Una visita a Delacroix
Eugène Delacroix autorretrato |
La pequeña calle Furstenberg parte casi del flanco de la iglesia de Saint-Germain-des-Pres, del lugar en que se levantó el pórtico del palacio abacial, y termina doscientos metros más allá, en la calle Jacob, refugio de pequeñas tiendas de libros, antigüedades y pintura, que va a morir en la de Saints-Péres, luego de atravesar la de Bonaparte, a un paso de la Escuela de Bellas Artes. Todo este barrio es uno de los últimos rincones del viejo París y está construido sobre tierras que pertenecieron a la antigua abadía de Saint Germain. Desde la iglesia, cuyos anchos muros apoyados en sólidos estribos, y cuya apuntada torre de sabor románico pertenecen al siglo IX, y en cuyo jardín lateral se conservan reliquias de la vieja abadía que da nombre al bulevar, a la plaza y a la calle que pasa junto al templo, se tendían feraces tierras de cultivo, salpicadas de pequeños burgos, de verdes bosques y de risueños alcores y graciosos setos que bajaban, en suaves estribaciones, basta el Sena, frente a la isla de la Cité. Era aquel el sitio de las antiguas tierras muradas y rodeadas de fosos pertenecientes a las abadías y conventos de las órdenes religiosas, que tenían entonces algo de las órdenes militares: los benedictinos de Cluny, los dominicos, los religiosos de Santa Genoveva, de San Víctor, de San Mareos, de San Medardo, cíe Sain-Gemain-des-Prés. La ciudad devoró el bucólico paisaje y, a lo largo de las sendas de los antiguos alcores, que conducían todas al camino de Santiago, ruta de los peregrinos del histórico santuario, se levantaron las casas y los hoteles hasta que la maciza edificación unió los burgos, cubrió totalmente las tierras de cultivo y los bosques, algunos de cuyos árboles quedaron aprisionados en las patios y los jardines de las nuevas posesiones burguesas. Cuando se recorre la calle Furstenberg se tiene la sensación de caminar por una pequeña ciudad de provincia. El silencio y la quietud suceden al ruido y al movimiento del bulevar. Hacia los cincuenta metros la estrecha calle se ensancha en forma de círculo para rodear una plazuela sombreada por añosos árboles a cuya sombra van a sentarse los ancianos del barrio en los días de sol, mientras los niños juegan y corren alrededor de la fuente protegida por una verja de hierro, que hay en el centro del jardín, y los gorriones bajan a beber en el plato del surtidor y a explorar las floridas platabandas. Sobre la plaza se levanta la fachada gris de un viejo hotel, cuyo portal lleva el número 6, en el cual habitó Delacroix. Es preciso salvar el hondo zaguán, abrir una pequeña puerta que se advierte en el fondo, debajo del arco de la escalera, y bajar la grediente de una galería casi subterránea y sin luz que conduce a un melancólico jardín interior, desde el cual se ve, detrás de la ronda de viejos castaños y tilos que sombrean el patio, el cielo recortado por los abuhardillados techos erizados de chimeneas, que forman el fondo del paisaje parisiense. A la derecha, adosado al muro frontero, construido en forma independiente del hotel, pero unido a este por el pasaje subterráneo y una escalera de hierro, está el taller del pintor. Es este una construcción cuadrangular, techada de pizarra, que consta de un subsuelo y una elevada planta. La fachada es simple, pero armoniosa; aun despojada de intención arquitectónica se advierte en ella un vago sabor italiano. En el centro del liso paramento que se levanta sobre el jardín se abre una ancha vidriera de cristales flanqueada por dos ventanas simétricas, más estrechas. Sobre el recto dintel de las tres aberturas aparecen, empotrados en el muro, en forma de friso, tres bajorrelieves de gusto renacentista. Se accede al taller por una escalera de hierro que articula, en la modesta meseta adosada a la lisa fachada lateral, con la que conduce al departamento del hotel °u que vivió el artista. Sobre esta meseta se abre la ancha puerta leí taller, por la que se entra a una pequeña antecámara ornamentada por una chimenea revestida de estuco, en cuya repisa descansan botes de tabaco y dos vasos de cerámica policromada que pertenecieron al pintor. Junto a esta antecámara hay otra diminuta sala que, sin duda, estuvo destinada a vestuario y descanso de los modelos. Ambas antecámaras dan sobre el taller, que es una amplia sala cuadranguiar de cien metros de superficie, pavimentada de madera, iluminada por las tres aberturas que dan sobre el jardín y una ancha vidriera, en forma de claraboya plana, que cubre el tercio del techo, por donde filtra la luz cenital a través del velarimi. Aquí trabajó el pintor desde el año 1857 hasta el año de su muerte, acaecida en 1863, en el departamento del viejo hotel frontero que se conserva intacto. Allí, Albert Besnard, cuando era todavía niño, vió al artista, como lo recordaba melancólicamente, poco antes de morir, en una sesión académica. En aquel viejo hotel vivió también Paul de Saint Víctor. El gran pintor