El recuerdo como
sensación en el discurso de
Julio Cortázar [1] |
Nadie mejor que Proust nos ha enseñado que la auténtica realidad reside en los sentidos y no en su dibujo externo, en su trazado exterior. Desde él, desde Proust, se da el triunfo del relato interior, la captación extraordinaria de las pequeñas cosas en contra de la gran gesta narrativa, en contra de la desmesura. Proust, incomprensiblemente para sus coetáneos, abrió la brecha hacia un discurso en el que lo cotidiano se convertía en suceso mítico, y se convertía en suceso mítico gracias precisamente a esa valoración de las percepciones que más tiene que ver con el azar que con la razón. Por él entendimos, por ejemplo, que el olfato, frente al gusto o el tacto o la vista, es de los sentidos el más sensual, el que mejor y más rápido nos introduce en el serpentín de las impresiones: el olor de las cosas no nos invade progresivamente sino de una manera total, violenta. El olor se nos mete a borbotones y esa formulación tiene más de emoción que de concepto, porque aquél es de nuestras representaciones el menos filtrado por el raciocinio. De eso mismo se encargaron de recordárnoslo también los modernistas. Doy estos dos pequeños párrafos de introducción para reivindicar el sentido frente a la noción, y quiero expresarlo —como ya he adelantado— por vía de uno de los narradores más antiaristotélico de su generación, el más sumergido en la creencia de lo aleatorio del Universo frente al Orden con mayúscula, Julio Cortázar. En su cuento “Los venenos” escribe: “Me gustaba tirarme boca abajo y oler la tierra, sentirla debajo de mí, caliente con su olor a verano tan distinto de otras veces”. Cortázar, que en ocasiones habla de olores azules, determina su mirada sobre el mundo a partir de cuadros cromáticos en el que la vigencia de los sentidos deviene por vía del recuerdo. Es ésta una de las formas motivadoras: sentidos, memoria, autobiografismo son tres de los cuatro puntos cardinales entre los que se sitúa su propuesta. El cuarto —fácil es de adivinar— es el lenguaje. Desde este planteamiento, es posible concretar cómo el escenario de la infancia y de la adolescencia, estigmas del recuerdo, cristaliza en específicas proposiciones como vemos en los cuentos “Bestiario”, “Final del juego”, “Deshoras” o en el ya citado “Los venenos”. Y es que el recuerdo, base emocional de los sentidos, viene a ser el referente circunstancial; su referente circunstancial. Pongamos por caso Bánfield. Bánfield, que toma el nombre del antiguo gerente de los Ferrocarriles Ingleses que construyeron la red ferroviaria nacional, Edward Banfield —unámosle la cita del partido de Lomas de Zamora, al que pertenece—, y cuya pronunciación sus habitantes españolizaban y acentuaban[2], estaba situado en el sur de la capital bonaerense, en los límites de la zona portuaria y a 15 kilómetros de aquélla. No podemos hablar de uno de los más de 2.460 conventillos que había por entonces en Buenos Aires (y estoy hablando de los años veinte del siglo XX) y en los que se agolpaban miles y miles de residentes provincianos e inmigrantes en condiciones lastimosas (entre cinco y diez personas por una habitación reducida de 22 metros cúbicos), sino un pueblo, con algo menos de 5.000 almas, posteriormente fagocitado por la gran urbe. Bánfield era un pueblo con iglesia, pequeña; escuela de instrucción pública, pequeña también; Municipalidad y club de fútbol local, el Club Atlético Bánfield, el Taladro del Sur, fundado en 1896, uno de los pioneros del fútbol argentino. Si mencionamos instauraciones novedosas, digamos que, con el tiempo, en Bánfield se creó la primera agrupación scout argentina, Juan Galo Lavalle, que fue también una de las primeras del mundo. De igual manera, los banfileños disfrutaban desde 1897 de un periódico local, La Unión, impulsado por Filemón Naón, Victorio Reynoso y, en los años veinte, dirigido por Luis Siciliano. Como dijo Cortázar en algún momento, Bánfield no era el suburbio de la ciudad como tantas veces se ha dicho, sino el metasuburbio. Sería correcto precisar que se hallaba dentro del denominado