en el grupo romántico. El romanticismo cometió muchos pecados por exceso. Para explicarnos cómo pudo ser Delacroix considerado jefe de la escuela romántica, es preciso limpiar bien el concepto de romanticismo hasta hallarle su expresión más pura. Eugenio Delacroix a pesar de su predilección por todos los fenómenos ardientes de la vida, no puede ser confundido con ese tropel de artistas y literatos que anduvieron atizando la hoguera del gran siglo tiznándose las manos. Para Delacroix la naturaleza no fue nunca un gran teatro donde se reflejaban o reproducían ciertos dramas interiores de poetas doloridos: para Delacroix la naturaleza era, sencillamente, “un diccionario”.

III

“La naturaleza no es más que un diccionario” —decía Delacroix. — Para comprender la extensión del sentido de esta frase, es preciso recordar los usos múltiples del diccionario. En él se busca el sentido de las palabras, la genealogía de las palabras, la generación de las palabras; se extraen de él, en fin, todos los elementos que componen un período o una narración, pero nadie consideró jamás el diccionario como una composición en el sentido poético de la frase. Los pintores que obedecen a la imaginación, buscan en su diccionario los elementos que se acomodan a su concepción; después los ajustan con cierto arte, les dan una nueva fisonomía... Los que no tienen imaginación copian sencillamente el diccionario. Así se explica que Delacroix llamase al realismo “antípoda del arte”. Jamás fue realista, aunque fué profundamente verdadero. Nada más lejos del arte de Delacroix que la improvisación y el capricho. El sabía mantenerse horas enteras ante el gran "Diccionario”, y no vacilaba en prodigar estas palabras: "Copiar, copiar, copiar...” No hablemos de facilidad, de inspiración, de fuego sagrado, al tratar del arte espléndido de Delacroix. No, no hay milagro alguno, como no lo hubo tampoco en Rubens, aunque se trate dos ejemplos muy distantes. Un día se descubrió con estupor que la seductora espontaneidad, que la prodigiosa abundancia de Delacroix había necesitado más de "seis mil” diseños o esbozos para producirse con tal magnificencia. Bartry ordenó la colección después de minuciosas pesquisas. Allí, en aquel montón de papeletas extraídas del gran diccionario de la realidad rebullían los gérmenes de tanta obra maestra. Allí hervía todo el frenesí de la inspiración distribuido en unos millares de dibujos, de tanteos, de pruebas, de pequeñas torturas, de grandes desfallecimientos, de trabajo en fin continuado, tenaz, fructuoso, pero agobiador. El primer día del año en que murió, escribía aún Delacroix:

La barca de Dante, cuadro de Eugenio Delacroix 1822 - Museo del Louvre Paris

Comencé este año prosiguiendo como de costumbre mi trabajo... No he hecho visitas sino por tarjeta porque eso no me interrumpe la labor. Estuve trabajando todo el día. ¡Día feliz! ¡Deliciosa compensación de mi aislamiento! La pintura me hostiga, me tortura de mil modos como a amante más tirana. Hace cuatro meses, huyo desde el amanecer y corro a este trabajo encantador como si fuese al encuentro de una mujer. Y lo que a veces me parece más fácil de sobrepujar me ofrece tremendas y continuadas dificultades. Pero ¿por qué tal lucha en lugar de abatirme me exalta? ¡Dichosa compensación de tantas bellas cosas como los años se me han llevado! Noble empleo de estos instantes de la vejez que ya me asedia por todos los frentes, pero aún me deja suficiente vigor para sobreponerme a los dolores del cuerpo y a las inquietudes del espíritu.

Contemplando la asombrosa fecundidad de Delacroix puede explicarse que nos haya dejado escrito esto, pocos días antes de morir:

"Yo moriré encagé.. El pensaba sin duda en todo lo que la muerte le impediría hacer: él medía la distancia entre la obra lograda y la obra soñada. Quería verificar todos sus sueños por el estudio incesante de la vida. Nunca fue esclavo del capricho que arrastró después a tantos de sus mediocres discípulos. Y para todo esto necesitaba más años; no le bastaban las ocho y nueve horas diarias que pasaba ante el lienzo; necesitaba tantas vidas como cortejos de sueños se escondían en su cerebro, inquietos al presentir su desmoronamiento con el de la materia. Delacroix llegó a decir un día:

"En cuanto a proyectos, es decir, materia que merezca ocupar mi espíritu y mi mano, yo tengo aún para cuatrocientos años”. Y sólo pudo vivir sesenta y dos.

