Las ficciones poéticas de José Emilio Pacheco: otra postulación de la realidad

ensayo de Vicente Cervera Salinas

Universidad de Murcia

Con la intención de refutar la identidad que estableció Benedetto Croce entre lo estético y lo expresivo, bosquejó Jorge Luis Borges en una página de Discusión las trazas definitorias del estilo clásico. La página arguye que un autor digno de tal atribución no precisa las dotes ostensiblemente expresivas que el italiano subrayó en su Estética, sino que la escritura clásica propendería a una representación preclara, escogida y eficaz de la realidad. Tal su modo de proclamarla, sin énfasis ni acrobacias. Tres son los modos que, a su parecer, denotarían la peculiaridad de esa postulación clásica de lo real: la notificación genérica de los hechos que en verdad importan a lo representado, sería la primera. La segunda consistiría en imaginar “una realidad más compleja que la declarada al lector" (Borges, 155-156). La última, una variada invención circunstancial. El traslado de los contenidos retóricos de la tríada planteada por Borges a la literatura de José Emilio Pacheco nos permitiría dibujar un perfil clásico en el boceto literario de su figura. Pero estaríamos vedando así un cuarto y último punto cardinal sin cuya atracción su obra poética se hallaría huérfana y varada: me refiero a la invención que, a partir de los datos suministrados por la percepción de lo real, construye el poeta en su función de taumaturgo, edificando un espectáculo de ficciones poéticas que remiendan los tejidos rotos por el tiempo e hilvanan en otra dimensión las vestimentas descosidas que registran los anales y las crónicas ajadas almacenan.

La rosa de los vientos marca los vértices de todo cuadrado, como en los marcados cuatro puntos de la piedra del sol azteca, que no sólo fue solar del sacrificio, sino que causó el asombro de los siglos cuando fuera comprobada su pericia numérica y su atinado cálculo de lunas y estaciones, “indecible presencia de presencias" (Paz, 254), que, en la sombra de los pasos de Octavio Paz, separó también a José Emilio Pacheco de su “bruto dormir siglos de piedra", abriendo la puerta al ser para revivir en su magia de espejos “un sauce de cristal, un chopo de agua,/ un alto surtidor que el viento arquea,/ un árbol bien plantado mas danzante,/ un caminar de río que se curva,/ avanza, retrocede, da un rodeo,/ y llega siempre" (254). El cuatro, como esas cuatro paredes de la celda que “sin remedio dan al mismo número" (Vallejo, 107), distancia al mexicano de la armonía trinitaria de lo perfecto que, en clave arquitectónica, instituye Borges como sello clásico de todo hacedor. Pues si el tres marca la perfección formal en el plano geométrico, el cuatro extiende la topografía al territorio de las acciones y pasiones de los hombres, siempre limitadas en el eje de las coordenadas espacio-temporales, donde quedan sus hechos grabados, fueren estos de entraña honrosa o deleznable. El cuatro toma cuerpo, aterriza en un lugar donde la existencia pueda echar raíz y se define como el signo de la historia. Y es aquí donde el dictum clásico de Borges halla una nueva postulación de la realidad: las ficciones poéticas de José Emilio Pacheco, que adoptan como protagonista, sea antihéroe o villano, al sujeto de la historia y a la historia como sujeto. Atendiendo a su obra lírica cabría afirmar que la estatura del poeta clásico no ha de medirse tan sólo con la vara retórica, merced al equilibrado manejo del poeta entre las palabras que definen y las que crean, sino que la perdurabilidad del poema clásico procederá además de una escala imaginaria con que el autor recupera sucesos de la historia y los destila en su alambique de ficción, mutando el acontecer en correlato verbal de virtual existencia.

Un mundo virtual cimentado sobre la geografía del cuatro, siguiendo el devenir dramático de la historia: de tal modo quisiera hoy enfocar el paisaje de versos que pueblan las páginas de Tarde o temprano, donde se alojan las palabras que Pacheco considera dignas de vivir en el tiempo, renunciando expresa y tercamente a responder cómo es su paso, mas deseoso siempre a encarnarse en su fluencia. Consciente, más allá de la amargura y de la desazón, de que las líneas de fuga del pensamiento construyen mundos posibles donde la imaginación poética responde con otros argumentos a ese museo de cera de rostros inmutables que asumió la historia. Escuchemos al propio autor en su “invitación a la lectura" de Borges -una curiosidad imprescindible en toda bibliografía del argentino- fantasear sobre la historia de los Borges, como ilustración de lo que anteriormente se expuso:

