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Notas sobre Garcilaso,
Botticelli y la simetría renacentista |
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Supuesto retrato de Garcilaso de la Vega, de autor desconocido (Galería de pintura de Kassel) |
Sandro Botticelli autorretrato |
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1. El Renacimiento italiano y las matemáticas Quizá lo más prudente será confesar, desde el principio, que nuestras ideas sobre lo que el Renacimiento fue y significó distan de ser totalmente claras y precisas. Las bellas frases de historiadores como el suizo Burckhardt, el inglés Symonds, y, en nuestra época, el norteamericano Oskar Kristeller, ayudan a crear ideas generales pero se deshacen cuando queremos examinar casos concretos, sociedades y culturas determinadas. Por una parte, muchas características atribuidas al Renacimiento italiano parecen surgir, en Italia y en otros países, antes de la época -el siglo XV-que se considera renacentista. Por otra, incluso después de la difusión del Renacimiento italiano, en la periferia de la cultura occidental, y a veces en zonas centrales, persisten actitudes medievales. Quizá en lugar de generalizar sobre un hipotético Renacimiento sería mejor referirnos a actitudes, pequeños núcleos urbanos, individuos: si el Renacimiento es una invención de los historiadores, parece indudable que existieron hombres —muchas veces aislados, solitarios— cuyos sistemas de valores nos afectan todavía. El “hombre renacentista” es una entidad mucho menos discutible que la idea abstracta del Renacimiento. Y desde el principio lo vemos asociado a los números, las proporciones, la geometría: a las matemáticas. Los hombres renacentistas más ilustres podemos hallarlos en las dinastías de banqueros -los Medici, entre otros— o entre los científicos que pasan a la pintura o la ingeniería o la arquitectura con facilidad suma, en parte por hallar un común denominador en los sistemas de proporciones y las relaciones matemáticas: los Uccello, los Da Vinci. Neopitagóricos a veces, otras interesados en numerología y cabalística, todos ellos descubren en las relaciones abstractas que los números y la geometría les ofrecen un lenguaje nuevo, no explotado por la Iglesia, lleno de resonancias a la vez mágicas y científicas. En cuanto a los banqueros —y no es necesario subrayar aquí lo que en su papel de coleccionistas, mecenas, animadores de academias, llevaron a cabo en favor de las ideas nuevas— adquieren una actitud escéptica e independiente de la Iglesia. En la Europa medieval la Iglesia ejercía cierta influencia moral en la conducta de la economía, y su doctrina del “precio justo”, acompañada de la creencia de que el dinero, cosa muerta, no podía engendrar más dinero —y por tanto no se debía cobrar réditos— restringía el capitalismo tal como lo conocemos hoy. Esta actitud moralizadora fue erosionándose en los centros comerciales y bancarios de la Italia del Norte, y a partir del siglo XVI en toda Europa. El hecho de que las empresas capitalistas resultaran inaceptables para la Iglesia ayudó a reforzar la actitud pagana de los banqueros italianos. Los números engendraban otros números, el dinero, otro dinero; había magia en los números, como Pitágoras creía. (Max Weber y Tawney han sugerido que el capitalismo fue empresa protestante. La verdad es más compleja. Fue un fenómeno de la Europa católica, al principio, si bien implicó una disminución de la autoridad moral de la Iglesia, disminución que engendró las críticas que dieron lugar, a la postre, a la reforma protestante, la cual, a su vez, al subrayar el individualismo, ayudó a restringir todavía más las restricciones éticas frente a la práctica de la economía.) Claro está que estos dos grupos —los banqueros librepensadores y los artistas-hombres de ciencia— no agotan el repertorio de mentalidades renacentistas. Los humanistas aspiran a un lugar en tan restringida lista. Pero su papel resulta, en muchos