conurbano bonaerense, también aceptado como el Gran Buenos Aires Zona Sur. A su regreso a la Argentina, tras la Gran Guerra, la familia Cortázar-Descotte se estableció en Bánfield, en concreto en la calle Rodríguez Peña 585, y lo hizo hasta 1931, fecha en la que se trasladaron a Buenos Aires, a un departamento de la calle General Artigas, en Villa del Parque[3], con un Cortázar ya de 17 años de edad. En Bánfield, Julio y su hermana Ofelia (Cocó y Memé, respectivamente), dos niños con marcado acento francés y a quienes les gustaba la música y la literatura, vivirán allí, pues, hasta su adolescencia. Allí, en esa casa, se fraguará todo un mundo de sensaciones palpable y recurrente en muchos de sus relatos y aquella será la casa en que sorpresivamente les abandonará cierto día su padre, uno de los hechos también insistente en la obra cortazariana tan caracterizada por el matriarcado. La casa de Bánfield era bastante amplia. La fachada principal, con la puerta y cinco ventanas rectangulares con contraventanas de madera, estaba compuesta por un pequeño acceso ajardinado (Julio sentía una especial inclinación por su enorme gardenia), cuatro peldaños con balaustrada de florones a ambos lados y dos columnas de piedra sobre las que nacía la techumbre de teja oscura. Pero sobre todo lo que más llamaba la atención era el gran jardín posterior. Algo asilvestrado, con rincones olvidados, lo que le imprimía un mayor encanto, veranda cubierta por plantas trepadoras, mecedoras y gatos, será el lugar preferido de Julio. Una casa para perderse y en la que encontrar recuerdos del tiempo. Una casa que aparecerá reiteradamente en sus cuentos. Son palabras de Cortázar: “Viví en una de esas casas en las que se han ido acumulando objetos que pertenecieron a los padres, a los abuelos, a los bisabuelos, objetos que no sirven para nada pero que se quedan ahí metidos en cajones”. Una casa en cuyos recovecos no era difícil sentir la aventura para el niño que exploraba ese mundo y que encontraba tapones de frascos de perfume con facetas, “esos que, cuando los mirás, ves reflejarse cincuenta veces la misma cosa, o cristales de colores que prisman y reflejan la luz, o lentes o cristales de anteojos que te dan una imagen más pequeña o más grande de lo que estás viendo”. Una casa, como decimos, reminiscente en bastantes de sus cuentos y en los que se percibe una gran presencia de lo autobiográfico. Una casa en la que ya se anuncia la especial sensibilidad de Cortázar y sus vínculos con lo feérico. “Mi casa, para empezar, ya era un decorado típicamente gótico, no sólo por su arquitectura, sino por la acumulación de terrores nacidos de objetos y creencias, de los pasillos tenebrosos y de las conversaciones de sobremesa de los adultos. Eran éstos gentes sencillas cuyas lecturas y supersticiones impregnaban una mal definida realidad y así, desde mi más tierna infancia, supe que cuando había luna llena salía el hombre lobo, que la man-drágora era una planta mortal, que en los cementerios ocurrían cosas terribles y horrorosas, que el pelo y las uñas de los muertos crecían interminablemente y que en nuestra casa había un sótano al que nadie se atrevía a bajar, jamás[4]”. Hay sobradas citas de Bánfield en sus relatos y en sus escritos, siendo quizá la siguiente, de uno de los cuentos de su último libro publicado en vida, Deshoras, una de las más nostálgicas: “Un pueblo, Bánfield, con sus calles de tierra y la estación del Ferrocarril Sud, sus baldíos que en verano hervían de langostas multicolores a la hora de la siesta, y que de noche se agazapaba como temeroso en torno a los pocos faroles de las esquinas, con una que otra pitada de los vigilantes a caballo y el halo vertiginoso de los insectos voladores en torno a cada farol”. Bánfield era así, con mucho de ese barrio de letra de tango que ha ido diluyéndose en la Argentina actual; cruce de situaciones extremas, de violencia palpable a la vez que de encanto maldito y romántico, pues carecía de ese toque gris e industrial de lum-pen-proletariado muy propio del extrarradio urbano de las grandes ciudades. Un lugar muy bien