“En lo más arduo de la pelea contra él, sus enemigos dijeron que el apellido Borges quiere decir ‘burgués', como se llamó a quien en la Edad Media acampaba en las afueras del castillo y ya no era campesino pero tampoco lograba convertirse en noble. Según esta teoría, una sola familia valenciana engendró todas las variantes del apellido: Borgia, Borghese, Borja, Burgos, Burgess, Borges. Debe de ser falso pero resultaría fascinante que Borges descendiera de Lucrecia Borgia, una mujer a quien ahora vemos como víctima del poder de la literatura. Al igual de lo que sucede con Nerón, lo único que sabemos de ella es lo que dijeron por escrito quienes la odiaban. Mediante sobornos y corrupción, su padre Rodrigo Borgia se transformó en el papa Alejandro VI en 1492, año de la llegada de Colón y de la Gramática de Nebrija que organizó el castellano como idioma del imperio futuro" (Pacheco: 1999, 46).

Retengamos una frase del texto de Pacheco, esencial al argumento que planteo: “Debe de ser falso, pero resultaría fascinante". Ahí está la célula primera que activa la creación literaria, su semilla. Todo lo fascinante que emana de esa alteración creadora sobre el terreno de las omisiones, los lapsus y los intersticios de la historia. Hemos construido un universo, dice Borges, pero hemos consentido en su arquitectura “tenues y eternos intersticios de sinrazón, para saber que es falso". Como en los monólogos dramáticos de Borges, José Emilio Pacheco fabula con hipótesis virtuales también en sus versos, pero a diferencia del “clásico", no sólo es la babélica biblioteca literaria su objeto de recreación, sino que para el “nuevo" clásico también lo son los entresijos de la cronología, para hurgar e ironizar sobre la inanidad de los hechos o para urdir nuevos argumentos sobre las paradojas e injusticias que contienen las relatos de la humanidad. Ya no es suficiente la idea homérica, rescatada por Borges, de que los dioses tejen desdichas para que a las futuras generaciones no les falte algo que cantar, ni de que el mundo exista “para llegar a un libro". Esa mera justificación estética de los males sería para Pacheco una suerte de sacrilegio, pues arrebataría el plano humano de la desolación y la miseria para consagrarlo al reino de lo imperecedero a costa del dolor y el sufrimiento. La historia no para él un mero manantial de información que evoca un hacedor para mutar su ignorado sentido, sino es objeto de ironía, escepticismo o desbaratamiento: pretexto de un conocimiento descorazonador o fuente fascinante de realidades paralelas. Sírvanos de ilustración un extenso catálogo de poemas como “Fray Antonio de Guevara reflexiona mientras espera a Carlos V" (Pacheco, 1973):

Para quien busca la serenidad

y ve a todos los hombres como iguales

malos tiempos son éstos,

mal lugar es la corte.

 

Vamos de guerra en guerra. Todo el oro

de Indias se consume en hacer daño.

La espada

incendia el Nuevo Mundo.

La cruz

sólo es pretexto para la codicia.

La fe

un torpe ardid para sembrar la infamia.

 

Europa entera

tiembla ante nuestro rey.

Yo mismo tiemblo

aunque sé que es tan sólo un hombre más;

pero ha nacido en un palacio real

como pudo nacer en una choza

de la Temistitán, ciudad arrasada

para que sobre sus ruinas brille el sol

del Habsburgo insaciable.

 

En su embriaguez de adulación no piensa

que su triunfo derrota a los imperios

y ningún reino alcanzará la dicha

con base en la miseria de otros pueblos.

 

Tras esta gloria bullen los gusanos.

Todo es lucro y maldad.

Pero no tengo

fuerza o poder para cambiar el mundo.

 

Escribo alegorías engañosas

contra la cruel conquista.

Muerdo ingrato

la mano poderosa que me alimenta.

Tiemblo a veces

de pensar en el potro y en la hoguera.

 

No, no nací con vocación de héroe.

No ambiciono

sino la paz de todos (que es la mía),

sino la libertad que me haga libre

cuando no quede un solo esclavo.