casos, ambiguo: si bien contribuyen a difundir la vieja cultura grecorromana, también es cierto que con frecuencia quedan atrapados por su académico amor al pasado, y en la medida en que se convierten en “anticuarios” se apartan de las corrientes renovadoras. No es posible negar la importancia indirecta de la obra que llevaron a cabo, pero, en conjunto, una timidez incurable les quitó influencia práctica. Los humanistas carecían de un lenguaje nuevo que expresara el mundo que surgía a su alrededor. Las matemáticas lo proporcionaban, más ricas que en la época clásica, ya que los árabes habían agregado el cero y un sistema de numeración más manejable que el romano. La geometría euclidiana vuelve a ser estudiada, y algunas aplicaciones de la misma darán origen al redescubrimeinto —perfeccionado— de las leyes de la perspectiva, de importancia fundamental para la nueva visión del mundo. Los pintores se habían movido durante toda la Edad Media en un ambiente social y cultural que podríamos calificar de artesanal: eran artesanos ilustres. Pero en cuanto Brunelleschi -y los que siguen por este mismo camino-empieza a demostrar nuevas teorías de perspectiva lineal basadas en principios matemáticos, se efectúa un enlace entre la pintura, la arquitectura y la ingeniería —basadas en las matemáticas— y el humanismo: los humanistas, entre otros León Battista Alberti, se hallaban a la sazón ocupados en exponer teorías sobre la armonía del universo que se basaban con frecuencia en números, en proporciones, en números armónicos (una vez más la influencia de Pitágoras resulta importante). La aplicación de los principios matemáticos a las artes plásticas tuvo consecuencias variadas: socialmente, equiparó a los pintores con los que practicaban otras artes liberales; intelectualmente, amplió sus horizontes, y les ayudó a liberarse de la influencia, hasta entonces omnipotente, de la Iglesia. Los artistas se pusieron a estudiar óptica y construyeron cámaras oscuras, escribieron libros de texto de geometría, elaboraron o estudiaron fórmulas matemáticas complejas con el fin de resolver todos los detalles de la composición (hay cuadros de Mantegna que parecen ideados sobre todo para resolver problemas de escorzo y perspectiva). La Sección de Oro, o Sección Aurea, es nuevamente estudiada, analizada, y aplicada. A los pintores les encanta colocar columnas que, al retroceder, proporcionen sensación de profundidad; los pavimentos con losas alternativamente blancas y negras, como tablero de ajedrez, desempeñaron función idéntica, y sirvieron para encuadrar y ampliar los espacios internos. Claro está que, como señala Wylie Sypher en Four Stages of Renaissance Style, “raras veces usaron los pintores una perspectiva tan estricta en sus limitaciones como la que Brunelleschi había desarrollado, que dependía de un solo punto de vista. Muchos artistas emplearon técnicas más variadas. Retuvieron las viejas reglas artesanales -los colores calientes parecen adelantarse hacia el espectador; los colores fríos, como el azul y el verde, retroceden-para suplementar la perspectiva lineal; y adaptaron las ideas de Brunelleschi, enfocando sus composiciones desde varios puntos de vista, para que la perspectiva no se distorsionara a medida que el observador iba cambiando de posición”. La pintura, pues, se convierte a la vez en arte y en ciencia; el punto de vista y sus posibles cambios darán origen al llamado “perspectivismo” renacentista, a la ambigüedad de un Cervantes, un Montaigne, un Ariosto. 