amaba este barrio de París. Antes de habitar el inmueble de la calle Furstenberg, había tenido su taller en la pintoresca calle Visconti, en el mismo hotel en que Balzac montó su famosa imprenta, a un paso de la casa en que vivió y murió Racine. Así se confunden en la vecindad gloriosa de los recuerdos del clásico poeta del gran siglo, el creador de la comedia humana y el pintor romántico, hombres los tres de muy distinto temperamento, pero que coincidieron en el apasionado tesón con que realizaron su obra. *** La “Sociedad de los amigos de Eugenio Delacroix” ha convertido en templo el taller del artista. Allí se rinde conmovedor culto a la memoria del hombre y a la realidad objetiva de su obra. Se ha logrado reunir en las antecámaras y en la sala de trabajo muchos objetos que pertenecieron al pintor, y se mantiene además, una exposición permanente de sus obras, que se renueva periódicamente con telas, cartones, acuarelas, grabados y dibujos cedidos en préstamo por los museos y las colecciones privadas. Varias de estas piezas han hallado allí alojamiento definitivo, pues sus propietarios han hecho donación de ellas. Otros lo harán en el futuro. Con estas obras y algunas adquisiciones que se han hecho se va formando el museo Delacroix. Claro que no están allí, ni lo podrán estar nunca, sus grandes composiciones; pero, en cambio, se pueden admirar los apuntes, estudios, croquis, dibujos y bocetos que sirvieron al pintor para prepararlas. Están, además, sus paletas, sus cajas y botes de colores, sus caballetes, sus armas de trabajo, y están, sobre todo, sus cartas, sus manuscritos y los originales de su diario. Cuando se leen las páginas de los cuadernos en que, con su nerviosa caligrafía anotaba sus reflexiones, y no pocas veces sus confidencias íntimas, se tiene la sensación de que el espíritu del pintor vela junto a los cuadernos, detrás del cristal de la vitrina. Ocurre pensar que el maestro que sigue viviendo en la intimidad de su taller no es el Delacroix de las grandes decoraciones murales de San Sulpicio, del Palacio del Luxemburgo, del Palacio Borbón, del Hotel de Ville y de la galería de Apolo del Louvre, ni el que provocaba la ira de Ingres y el asombro del público con los célebres cuadros que penden de las grandes salas del museo. Sin menoscabo de su gloria, de su obra y de sus inmarcesibles laureles de renovador de los cánones pictóricos y creador de nuevos conceptos y procedimientos de expresión plástica, es éste un Delacroix más íntimo, más recatado, más simple, y también más anecdótico. El pintor aparece en esa otra obra, formada por multitud de maravillosas gemas, todavía no bastante admiradas, que se hallan en las colecciones particulares y de las que son ejemplo los pequeños cuadros con que se tropieza en las salas y corredores poco frecuentados de las colecciones Thomy-Tiéry, Chauchard y Camondo del Louvre, prodigiosas realizaciones de color, armonía, expresión y movimiento, que tienen íntima relación con el Diario del pintor y en que la materia plástica adquirió volumen, palpitación y vida, como ocurre con el pequeño Paraíso del Tintoretto del Louvre que, cuando se le contempla, se experimenta la sensación de que los círculos de bienaventurados se animan y giran alrededor del eje formado por la Virgen que recibe la celestial corona. Además, está allí el hombre, y con el hombre su vida, que es como decir su historia. Y como este hombre fue un noble ejemplar de la especie y su vida está íntimamente vinculada a la historia de su tiempo, es una apasionante aventura aproximarse a uno y a otra. *** Por la escalera interior de hierro se asciende al departamento que habitó el pintor, en cuyas salas se han reunido diversos recuerdos, pero sobre todo, la evocadora galería en que aparecen las imágenes de las personas que, de alguna manera, estuvieron vinculadas al artista. Es aquella una resurrección de su vida íntima, que convierte el pequeño museo en una colección de figuras parlantes que adquieren, en el silencio de las salas, fascinadora expresión. En las tiernas litografías, en las telas pintadas al óleo, en los apagados pasteles, en los inquietantes daguerrotipos, en las borrosas fotografías que penden de los muros regresa todo un mundo desaparecido que formó la intimidad del artista: protectores y maestros, amigos y confidentes, amantes y admiradores, figuras, algunas de ellas, que constituyen, a veces, un enigma o un interrogante, y otras una afirmación de amor, de amistad y de consecuencia. Están allí los retratos de familia: los hermanos, los sobrinos, los camaradas de la infancia; los croquis que él trazó apresuradamente de sus amigos íntimos; otros retratos todavía: Talleyrand —he ahí un enigma en la vida del artista— con su continente de gran señor y su sardónica sonrisa; el conde y la condesa de Marnay, con quienes hizo el primer viaje a tierra africana; Gericault “el grande”, que fue el anunciador de su gloria; Guerin, que no comprendió a su rebelde discípulo, pero