IV

La primera sensación que nos produce el genio es estupor. Después el asombro se convierte en una contemplación serena. Cuando el espíritu, como aquellas viajeras amigas de Stendhal, se "cansan de admirar”, comienza el frío examen. Algunos genios lo son menos en la segunda etapa. Otros se desvanecen en la tercera.

En nuestros tiempos hemos asistido a cierta floración maravillosa del genio precoz. Es tal el ansia de crearnos genios, como lo fue en todas las edades primitivas el de crearse dioses. Pero no hay que precipitar nunca la natividad del genio. La aparición del Mesías fue anunciada con unos milenios de anticipación — y para muchos aún no está plenamente logrado el dulce cromo de Belén —. La obra genial es siempre un Evangelio, y, antes del definitivo y auténtico Evangelio, hay en los libros antiguos muchos atisbos, muchos intentos.

No os sorprenda ver a Delacroix en su adolescencia copiando humildemente a Rubens. A mí no me sorprende. También lo copiaba Boucher. Fácil es hallar la diferencia entre Boucher y Delacroix. Quizá los dos lo copiarían con idéntico entusiasmo, con igual pasión. . . Pero no se trata aquí de pasión, aunque se trate de arte romántico. La pasión no es nada, como la lógica no es nada. Toda la pasión como toda la lógica del mundo no puede librar a un cuadro, como a un poema, de ser insignificantes. Se puede tener una gran sed y tener yertos los ojos para ver la fuente. Se puede ver literalmente, leer literalmente el Diccionario, que es como no leer nada.

Volvamos de nuevo al inagotable Diado. “Dimier — escribía Delacroix — pensaba que las grandes pasiones eran manantial del genio. Yo pienso que es la fantasía; o lo que es lo mismo, cierta delicadeza de órganos que hace ver allí donde otros no ven, o que hace ver de modo diferente. Yo afirmaría que las grandes pasiones unidas a una potente fantasía llevan muchas veces a un desvergonzado cinismo”.

Delacroix se formó solo. Pero antes de él estaba el Louvre a quien nadie pretendía aún quemar. El grito fue dado después. Podía haberlo lanzado el adolescente Delacroix en quien ardía la antorcha más vivaz y obstinada de su siglo. Pero él prefirió visitar el Museo a quemarlo. Hizo vida de humilde aprendiz en el taller de Guerin, que era tanto como ser aprendiz en el taller de David. Allí fue incubándose su “Dante y Virgilio”, primer relámpago de la gran tormenta que amenazaba barrer a los estirados y fríos muñecos urdidos con las recetas académicas. El propio Guerin no advirtió que junto a sí bullía el rebelde demoledor. Ni miró siquiera el cuadro de Delacroix, hasta que el torbellino de la celebridad apiñó todas las miradas en torno a su aprendiz. Una de las más fervorosas fué la de Geri-cault; otra la de Thiers. Gerard había de exclamar poco más tarde: “Acaba de nacernos un pintor”.

A partir de este cuadro la biografía de Eugenio Delacroix ofreció escasas aventuras. Todos conocen aquel viaje a Marruecos que dejó en su pintura tan profundas huellas. Allí pudo estudiar una raza limpia de todo injerto nocivo, y a aquel viaje debemos uno de los cuadros más fértiles de Delacroix, “Las mujeres de Argel”. Precisamente en él la melancolía del maestro se atenúa, y da paso a una jugosa y risueña visión de vida, llena de silencio y reposo; aunque siempre, como anota Baudelaire, exhala cierto raro perfume que nos guía hacia los limbos obscuros de la tristeza.

Grecia expirando sobre las ruinas de Missolonghi, cuadro de Eugenio Delacroix 1826 Museo de Bellas Artes de Burdeos