2. Perspectiva, simetría, armonía Si creemos, como Burckhardt, que el Renacimiento consiste ante todo en el descubrimiento del individuo, deberemos confesar que el arte medieval de los siglos XIV y XV es ya renacentista. Las Vírgenes de Chartres, tantas otras esculturas medievales, incluso anteriores al siglo XIV, ofrecen rasgos bien individuados. Lo que el Renacimiento logra no es redescubrir el individuo, sino, más bien, hacer posible que el individuo pueda ser insertado en un ambiente favorable, encuadrarlo en una naturaleza —o en un interior— que sea a escala humana, y cuyo propósito no se encamine ya a proporcionar al hombre una selva de símbolos que apuntan hacia lo alto, sino una inserción armónica en la totalidad. Dante nos ofrece en la Divina comedia abundantes ejemplos de numerología aplicada a la literatura, pero la tentativa, en este caso, es hacer que el hombre trascienda el ambiente terrenal y se trascienda a sí mismo: los números de Dante están en tensión, siempre apuntando hacia abajo o hacia arriba. La armonía renancentista es una relación entre el hombre y su ambiente que pone el ambiente al servicio del hombre, sin que en ello intervengan, por lo menos en forma demasiado visible, relaciones verticales que implican muerte, salvación, infierno, etcétera. (Si ello ocurre y es preciso pensar en la otra vida, tal cosa sucede después de haber explorado detalladamente las bellezas de esta vida, de este ambiente, del hombre rodeado de seres y objetos bellos, el hombre como figura en un hermoso paisaje.) El hombre, enmarcado y protegido por la naturaleza, a su vez impone al paisaje ciertas formas geométricas. Abundan las composiciones a base de cuadrados, rectángulos, círculos, pirámides. Sobre todo, la simetría desempeña un papel importante: al equilibrar lo más exactamente posible las dos mitades, derecha e izquierda de un cuadro, nos hallamos ante una situación estática, tranquila, serena, en la que el movimiento es reposado, lento, apenas sugerido. Los ejemplos abundan. Uno de los más claros: Amor profano y amor sagrado, del Ticiano. Las tendencias manierista y barroca marchan en sentido opuesto: subrayan la tensión, multiplican las líneas oblicuas que apuntan hacia el exterior del cuadro, refuerzan las diagonales y las líneas que indican violencia, movimiento, huida. Pero todo ello ocurre en una época en que la actitud renacentista se halla ya desbordada por toda una serie de factores políticos, económicos, religiosos e intelectuales, y expresa precisamente una nueva sensación de angustia y un reforzar de las estructuras “defensivas”, por decirlo así, frente a los ataques internos y externos que la actitud de serenidad y armonía se ve obligada a resistir. Durante unos pocos años, sin embargo, y en unos cuantos centros privilegiados de Europa, el hombre aspira a una armonía completa con el ambiente que le rodea, cree que tal armonía es alcanzable, y que el arte —y la literatura- deben expresarla, fomentarla, darle brillo. Los poemas de Garcilaso se publican por vez primera en 1543. La llamada “galaxia de Gutenberg” —la expresión es de Marshall MacLuhan, y subraya el rápido florecer de la cultura en la Europa renacentista bajo el impacto de la imprenta y otros nuevos descubrimientos tecnológicos -convierte este año en fecha especialmente significativa. Todos los problemas tecnológicos y teóricos empiezan a quedar debidamente enfocados, a relacionarse entre sí y a producir una síntesis, o en todo caso la esperanza de que será posible llegar a una síntesis. Este mismo año aparece el libro de Copérnico sobre el sistema celeste, y la obra de Vesalio acerca del microcosmos de la fisiología. Lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño se equilibran. La visión telescópica y la visión microscópica crearán, en la zona central, neutral, un pequeño paraíso en el que el hombre, rodeado de esferas concéntricas, protectoras (las consecuencias psicológicas de lo que Copérnico escribió debían tardar muchas décadas en desarrollarse) y definidoras. Es posible creer que la literatura —neoplatonizante, constructora de mitos, empeñada en reconstruir la Edad de Oro— hallará en el género pastoril, en las nuevas arcadias, y en un Virgilio reconstruido y purgado de todo homosexualismo, la mejor manera de definir al hombre renancentista, en armonía con su ambiente. Una vez más insistimos, la perspectiva —o mejor dicho el cambio de perspectiva, el cambio de enfoque