que le enseño muchas cosas que él jamás olvidó; el barón Gerard, que lo introdujo en la intimidad de su salón; el barón Gros que, a pesar de la hipnosis davidiana, lo comprendió y lo admiró aún ante aquella tela de la que dijo que era “la masacre de la pintura”; Bonington, de quien hizo el retrato; Deveria de quien se supuso que compartiría con él el cetro de la pintura romántica; Cliasseriau y Barye que le hicieron escolta; Taima, Mademoiselle Mars, la Rachel, la Malibrán, Madame Dorval, con su carga de aplausos y de gloria; y con ellos toda la pléyade presidida por Víctor Hugo: Teófilo Gautier que, al despedirlo desde las columnas del Monitor, trazó de él un retrato literario que no desmerece del autorretrato del Museo del Louvre, Alfredo de Musset en el esplendor de su breve juventud, Dumas, Sainte-Beuve, Merimée, Jorge Sand, cuyo retrato pintó el artista, Baudulaire que tanto le admiró como le amó, el embrujado Paganini, Liszt, el melancólico Chopin, y tantos otros todavía que dejaron en el alma del maestro la huella de su presencia. En un discreto testero está el retrato de Madame de Forget, la secretaria bien amada del pintor “sa consolatrlce”, como la llama Raymond Escliolier en el libro encantador en que reveló este recatado romance sentimental, flor de consecuencia, de fidelidad y de ternura que duró treinta y cinco años sin marchitarse. Mucho de lo que significa esta asamblea de figuras congregada en la casa de Delacroix palpita en la obra del maestro. ¿Qué es ese acento apasionado, esa violencia dramática, esa embriaguez de color y de poesía de sus cuadros? ¿No es, acaso, expresión de la época y de la sociedad en que vivió? ¿No es él, intérprete en el lienzo, como lo fueron otros en las letras y en la música, de la sensibilidad, de las ideas, de la manera de ver y sentir la vida, de la inquietud con que se consideraban sus misterios y sus problemas, de la fiebre de vivir demasiado intensamente, del desenfreno de la imaginación, del arrebato de la pasión, del predominio del individuo y del yo sobre las razones generales, de eso que se llamó Romanticismo y que fue atributo de las generaciones que sucedieron a la Revolución y al Imperio? Todo eso estaba en este hombre atormentado por su naturaleza enfermiza, pero dueño de una voluntad poderosa; que sufría, pero que vivía y trabajaba sin descanso; que era un sensitivo, pero que ocultaba cuidadosamente su temperamento; que amaba a los hombres, pero que huía de ellos y se sumergía en la soledad; que buscaba el orden en las ideas y, sobre todo, en el arte y en el trabajo, pero que creía en el numen, en cierta manera de exaltación en que el artista, como en el concepto platónico, adquiere poder de adivinación y realiza la obra bajo el hechizo de la inspiración; que, frente al paisaje, sentía la limitación de la línea y se preguntaba: ¿dónde están las líneas que producen las sensaciones del pájaro que canta, del follaje que murmura, de los mil reflejos del río?; que se exaltaba frente a la naturaleza y adquiría una extraña doble vista que le hacía pintar bosques que, en su grandiosa realidad, tienen algo de alucinación, figuras que son profundamente humanas pero que parecen animadas por una vida extraterrena; que exclamaba enajenado: “¡Elefantes, rinocerontes, hipopótamos, animales extraños!. .. Los tigres, las panteras, los jaguares, los leones”, y los pintaba, pero, ¡de qué manera!; que afirmaba que el color no significa nada si no corresponde al asunto; que creía en el tono dominante, “llave y gobierno de lo demás”; que atribuía a cada color la expresión de una idea, de un sentimiento, de un estado de alma; que aceptaba el desorden como elemento capaz de dar carácter a la obra; que realizó grandes composiciones murales y pequeñas gemas de color en que hay un poder de síntesis esencial al que llegó por supresiones sucesivas; que pintó cuadros de historia y cuadros anecdóticos, pero que pintó también cuadros en que el significado y la anécdota desaparecen para sólo dejar espacio a la vibración del color, a la magia del movimiento y al misterio de la vida y que, como corolario de cuanto pensó, sintió y escribió, realizó una de las obras más extensas, más ricas, más personales y que con más dignidad se han incorporado a la galería de las grandes creaciones artísticas de todos los tiempos. He aquí el soliloquio de un visitante de paso que, una tarde de invierno, turbó la melancólica quietud del hotel de la calle Purstenberg. |
Bajo los adoquines, la imagen · EUGÈNE DELACROIXPublicado el 9 jun. 2014 |
Paris, Musée Eugène Delacroix (Full HD)Publicado el 26 may. 2013 |
por Raúl Montero Bustamante París, 1936.
Homenaje a Raúl Montero Bustamante
III
Selección de sus escritos
literarios e históricos
Instituto Histórico
y Geográfico del Uruguay / Academia Nacional de Letras
Montevideo, 1955
Ver, además:
Raúl Montero Bustamante en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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