V

Era su mirada como la antigua vara mosaica que hace estallar las peñas en encantados surtidores. Aunque la vehemencia de su espíritu no pudo arrancarle nunca de dos gigantes que le tenían aprisionado, de dos poetas que le dictaban, uno a cada oído, el primer verso de estos magníficos poemas del color. Shakespeare a un costado, y Dante al otro, le hablaban “con una voz siempre nueva”. Por eso sobre su obra se proyecta la silueta “enorme y delicada” de la Edad Media que todo lo llena con un esplendor austero. Sobre la obra de Delacroix se proyecta la luz policromada de los rosetones góticos; a veces, sombras y haces luminosos se agrupan en torno al cuerpo dolorido de un Hombre que se arrastra penosamente por la hierba como en este cuadro de "Cristo en el Huerto de los Olivos' . No conozco otro cuadro donde el tema evangélico alcance mayor emoción puramente humana. No hay en él resplandores celestes, ni angélicos mensajes. El espanto del suplicio cercano hace gemir al Reo, jadear sudoroso, suplicante, sin que el Padre acuda a retirar la copa amarga. Y, con todo, no es este un cuadro sombrío, porque todo él está impregnado de ternura femenina, de un solemne lirismo. Cuadro de juventud donde tal vez volcó su espíritu aún vacilante, cáliz turbulento donde las cosas y los seres no habrían destilado aún sus finos alcaloides, incorporándolos al vino ardiente de la fantasía, tan nutrida de los viejos panoramas bíblicos y medievales. Y es curioso anotar cómo este pintor, sin paralelos, fervoroso admirador del gran poeta de los siglos pasados, es admirado a su vez por el gran poeta de los tiempos presentes. Delacroix se encuentra, en el cruce de las miradas de Dante y Baudelaire, cimas de su tiempo, y en esta trinidad lírica, Delacroix se yergue como un tercer poeta, a un tiempo del color y de la palabra, porque hay en su Diario páginas de sumo encanto lírico, como en otras resplandece la aguda y certera visión del filósofo.

"Sin paralelos”, he dicho de propósito, porque a este príncipe de la pintura romántica se le quiso enlazar fraternalmente con el gran "emperador de la barba florida”. Surge siempre el paralelo que, según la expresión baudelariana, corresponde al dominio banal de las ideas convenidas. “Víctor Hugo —, dice — a quien no me propongo disminuir la nobleza y majestad, es un obrero mucho más astuto que inventor, un trabajador más correcto que creador. Delacroix es a veces desmañado, pero esencialmente creador. Víctor Hugo nos deja ver en todos sus cuadros líricos y dramáticos, un sistema de alineación y de contrastes uniformes. La misma excentricidad toma en él formas simétricas. El posee a fondo y emplea fríamente todos los tonos de la rima, todos los recursos de la rima, todas las trampas del contraste. Es un retórico de decadencia y de transición que se aprovecha de sus instrumentos de trabajo con una destreza verdaderamente admirable y curiosa. Víctor Hugo era naturalmente académico antes de nacer, y si nosotros hubiésemos nacido en aquellos tiempos de las fábulas, creo con todas mis fuerzas que los leones verdes del Instituto, cuando Hugo pasaba ante el altivo santuario, le hubieran muchas veces susurrado con una voz profética: ¡Tú serás de la Academia!”

Perdonad la larga cita. Era oportuno desvanecer la sospecha de una tal semejanza entre Eugenio Delacroix y el tantas veces llamado Padre. No, no fué Víctor Hugo el padre de esta nueva religión del arte, sino Delacroix. No es padre de una religión el que más fuerte hace sonar sus trompas, sino el que más hondo supo clavar la flecha de una melodía. Pasó Víctor Hugo con sus triunfales orquestas, hoy apagadas en las antologías, y queda aún vivo el pulso de Eugenio Delacroix en los últimos pintores de su siglo, aun en el mismo Cezanne. Erudito y pensador, hizo pasar su arte por todos los troqueles de la reflexión. Se sometió a todos los yugos de los grandes maestros, que luego supo sacudir gallardamente. Cuando fió su arte a sí mismo, ya era robusto y ágil, no enfermizo y voluble como pudiera creerse por la marca de su escuela. Le habían crecido las alas, pero no fiaba su vuelo al azar, sino al plano audaz donde cada trayectoria estaba hondamente trazada. No es rebajar la talla de Eugenio Delacroix decir que cada uno de sus cuadros fué vivo producto de un razonamiento. El mismo cuadro "Dante y Virgilio” fué pintado para una minoría intelectual. No era de fácil dramatismo; menos lo fué de emoción folletinesca. Y como él fueron pintados los otros. Así, en este sentido — perfecto ordenador y reflexivo obrero — no fue ese romántico de los de luenga cabellera y mirada errante. Toda su inquietud se agazapaba dentro de él, y sus pupilas hacían siempre un bello blanco. Si entendéis por romanticismo cierta desmelenada expresión de triviales emociones, Delacroix, claro está, no fue romántico; si entendéis por romanticismo “intimidad, espiritualidad, color y tendencia a lo inasible, expresados por todos los medios que nos ofrece el arte” — anota Baudelaire—.entonces Delacroix es el más alto y puro romántico. Porque él, aparte de otras calidades que sería prolijo reseñar, reúne la de ser en la edad moderna, el príncipe del color.