y de visión— significa, simboliza y explica, un cambio en el sistema de valores. La perspectiva medieval es, ante todo, vertical: pensemos, por ejemplo, en un texto tan típico de la Edad Media como es la Introducción de Gonzalo de Berceo a sus Milagros de Nuestra Señora. El “lugar ameno” que describe, el verde prado regado por ríos y fuentes y animado por el canto de los pájaros, resulta ser, en realidad, un conjunto de símbolos que apuntan hacia arriba, hacia los valores religiosos, ultraterrenos. En cambio, el neoplatonismo de un Botticelli -o de un Garcilaso- es más discreto; incluso si la fuente de belleza y armonía se encuentra fuera de este mundo, la “encarnación” de tales valores es suficientemente poderosa para que podamos gozar de la presencia inmediata de la belleza y la armonía sin tener que acudir a cada momento a influencias ultraterrenas. Diríamos, pues, que la inmanencia aristotélica ha venido a moderar la trascendencia platónica, para conseguir uno de los pocos momentos de equilibrio y serenidad en la historia de las ideas filosóficas y estéticas del Occidente. 3. Garcilaso y Botticelli: vidas casi paralelas El arte pictórico de Botticelli y la poesía de Garcilaso de la Vega tienen en común una serie de características importantes en la composición, el estilo, los detalles. Ello se debe, en gran parte, a una semejanza en los sistemas de valores de estos dos grandes artistas, y también, desde luego, a la similitud de los ambientes sociales e intelectuales que les dieron origen y los formaron. Puesto que, cronológicamente, Botticelli precede a Garcilaso, debemos ocuparnos en primer lugar del pintor italiano. En ambos casos hallamos una aguda nostalgia: una añoranza de algo perdido, de una Edad de Oro sumergida en el subconsciente, que convierte la expresión de los cuadros de Botticelli y los poemas de Garcilaso en un lamento, una elegía, frente a la belleza sumergida de un pasado —a la vez, creemos, una Edad de Oro entrevista a través de actitudes y leyendas neoplatónicas, y con ella fundida una infancia feliz que hay que reconquistar, y superimpuesta a estas dos capas de intensa belleza sensual, la sensualidad de la vida amorosa de estos artistas- sin posibilidad de plena reconstrucción en el futuro: la elegía es un lamento por la pérdida del pasado, y una promesa de conservar, en la medida de lo posible, parte de esa belleza en la obra de arte que la experiencia va a engendrar, y en la memoria del artista creador. Botticelli vivió subordinado a la corte de los Medici, en Florencia, pero, al mismo tiempo que la Academia neoplatónica influía en su obra, se desarrollaba en su mente -en su sensibilidad- un movimiento de reacción antisensual, debido en gran parte a las prédicas de Savonarola, el puritano florentino, cuya influencia en ciertos años fue decisiva: Botticelli quemó parte de su obra, y se sintió culpable por parte de sus cuadros que no pudo quemar porque ya no le pertenecían. Garcilaso pudo sentirse culpable en algún momento de su vida: ciertamente fue perseguido y castigado por su monarca, debido a su intervención en una boda que el Emperador no deseaba tuviera lugar, y desterrado a orillas del Danubio, supo lamentar su suerte, y al mismo tiempo identificarse con otros poetas grecorromanos que en el pasado habían sufrido igualmente el castigo del destierro. En ambos casos las vidas de nuestros artistas resultan ser una penosa serie de frustraciones y de malentendidos. En ambos casos nos hallamos ante sensibilidades poéticas. Botticelli, en su uso casi constante de la alegoría y los símbolos, se manifiesta como uno de los pintores más poéticos —incluso, a veces, como uno de los pintores más literarios- de la historia del arte occidental. La poesía de Garcilaso, por otra parte, se halla imbuida de valores plásticos: color, luz, espacio, textura. |