 

No esta corte,

no este imperio de sangre y fuego,

no este rumor de usura y soldadesca. (Pacheco: 2002, 124-125)

El poema escenifica las “amistades peligrosas" entre la poesía y el poder. Ante la mano que lo alimenta, el cortesano culto adopta una actitud de forzada ambivalencia: la muerde ingrato, la teme y la desdeña, y exhibe las lacras que en su fuero comparecen. No es un héroe Guevara, y él lo sabe, y su humanística ambición -atraída en el poema con ribetes emancipatorios, incoando un buscado anacronismo entre el siglo XVI y las revoluciones de la edad moderna-, exige un proceder de crítica velada y contumaz. Impotente sabedor de su ineficacia “para cambiar el mundo", rinde pleitesía al poderoso en su Relox de Príncipes, pero limpia los escrúpulos de su conciencia filtrando sus recelos, que son “alegorías engañosas" contra los desafueros del poder, que “en su embriaguez de adulación no piensa/ que su triunfa derrota" y depaupera. De manera lúcida y penetrante, José Emilio Pacheco ahonda en las entretelas de la conciencia del humanista, al que sabe ingenioso, pero atenazado por el miedo “del potro y de la hoguera". ¿No escuchamos al hilo al poema el eco del recelo de Virgilio ante el Augusto, a quien consagró su Eneida, desvirtuando bajo el yugo del poder la libérrima dignidad de la poesía, tal como nos lo descubriera Hermann Broch en La muerte de Virgilio? Ambos autores se detienen ante un fenómeno singular, que no sólo divisan desde el prisma arqueológico, sino que intuyen como axial en toda vida de poeta. Espléndido en su texto, Pacheco recrea los signos de una época histórica esencial en la historia de España y de América, pero también de Europa y, por extensión, “del orbe entero", mas su fina punzada lírica no se detiene en la recreación cronística, ni tampoco en la retórica del monólogo dramático, sino que atraviesa la invención para diseñar un alma de poeta. Inscrito en las coordenadas de la historia, se fuga también de ellas para mostrar su compungida faz de incómoda presencia y de insatisfecha respuesta ante los vasallajes del poder.

Si repasamos la tríada de coordenadas que marcan el temple clásico, veremos que José Emilio Pacheco responde cabalmente a ellas: en el poema se nos notifica de modo genérico lo verdaderamente importante, limando con el estilete del estilo lo accesorio; imaginamos asimismo una “realidad más compleja" que la explícitamente plasmada y, en fin, combina la veracidad de la escena con una variada gama de circunstancias que lo hacen verosímil en el plano de la ficción. El tres es, en efecto, patrón estructural de los versos: hallamos el régimen triádico como escala en “la espada", “la cruz" y “la fe", pero también en las acciones de poeta: “Escribo alegorías", “muerdo ingrato", “tiemblo a veces", e incluso en el inventario del mundo denegado: “no esta corte", “no este imperio", “no este rumor". Nos hallamos, cabría colegir, ante un poeta de entraña clásica. Su timbre, empero, no quiere pronunciar tan sólo el armónico concierto de la perfección. Sabe, y no quiere, y no puede olvidar que la historia exhibe sus despojos y por más que el poeta se sepa inane ante el fracaso, lo reclaman las ruinas de la ciudad arrasada para dejar constancia de su epitafio de fuego. Esa “poética del estrago", en palabras de Francisca Noguerol (2009, 25), lo conmina fieramente hacia el telón de fondo de la historia, más acá de lo platónico y geométrico, donde el número cuatro reclama los dones que le fueran concedidos al poeta, no sólo para cantar a las futuras generaciones sobre las ruinas del pasado, sino para testimoniar su ignominia y crueldad. El acto nominal no restituye la carne a la ceniza, no puede sino ser consciente de su inoperancia en el terreno de los hechos. El poeta no es un mártir, pero reclama imperioso la facultad vocacional de iluminar las voces y los silencios como una “llama trémula/ en la noche de piedra" de una edad. No le preguntemos tampoco al poeta “cómo pasa el tiempo", su filosofía se contenta en declarar, en fogonazo de intuición fugaz, que “como las generaciones de las hojas/ son las humanas" (159), siguiendo los perdidos pasos de Ramón López Velarde caminando mientras “dobla el dos de noviembre" por Chapultepec, seguramente en la Calzada de los Poetas, esos “prisioneros de palabras" (436).

En “resumidas cuentas", al hacedor no le es dado el poder de resucitar la carne y el cuerpo, pero sí el misterio de cantar “lo que se pierde", de constatar la “prosa de la calavera". En su única gloria posible, proclama cuanto pudo haber sido, aprovechando los vericuetos que esas sendas trabadas del acontecer dejan al alcance del curioso observador y del sensible artífice en ese plano alado de la imaginación. Escarmenando la fibra védica, como nos enseñó César Vallejo en el poema XXXIII de Trilce, se desenmarañan muchos nudos en las efigies disecadas por las crónicas y sus documentos. El juego de la imaginación torna posible lo que el tiempo veda, y Pacheco es dignísimo heredero de esta postulación de la fantasía en numerosos textos de fibra borgesiana. Así, Amado Nervo puede agradecer en los versos de Pacheco el recuerdo de Rafael Alberti, confesando “contraelegíacamente": “escribí un solo libro/ con demasiadas hojas", y sensatamente declarando que, cuando mucho, lo que puede el poeta alcanzar son “cuatro o cinco páginas" (437); el Padre de las Casas parafrasea el Canto decimotercero de Isaías, pero en su lectura del profeta, el estruendo de las multitudes, los instrumentos del furor, la iniquidad de los soberbios y opresores, y la codicia del oro no remiten a un apocalipsis universal, sino al cuerpo temporal de la conquista de América.