VI

Ante una magnífica reproducción del cuadro "La caza del león” que figura en la galería del Ermitaño, he pensado en esa gran aventura del colorismo a que se lanzó el frenético Delacroix principalmente al regreso de Marruecos. El, que desde Tánger se lamentaba de no sacar partido de ese viaje, se encontró en aquella región africana. Acaso fué en ella donde recibió el bautismo definitivo del sol.

Había dibujado allí mucho. Traía la cartera repleta de bosquejos, pero “de nada podrán servirme — decía — lejos del país donde los hallé. Son como árboles arrancados de su suelo nativo”. El pensaba que ya de su cerebro habrían de borrarse tan profundos surcos, y se hubiera tenido por farsante al reproducir luego fríamente la vida luminosa de aquellas regiones africanas.

No tenía bien medido el nivel de su potente imaginación de colorista. En los años siguientes fueron apareciendo esqueletos de aquellos mismos dibujos, revestidos de carne voluptuosa, aunque siempre encendida en la misma brasa de inquietud. Fueron después apareciendo las sensaciones de su viaje, reflejadas en otros tantos lienzos: “Mujeres de Argel”, "La caza del león”. . . Quizá este y otros leones, pintados en la misma época, fuesen estudiados en el Jardín de Plantas, porque es difícil lanzarse a la selva a perseguir una fiera para obtener de ella un rápido bosquejo... Sea lo que fuere, este cuadro nos brinda la impresión de un momento vital ricamente matizado. Además, ¿qué importaban los apuntes, los pormenores, los detalles? Delacroix no era Flaubert. Lo que importaba era esta victoria sensual del rojo vibrante que estalla en el centro del cuadro. Lo que importa es este verde sombrío que empapa las ramas del árbol corpulento: es esta azulada lejanía, tan torturada de nubes, y estas rocas y este arroyo, y este salpicar de blancos y amarillos que producen en la rica sinfonía coloreada la misma impresión de los trinos y mordentes en una partitura. ¿Qué importan los cazadores, qué el mismo león, y las peñas y las nubes? Y era lógico que el pintor, al buscar un modelo de bestia, escogiese al león por su salvaje belleza, por su dramática gallardía, por su digno empaque de monarca de las selvas. Pero, ante todo, este cuadro, como tantos otros, es una maravillosa explosión de color. “Jamás colores más bellos — dice Baudelaire— penetraron nunca hasta el alma por el canal de los ojos".

Es cierto que su talento literario le ha hecho amar de los poetas, que su misma pintura es substancialmente literaria, que su arte, apartándose a veces del terreno puramente pictural, tradujo todas las literaturas, recorrió las páginas de Ariosto, Byron, Shakespeare y Dante; pero deben recordarse las fechas en que su obra se produjo, debe compararse sus temas con los del resto de los pintores de su tiempo, encerrados en los círculos clásicos, menos sugerentes y cálidos que los círculos dantescos; debe recordarse, ante todo, que no fue el detalle minucioso, que no fué el rebuscado primor quién logró destacar la obra de Delacroix en el Salón de 1822 y en todos los demás Salones, sino el armonioso conjunto, el profundo desarrollo, el color soberano, la patética y singular fisonomía.

¿Qué importan los temas — tan semejantes a los de sus contemporáneos —, qué importan estos mitos tan sabidos, estas conquistas, estas leyendas, estos viajes a Oriente si lo que Delacroix pinta es siempre la agitación de un alma alucinada, sólo capaz de ser armonizada por una potente voluntad de ordenación? Había recibido una educación clásica, conocía las letras y la música y aprendió a escribir sus ensueños y más tarde sus hondos pensamientos en un estilo que alcanza a veces un nivel lírico admirable; pero ¿qué importaban los temas, si lo que pintaba Delacroix fué sólo el movimiento, la vibración de lo vivo que hace brotar el color por todo el haz de los cuerpos? ¡Color, fina piel donde cada poro sorbe las gotas de una precisa franja del iris! ¡Color, velo maravilloso de las cosas, seda cambiante, quebradiza, frágil, que sólo el arte puede hacer perenne, al derramarlo sobre el lienzo!