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Un cuadro en que la armonía entre el hombre y la naturaleza, el equilibrio, la serenidad, la alegría y la melancolía se funden en un conjunto estable es La Primavera de Botticelli. Los Medici encargaron al pintor que decorara una villa en Castello, cerca de Florencia. Botticelli prefirió pintar sobre madera, y no al fresco, lo cual en este caso significó que ha resultado fácil trasladar este cuadro -y otro que, aunque de tamaño diferente, fue pintado casi al mismo tiempo y con el mismo propósito, el Nacimiento de Venus— de la villa en que se encontraba a la Galleria degli Uffizi en que puede ser admirado hoy. La Primavera nos sitúa en el ambiente, a la vez dorado y sombrío, de un bosque de naranjos. La tierra está cubierta de flores y plantas diversas —tan variadas, que los entomólogos han hallado casi todas las especies de la región de Florencia en unos cuantos palmos cuadrados de esta pintura— y la atmósfera es la de un día claro de primavera. Bajo los árboles, a la izquierda, se encuentra un grupo de bellas muchachas, cuyas posturas y ropas recuerdan muy de cerca las Tres Gracias de un antiguo grupo esculpido en mármol en la época helenística; más a la izquierda, Lorenzo de Medici, representado como Mercurio, eleva un brazo para coger una fruta que se supone va a ofrecer a las muchachas, las cuales, con las manos unidas, parece que van a danzar; dos de ellas están siendo heridas por las flechas de Cupido, que revolotea sobre el grupo. En el centro mismo del cuadro aparece Venus, vestida de un largo manto, una Venus que parece ser un retrato —uno de tantos retratos como nos ha dejado Botticelli— de la bellísima Simonetta Vespucci, de quien estaba enamorado Giuliano de Medici. A la derecha la Primavera parece avanzar sobre la tierra, esparciendo flores. Céfiro, que sopla y vuela a un tiempo, intenta abrazar a Flora, Desnuda, bajo cuyos pies crecen nuevos tallos y capullos. El cuadro es decorativo, estilizado y familiar a un tiempo, cuadro para un grupo de íntimos que están en el secreto de las identidades de los personajes. La escala de valores plasmada en el cuadro va de la estilización neoplatónica más refinada al chisme sólo comprensible para un grupo de buenos amigos. Lo cual nos indica, precisamente, que el cuadro en cuestión es un camino, un procedimiento —entre otros— para insertar lo particular y concreto, el “aquí y ahora” de un grupo de jóvenes —los Medici y sus amigos— y los valores absolutos de la belleza y la inteligencia platónicas. Mircea Eliade ha señalado que ningún hombre puede llegar a sentirse plenamente feliz si no cree estar viviendo en el centro del universo. Por unos breves años, los Medici y sus amigos —y el pintor que los fijó para nosotros en su cuadro— creyeron ser plenamente felices: en las sonrisas ambiguas de las figuras de Botticelli podemos hallar huellas no solamente de esta victoria fugaz, sino también del sentimiento -melancólico- de que, en efecto, aquel hermoso juego no iba a durar para siempre. Es cierto que en este cuadro de Botticelli, como en casi todas sus obras, hay mucha “literatura”: no en vano se ha juzgado a este pintor como uno de los más literarios -“¿literaturizados? de la historia del arte. Pero también es posible hallar en su obra total, y en este cuadro en particular, una atención muy intensa frente a la geometría. El cuadro, señalemos una vez más, contiene círculos, y una línea divisoria vertical en el centro, con dos grupos equivalentes a derecha e izquierda; el izquierdo, más numerosos, queda perfectamente equilibrado por el grupo de la derecha, en que hay más movimiento. |