Cabría vincular esta reinvención del calado histórico de los tiempos, propia de la poética pachequiana, con el tono lírico de autores contemporáneos de tamaño universal, como el griego Yorgos Seferis (1900-1971), con quien es posible establecer secretas conexiones, a través de los vasos comunicantes de sus poemas. En el caso del heleno, establecen líneas paralelas sus versos entre el curso ya inmutable de la historia transcurrida y el caos heraclíteo en la realidad presente del tiempo. No de otro modo recreará Pacheco los “cantares mexicanos" y la tristura esencial de la poesía azteca derivando hacia la noche más negra de Moctezuma en su espantada visión de otra noche no menos amarga, que hiciera llorar a las piedras de Tlatelolco (67-68). Un poema espléndido como “El rey de Ásine", de Seferis, corrobora el parentesco. El texto, escrito en Atenas entre 1938 y 1940, bajo sombra de holocaustos, asume la melancólica reducción del objeto de la búsqueda del personaje y su ciudad a lo imposible. Así, la visión del hombre del siglo XX transfigura el viaje épico en un viaje “a ninguna parte", sin norte, sin guía, sin llegada... e incluso sin rastro ni camino. El hallazgo es la esperpéntica contrafigura de lo anhelado. El rey de Ásine, evocado en los versos de la Ilíada por Seferis, se trueca final y fatalmente, tras la frustrada Odisea sin Ítaca, en un “murciélago asustado", símbolo de la mutación absoluta de la rapsodia homérica en la absurda epopeya de nuestros días. El poeta alza su voz sonora, pero entona endechas al vacío. Los versos de “El rey de Ásine" podrían estar firmados también por José Emilio Pacheco, pues coinciden en esa imagen de una desolación escéptica y, sin embargo, de una belleza magna: “El poeta se queda atrás mirando las piedras y se pregunta/ si acaso existen/ entre estas aristas borrosas, ápices y crestas, oquedades y curvas,/ si acaso existen/ aquí, donde confluyen el paso de la lluvia, del viento y de la ruina,/ sin existen el mohín del rostro, el trazo del amor/ de aquellos que tan extrañamente fueron borrándose de nuestra vida,/ de aquellos que quedaron como sombras del oleaje y reflexiones sobre la inmensidad del mar/ o si acaso no queda jamás nada, sino sólo el peso,/ la nostalgia del peso de una existencia viva,/ allí donde ahora estamos sin raíces, abatidos/ como ramas de un sauce helado, arrumbadas en continua desesperanza,/ mientras la corriente macilenta arrastra juncos arrancados en el fangal,/ imagen de una forma petrificada, resolución de una amargura perpetua" (Seferis, 156-158).