diferenciado de Buenos Aires, que era la auténtica metrópoli; a media hora de tren de éste y con otro ritmo social y vital, sin duda más relajado. Bánfield venía a ser ese paraíso en el que Julio se convertirá en su primer habitante, el Adán que conocerá bien las hormigas de Bánfield, “las hormigas negras que se van comiendo todo, hacen los hormigueros en la tierra, en los zócalos, o en ese pedazo misterioso donde una casa se hunde en el suelo”. Por ese fragmento de “Los venenos” imaginamos cómo era la atmósfera de aquel lugar en aquellos años veinte: calles sin pavimento por las que circulaban carretas con mercancías de uso y consumo, viviendas cuyos setos con jazmines, durazneros y ligustros se descolgaban hasta la misma vereda del peatón, que era el auténtico propietario de la calzada, un banfileño que socialmente se inscribía en una clase media o media-baja, alguno con ese nimbo que despide el grupo familiar que ha ido a menos (como el de los Cortázar, que, sin embargo, estaba por encima de la mayoría de sus convecinos), pero que conserva específicos tics culturales superiores, como la clase de piano, la lectura de un libro, el café o el mate tomados como un pequeño ritual cotidiano; el lechero que andaba a caballo y vendía la leche a pie de vaca, una escasa iluminación —aunque ya la Avenida de Mayo en Buenos Aires, con un trazado inspirado en Haussmann, gozaba por entonces del sistema moderno de alumbrado: la iluminación de gas se mantuvo hasta el decenio de 1930 — ; o iluminación de esquina más bien y que, por tanto, producía sombras, iluminación de calles que dejaba claroscuros y que, como decía el escritor, venía a favorecer el amor y la delincuencia en idénticas proporciones. Bánfield era la cara del reino mágico para el niño y la cara también de la comprensible inquietud que todo ello generaba en las madres, lo cual determinó en Cortázar una infancia llena de cautelas y precauciones (sumemos a ello cierta hipocondría crónica de la propia familia), ya que había un clima de alarma y al mismo tiempo un ambiente de placidez. El reino de Artús se extendía sin límites visibles por el propio jardín de la casa que daba sobre otros jardines. Toda una invitación a la aventura diaria. Una invitación a entrar en el perímetro sin fondo de los sueños. En Bánfield, Julio Florencio comenzó a descubrir el mundo. Es verdad que le regresan de un modo difuso, velado, sus previos pasos en suelo europeo, pero va quedando alejado. Bánfield fue el primer peldaño desde el que mirar la vida, ese Bánfield en el que Julio será el ser soberano y en el que se sentirá partícipe. Tumbarse a cuatro patas bajo las plantaciones de tomates y de maíz, mirar las sabandijas retorcerse, las larvas, los gorgojos, oler “como es imposible oler hoy la tierra mojada, las hojas, las flores”.[5]. Termino. Así pues, tenemos un recuerdo (Bánfield) que se ejerce por la impronta de una experiencia vívida y vivida (sus propias vicisitudes), un recuerdo cuyos motivos apelan al poder de los sentidos y cuya conclusión determina y posibilita el nacimiento de la obra literaria. Su obra literaria. Notas: [1] La presente ponencia se inscribe en el marco de la investigación biográfica que acabo de culminar sobre Julio Cortázar y que verá la luz en forma de libro en los próximos meses. [2] Cortázar le añadía tilde. [3] En El Oeste: Villa Luro, Villa Real, Floresta Flores, Villa Versailles, Villa Devoto... Es una zona propia de la clase media. Se encuentra acotada por el cordón de la Avenida General Paz, límite del distrito federal. [4] Jaime Alazraki (ed.) y otros, Julio Cortázar: la isla final, Ultramar, Barcelona, 1983, pág. 65. [5] “De Edades y Tiempos”. Revista “Tierra Baldía” |
exponente Miguel Herráez
Publicado, originalmente, en: La literatura hispanoamericana con los cinco sentidos. V Congreso internacional de la AEELH, 2005
Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos
Link del texto: https://ruc.udc.es/dspace/handle/2183/11373
Ver, además:
Julio Cortázar en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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