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Esta cuidadosa reorganización de las experiencias visuales cotidianas (y sabemos, como ha señalado, entre otros, Ortega, que el mundo cotidiano es siempre caótico) señala, pues, un triunfo de la mente ordenadora y sistemática, y en cierta forma, es claramente precursora de una era racionalista. Tengo en mi mesa, ante mis ojos, una serie de bellas reproducciones de cuadro renacentistas italianos: el retrato de Sixto IV por Melozzo da Forlí, la Vida de Pió II del Pinturicchio, y, muy especialmente, la Flagelación de Cristo de Piero della Francesca. En cada cuadro predomina una visión geométrica del mundo. El ambiente, interior o campestre, señala la forma en que el hombre puede insertarse en el cosmos: es una forma geométrica, un sistema de proporciones, lo que hace posible tal tentativa. La poesía de Garcilaso avanza por el mismo camino que la pintura de Botticelli. En ambos casos se trata de idealizar, estilizar, ennoblecer lo concreto y cotidiano, elevándolo a un plano serenamente —pero melancólicamente— superior a la realidad aparente y externa. Poeta, soldado, cortesano, músico, Garcilaso fue capaz de fundir en una sola unidad de sentimiento y creación la multiplicidad de puntos de vista inevitable en una época todavía cargada de reminiscencias medievales y en una vida tan variada y rica. La visión ideal del poeta, sin embargo, no se halla tan lejos de la experiencia cotidiana: esta última se introduce, una y otra vez, en los serenos paisajes descritos por el poeta, y al hacerlo aporta con frecuencia una nota de tristeza. El poeta no resiste la invasión de las fuerzas negativas; más bien las asimila y las dignifica, al darles un lugar en el cuadro total que nos ofrece. Así, por ejemplo, en la Egloga 1, la idealización neoplatónica y neovirgiliana —las convenciones de la Arcadia y la vida pastoril, las quejas de dos pastores enamorados que han perdido a las mujeres amadas— cobra patetismo en cuanto nos damos cuenta de que se trata de un poema autobiográfico, y de que en él Garcilaso lamenta que su amada, Isabel Freire, se haya casado con otro y haya muerto al dar a luz. A su vez, el sentimiento de tristeza y honda melancolía que el poema expresa se halla contenido, encauzado, dominado, por una perfecta simetría interna: la introducción, o sea la dedicatoria al virrey de Nápoles, ocupa tres estrofas, y se distingue claramente, por su contenido, del resto del poema; funciona a la manera de un marco, que rodea el cuadro y lo señala, pero que no forma parte del mismo. La cuarta estrofa nos introduce ya en el ambiente y presenta a Salicio, que en doce estrofas más lamenta no haber podido retener el amor de Calatea. La estrofa diecisiete sirve de intermedio y transición, y tras ella viene el lamento de Nemoroso, , que, como el de Salicio, dura doce estrofas; tras su silencio, una estrofa final cierra el poema: el sol se pone, los pastores se retiran, .. .y recordando ambos como de sueño, y, acabando el fugitivo sol, de luz escaso, su ganado llevando, se fueron recogiendo paso a paso. “Recordando ambos como de sueño”: es decir, como si los dos pastores despertaran, finalmente, de un sueño o un ensueño; su dolor ha sido real, pero ha sido contenido dentro de un marco de relativa irrealidad, que es el de nuestra existencia; únicamente lo divino -Dios, los dioses, las ideas platónicas, las relaciones numéricas y geométricas- puede gozar de la plena realidad; la amada muerta aguardará a su enamorado en “la tercera rueda”, en cristalino círculo de Venus, y allí la belleza y el amor serán eternos, “sin miedo y sobresalto de perderte”. (Observamos de paso que muchos retratos pintados por Botticelli tienen los ojos medio entornados, como si estuvieran soñando, o ensimismados, como si la realidad cotidiana no acabara de interesar del todo a los personajes.) Otro detalle interesante: el primer pastor, Salicio, empieza a cantar, en el poema de Garcilaso, cuando “Saliendo de las ondas encendido, / rayaba de los montes el altura / el sol. . .” mientras que el poema total, tras la lamentación del segundo pastor, Nemoroso, termina con la puesta del sol. A medida que se desarrolla el poema —en dos partes simétricas y equivalentes— el sol va trazando, por arriba, una vasta curva, un exacto semicírculo. Dentro de él, y netamente separados, uno frente a otros, los dos pastores lanzan al aire sus armoniosas quejas. Dos pastores que son, en