Delacroix hizo de la línea cierta maroma oculta donde poder colgar sus opulentos tapices luminosos. Derramó el color sobre las nubes atropelladas por el viento, en las encinas azotadas por la lluvia, en la angustia de los miembros que agita la fiebre, en las llamas que se enroscan, en los caballos que se encabritan. Lo que pinta es siempre la carne de las cosas, dejando escondido su esqueleto, es decir, el dibujo. Pinta el color del movimiento, en suma, mejor que la forma del movimiento. Y acaso pensó como más tarde se ha pensado, que “el movimiento es siempre una enfermedad” que no hay salud perfecta en el arte, porque la pretendida serenidad clásica y neoclásica es sólo petrificación, es decir, muerte. Delacroix sabe qué rojos hundidos, ennegrecidos en la carne, lanzan su mejor grito; qué rosas saben reir siniestramente; qué azules hacen soñar en un poco de paraíso al cruzar por los senos atormentados; qué carmines y qué oros ondulan y arden en un íntimo refugio voluptuoso; qué verdes lívidos reflejan el dominio de la muerte. Delacroix es, acaso, el único maestro que supo transplantar sus emociones literarias, sus conflictos metafísicos, sus llagas sentimentales, al mundo real de las formas y de los colores. Y siempre dentro de las vallas de una depurada belleza. Arte de síntesis, el suyo; reflejo de la más cultivada espiritualidad, que podría llamarse despectivamente "literario” si no fuera forzoso llamarle rendidamente “genial”.

VII

Delacroix pintó el color, no la forma, del movimiento. Y este es el momento de anotar aquel histórico antagonismo entre Ingres, el tenaz adorador del contorno y nuestro frenético amante del color. Ambos siguieron mutuamente su obra, para sorprender en ella una hora de cansancio o desfallecimiento, y acribillarla de invectivas. El nombre de Ingres acude constantemente a la pluma de Delacroix. Reseña en el Diario todas las exposiciones del rival, se procura dibujos de Ingres, los copia o los calca, para penetrar hondamente sus secretos, y no discriminar sino con pleno conocimiento de la materia. No se puede pedir más a la generosidad de Delacroix. Si alguna vez se encuentra injusto con Ingres, si insiste pertinazmente en destacar los defectos del adversario, si cierra hartas veces los ojos ante patentes bellezas y se obstina en no abrirlos, cúlpese a los ataques furiosos de críticos y amigos de Ingres que no perdonaban ocasión de zaherirle y encolerizarle.

Pero la larga escaramuza que mantuvo frente a frente a estos dos hombres representativos, hasta su muerte acaecida en los mismos años, tiene significación más profunda. No se trata de una menuda anécdota, tan corriente entre maestros de la misma profesión. No puede explicarse con el “figulus figulum odit” de los clásicos. Se odiaban Ingres y Delacroix, creían combatirse y vencerse, y realmente no hacían más que partir la realeza de su arte desde dos trincheras, mejor, desde dos escabeles limítrofes. Tanto daría que peleasen Giorgione y Rafael, Rembrandt y Durero. No se trataba solamente de una rivalidad de hombres, sino de una rivalidad de conceptos, de una disparidad de sentidos. Junto a Delacroix que no quería detenerse en los bordes de las cosas, sino en su pura vibración total, se alzó Ingres, hombre de goznes de acero que durante sus ochenta años de vida, nunca fue visitado por los genios del color. Discípulo de Rafael, temperamento sensitivo, atento siempre al valor táctil, nunca supo qué cosa es pintar una emoción. Encastillado en su maravilloso arte lineal, llegó a despreciar estos preciosos sofismas del color. Intolerante y altanero, proclamó la supremacía del contorno, del límite de las cosas, mientras Delacroix afirmaba la realeza de la pintura en masas. Para Ingres el contorno era un carril en torno a la forma, para Delacroix no era preciso subrayar los bordes del objeto. Para Ingres el contorno recoge dentro de su área el trozo de vida pintado, para Delacroix es el color quien fija, al extenderse, toda linde. El impulso es centrífugo, y los bordes nacen del choque de colores; al paso que en Ingres el impulso es centrípeto y el contorno surge de la apretada substancia de las cosas, densa, táctil.