Aunque, bien mirado, todo gran relato es alimento de invisibles polillas y motivos de Proteo. Los lepismas convierten el papel en su recurso nutritivo, y por ello, es viable y aun sensato invertir los órdenes de la cronología y auspiciar en la ficción poética encuentros imposibles, como el que fragua Pacheco entre César Vallejo y Luis Cernuda en las calles de Lima, donde también acuden los albatros y pelícanos de Antonio Cis-neros. “Baudelairianamente vejado" (157) deambula el poeta mísero, miembro excelso de su orden mendicante, trasuntado por la historia en gloria nacional. La indignación acerba del sevillano es rescatada por Pacheco, y las humillaciones que Cernuda denunciara en la historia de la pareja de Verlaine y Rimbaud, hambrientos cormoranes en la noche, se proyectan ahora sobre el nocturno vuelo vallejiano, escupido y pateado, a quien todos golpeaban sus húmeros los jueves lluviosos. El poeta, ¿quién mejor?, sabe que “en la poesía no hay final feliz", que “los poetas acaban/ viviendo su locura. / Y son descuartizados como reses/ (sucedió con Darío)". No mejor es la contrafigura del poeta alcoholizado y mendigo: ser alimento “de un sarcófago/ llamado Obras Completas" (150). “Considerando en frío, imparcialmente", bien es cierto, recuerda Pacheco que sólo es puro el absurdo. Y así, la libertad de todo artista precisa este nuevo arsenal de inspiración: postular una realidad donde muestra su rictus ficticio y desatinado toda historia. En su universo los órdenes invierten posiciones y Desde entonces, en un “sentido contrario", Leopoldo Lugones se jacta ante los ultraístas de su opacidad, los toscanos apedrean a Dante con la certeza de que estuvo en el infierno y Heráclito corrige su célebre dictamen: “El sol es nuevo cada día" (219-212). En virtud del mismo salto imaginario, asistimos a nuevas postulaciones de esa “otra" realidad, siempre a partir de los resbalones que la historia registra y que agudamente exalta la mirada del poeta en su viaje imaginario. El párroco de aldea, “criollo o tal vez mestizo" del poema “La secta del bien" arde en un círculo infernal por confesar el estupor de su teodicea, reuniéndose al cabo con su Dios de llamas, “que es amor" (173). La poesía de José Emilio Pacheco puede modular en sacudidas de sarcasmo y desazón, pero al unísono, sabe con D. H. Lawrence que todo poema es convocatoria de muertos, que miran al amanuense escribir y que lo ayudan (151). En su obra hay autores que declaran su anonimato, en la estirpe del poeta borgesiano que hacía lo propio con su “nombradía" (153). Otros, al fin, como el metamorfoseado compañero de Odiseo, revelan a Circe la felicidad de no cultivar otra ambición que la de seguir siendo su cerdo (281), y los mejores hallan perlas en el muladar, como Rubén Darío en el burdel (564), o como aquél que, tocado por el vuelo de otra ave, el fénix, “entre lo deshecho se rehace. / Toma fuerzas del caos, se teje en luz // y amanece en la llama indestructible" (434). De este linaje emana, sin duda, el numen de José Emilio Pacheco. Poeta ya clásico, pero no por ello despersonalizado. Su hálito vital procede de su caudalosa fantasía que utiliza para el tallado preciso de sus versos, negando también la equivalencia entre lo clásico y lo románticamente expresivo, como quiso su maestro Borges. Y de su visión diáfana y corrosiva de Cronos.

En su discurso de recepción del premio Nobel de literatura, el poeta polaco Czeslaw Milosz denunciaba la íntima discordancia que se genera en el alma del poeta que debe conciliar el sentimiento de horror ante la obscenidad de los sucesos históricos con una visión distante y detenida, necesaria para la creación del verso. “Tal era la contradicción" -proclamó Milosz- “que estaba latente en el núcleo de todos los conflictos engendrados por el siglo XX y cantados por los poetas de una Tierra corrompida" (Milosz, 134). De modo afín, la poesía de José Emilio Pacheco utiliza el arma de la imaginación para desempolvar universos posibles e imposibles “multiversos", escrutados desde la clarividencia, y postular otra realidad. Allí donde se abrazan las ficciones del tiempo con las sutiles invectivas frente a esa tan mediocre interpretación que caracteriza a los hombres como histriónicos sujetos del teatro del tiempo con los cuatro vértices de su escenario y ante el auditorio infinito de la historia, más la legión de sus vivos y sus muertos.

Bibliografía

» Borges, J. L. (1980). Prosa Completa. (Vol. I). Barcelona, Bruguera.

» Milosz, C. (1984). Poemas. Selección, traducción y prólogo de Bárbara Stawicka. Barcelona, Tusquets.

» Pacheco, J. E. (1973). Irás y no volverás. México, Fondo de Cultura Económica.

                  »--(1999). Jorge Luis Borges. Una invitación a su lectura. México, Raya en el Agua.

                  »--(2002). Tarde o temprano (Poemas 1958-2002). Edición de Ana Clavel. México, F.C.E.

                  »--(2009). Contraelegía. Introducción, edición y selección de Francisca Noguerol. Universidad de Salamanca-Patrimonio Nacional.

» Paz, O. (1978). Libertad bajo palabra. Obra poética (1935-1957). México, F.C.E.

» Seferis, Y. (1986). Poesía completa. Traducción, introducción y notas de Pedro Bádenas de la Peña. Madrid, Alianza.

» Vallejo, C. (2003). Trilce. Edición de Julio Ortega. Madrid, Cátedra.

 

ensayo de Vicente Cervera Salinas

Universidad de Murcia

 

Publicado, originalmente, en revista Zama 4 (2012) ISSN 1851-6866

Revista editada por Instituto de Literatura Hispanoamericana - Facultad de Filosofía y Letras de la UBA
revistazama@gmail.com

Link del texto:  http://revistascientificas.filo.uba.ar/index.php/zama/article/view/628

 

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