realidad, uno solo, la representación transfigurada y estilizada del propio Garcilaso, en dos momentos distintos, pero paralelos, de su vida amorosa y sus frustraciones sentimentales. Durante largos años los críticos creyeron que nos hallábamos en presencia de dos figuras con clave, dos personalidades distintas; quizá el primero era representación de Garcilaso, pero si así era, ¿dónde hallar la identidad del segundo pastor? ¿No sería éste, acaso, el amigo del poeta, Juan Boscán? (Resultaba tentador ver en el nombre “Nemoroso”, del latín nemus, una posible alusión a la Vega del nombre de Garcilaso, o, por otra parte, otra posible alusión al bosque de Boscán.) Hoy comprendemos que el poeta desdobla su canto, su personalidad, su dolor, como en un gran espejo; que nos cuenta su vida amorosa en dos mitades complementarias; y al hacerlo así contribuye, por una parte, a una perfecta estructura formal, equilibrada, simétrica, del poema; y, por otra, ayuda a “borrar la pista”, a conseguir que su emoción personal quede expresada, sí, pero con reticencias, con reservas, sin que los lectores tengan que enterarse inmediatamente de quién se queja y por qué. Reserva y dignidad muy propias de la cultura española. Unicamente la efusividad característica del movimiento romántico (pensemos, por ejemplo, en el Canto a Teresa de Espronceda) vendrá a modificarlas. En la poesía romántica -pensemos en Musset y sus patéticas confesiones en Les Nuits, en los amargos poemas de Leopardi, en ciertas alusiones de Byron— el yo del poeta tiende a hipertrofiarse y ocupar no solamente el centro del escenario, como si fuera el único actor digno de ser escuchado, sino también el horizonte mismo, todo el decorado, y en todas direcciones. El desdoblamiento de Garcilaso, los cambios de nombre del poeta y su amada, el bello juego de espejos con que nos seduce y nos despista, son otros tantos artificios que protegen el dolor frente a las miradas indiscretas, y al transformarlo en un elemento más de un cosmos vasto y bien estructurado, ayudan, posiblemente, a suavizar el golpe interno, a cubrir de bálsamo la herida por la que el poeta sangra. El mundo es imperfecto, los hombres son torpes y las mujeres esquivas o imposibles de alcanzar, parece decirnos Garcilaso. Y al mismo tiempo, y sin contradicción, el mundo es hermoso y está lleno de esperanza; la belleza es eterna e inmutable; algún día —no sabemos bien cómo, ni cuándo, pero sabemos que no será aquí y ahora— habremos de alcanzarla y vivir junto a ella y en ella para siempre. La sonrisa de las ninfas de la Egloga 111 es tan ambigua como ambiguos son los suspiros de dolor de los pastores de la Egloga 1, ya que toda realidad no es más que un continuo desdoblarse, en dos direcciones, de una realidad primera y esencial. Hacia abajo vivimos en el caos de la vida cotidiana; hacia arriba, cuando logremos romper el velo del cuerpo y nos veamos libres, penetraremos por fin en el reino de las esencias puras, platónicas, salvados ya para siempre. Mientras tanto, nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad nos descubren armonías, escalas, simetrías; suena la música de las esferas pitagóricas; la sensibilidad artística, traducida en lenguaje musical, en líneas sabiamente coordinadas, hará que el paisaje -el paisaje pintado por un Botticelli o descrito por un Garcilaso, el paisaje renacentista ordenado por la simetría y la perspectiva - sea, unos breves años, plenamente habitable. |
Ensayo de Manuel Durán
Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México 5 / artículos / Enero de 1971
Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México
Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/195fba11-d1bb-4c07-b967-37814aa538b3/notas-sobre-garcilaso-botticelli-y-la-simetria-renacentista
Ver, además
El Inca Garcilaso de la Vega y sus comentarios reales, por Hyalmar Blixen (Uruguay) c/videos
Editado por el editor de Letras Uruguay
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