Ved, pues, cómo el largo pleito de Ingres y Delacroix es el pleito de toda pintura, y acaso de todo el arte. Es la lucha del concepto de cristalización de la materia para hacerle entrar en moradas de eternidad, y el de vibración de la materia, para hacerla romper su cárcel. Es el concepto clásico y el concepto místico, llamado romántico en el siglo de Delacroix. Ingres llegó a odiar la pintura. De él se dice que no hacía sino “embadurnar en grande”. En su tenaz empeño de proclamar el exclusivo poder del dibujo, calificaba a la pintura de “entretenimiento perdonable".

Ingres, mediano colorista, y Delacroix desdeñoso del dibujo que convertía en esclavo del color; Ingres queriendo sentir la clásica, la pura limitación de la figura. Delacroix prefiriendo hacer sentir la atmósfera en torno de los cuerpos; Ingres soñando con la forma pura y Delacroix soñando con la vida, fueron los dos temperamentos más acusados en la pintura de su tiempo; pero si se investiga en la obra de los sucesores de ambos, hallaremos que mientras el magnífico dibujo ingresco va cristalizándose en el silencio de los museos, como el agua fría de las grutas, yerta y recogida en su soñada limitación, el impetuoso color de Delacroix, a pesar de la indiferencia de los años que lo van lentamente ennegreciendo, vibra y enciende aún sus brasas en la actual pintura. La obra de Delacroix fue como un violento torbellino cuya palpitación sintió el mismo Cezanne que así enlazó su arte con el arte más puro de los suntuosos coloristas del Renacimiento.

VIII

En la literatura, tuvo el Romanticismo su ejército. Con jefes, subalternos y el tropel sin fisonomía; en pintura, apenas tuvo un general y el tropel.

No puede hablarse de discípulos de Delacroix, porque éste nunca abrió sus aulas a ningún alumno. No tenía "estudio”, no quería tener escuela, ni creía en la eficacia de ninguna escuela. Pensaba que la calidad de fundador de escuela sólo podía adjudicarse a un artista mediocre, porque sólo el artista mediocre logra ser bien imitado. En esto, los grandes hombres no tuvieron nunca fortuna. Recordaba en su Diario el ejemplo de Vanloo en quien debió David el primer falerno académico. Vinieron las tentativas de Mengs y del propio David; se descubrieron las pinturas de Herculano; y cundió una fiebre de imitación de los antiguos... David, de espíritu más vigoroso que inventor, más sectario que artista, pretendió esquematizar ideas políticas en sus cuadros. .. Todo lo había provocado la escuela del mediocre Vanloo.

El espíritu de selección no puede exigir la admiración comprensiva de los hombres. El lanzará su palabra y su obra — como Delacroix los lanzó — con la certidumbre de que ambas serán torpemente recibidas, cuando no obstinadamente rechazadas.

No hubo, pues, verdadera escuela, sino ciertos individuos independientes de toda fórmula doctrinal precisa, aunque coincidentes en los medios de expresión y a veces en los temas.

El resto de los artistas románticos — algunos desjugados de toda intención dramática, y sólo románticos por no merecer constituir otros. Poca cosecha, aunque grandes promesas. Carlomagno — se ha dicho — nos dejó sus doce pares; Víctor Hugo a Vigny, Gautier y Nerval... Delacroix nos dejó un tropel de propósitos y muy escasas realizaciones. Pronto asomaría el realismo, después de algunas vacilaciones eclécticas. Delacroix nos dejó, ante todo, su propia obra que salta sobre sus contemporáneos, enlazándose con los últimos maestros del siglo y nos deja ver su Diario, que es a la vez un magno breviario de estética y un testamento de viril ejemplaridad. Por sólo ese su empeño en redimir el color de vieja servidumbre queriéndolo hacer tan ideal como la línea es ya contemporáneo espiritual nuestro. Tal vez era un magnífico salvaje donde lo más rico, lo más impetuoso de su ser estaba siempre encadenado al arte.

Entre Dante y Baudelaire, entre el poeta de ayer y el de hoy, se nos ofrece Delacroix como un tumultuoso cráter bellamente oculto bajo brazadas de rosas.

 

por Benjamín Jarnés

 

Publicado, originalmente, en:  Síntesis. Artes, ciencias y letras Año III N°. 32 Buenos Aires, Enero de 1930

Síntesis. Artes, ciencias y letras se publicó en la Ciudad de Buenos Aires, entre junio de 1927 y septiembre de 1930 de forma mensual

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/sintesis-n32/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

 

Ver, además:

                                            Una visita a Delacroix por Raúl Montero Bustamante (Uruguay) c/videos

 

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