Juanita Fernández, un raro ejemplo
Crónica de César Di Candia

¿En qué pensaba Juanita aquél invierno, sentada junto al brasero en su casa alquilada de la calle Asilo mientras confeccionaba flores de papel para vender en los bazares? Probablemente en el resfrío de su hijo, en las dificultades económicas, en la lejanía de su madre, en la idea romántica del matrimonio elaborada en Melo, que había fugado aterrada luego de las primeras dificultades. Muchas veces, cuando sentía descender sobre ella una vaga tristeza, tomaba una hoja de carpeta de uso escolar y la llenaba de melancolías:

Un vivo cerco de grillos
arrulla el sueño al silencio 
yo tengo el pelo estrellado 
de jazmincitos abiertos

sentada en el escalón
que han hecho blando las hierbas 
evoco el recuerdo dulce


que guarda esta casa viejaJuanita nunca pudo ser totalmente libre. Primero fue prisionera de las rigideces de su tiempo, después de su hogar, más tarde, de su fama. Tenía dos años cuando la primera revolución de Aparicio Saravia, su padrino y nueve cuando la segunda. Toda su niñez y su adolescencia las vivió en una ciudad crispada de odios, dividida por familias irreconciliables. Ella misma lo describió en un fragmento de su libro autobiográfico Chico Carlo.

"Reinaba la guerra, sorda ardiente, dentro mismo de la capital de mi pueblo. La conocí aquel día yo, que no había podido comprenderla aún. Mientras mi madre rezaba absorta yo harta de los colores que estaba cansada de usar, aquel celeste y blanco dominante en mis vestidos y en mi casa, fui a arrodillarme ante el altar de enfrente.

Me gustó aquél Jesús de manto cesáreo, aquella encendida sinfonía de rojos, aquella faz triste y severa levemente inclinada hacia su propio corazón flameante.

Dos señoras de velo negro y corbatas de raso del mismo color carmesí oraban con igual devoción que mi madre. Todos pedían lo mismo: la victoria de los suyos, la destrucción de los enemigos. Yo contemplaba aquello con una curiosidad apasionada, cuando de pronto sentí que mamá me alzó en vilo diciendo irritadamente mientras me sacudía por los brazos.

-¿Qué has venido a hacer aquí Susana? ¿No sabes que nuestro altares el de enfrente?

Casi sin moverse, una de las señoras volcó hacia nosotros la cabeza. Una cara llena de arrugas, amarilla y fría aparecía entre los pliegues de su velo. No olvidaré jamás sus ojos de acero, su boca pálida de labios demasiado finos, su nariz ganchuda.

-Andá nomás blanquilla retobada que ya te arreglaremos las cuentas cuando vengan los nuestros.

Mi madre que había dado algunos pasos apresurados, hacia la puerta casi arrastrándome consigo se detuvo un instante, el preciso para murmurar su respuesta.

-No lo querrá la Inmaculada, salvajona. Ella no abandona a los suyos. (...)

Esa noche me condenó a "dormir sin camisa" castigo supremo que se daba antes en los pueblos a los chicos desobedientes".

Quince años después, esa niña recreada por ella misma en la ficción, despertó la atención de los críticos al publicar en Buenos Aires su primer libro de poemas Las lenguas de diamante. No le iba a ser fácil transitar por el trillo dejado por Delmira Agustini, muerta en 1915. Para hacerlo, Juanita cambió las imágenes eróticas por las que reflejaban una vida inocente y salvaje, las complicaciones psicológicas por el amor sensual hacia las cosas de la tierra. Su poesía estaba llena de cerros, de árboles, de frutas, de fuentes, de hierbas. A veces no fue entendida. Cuando le envió un ejemplar de su libro a su colega María Eugenia Vaz Ferreira, ésta se lo devolvió con una esquela que decía "Yo no leo indecencias" Lo que sobrevino después, es decir el resto de su vida, penduló entre problemas familiares y glorificaciones que le llovieron de todos lados reconociendo su talento. Federico García Lorca vivió en su casa en la calle Comercio y jugó a la pelota con su hijo en la azotea. Pablo Neruda la visitó y ella siempre habría de recordar que le robó un caracol que tenía de adorno en una ventana. Fidel Castro le llevó personalmente un regalo cuando vivía sobre la rambla en una casa de dos plantas que ya no existe. Llegó a conocer al Che Guevara a quien se lo presentó don Eduardo Víctor Haedo en Punta del Este, en un alto de la Conferencia de Ministros de Hacienda de 1961. Los amargos que compartieron en aquella oportunidad Haedo y el Che, impulsaron a Benito Nardone a propiciar una asamblea popular que denominó "Cabildo Abierto de desagravio al mate". Cosas de una década alocada, que empezaba ya a perder sus razonables puntos de referencia.

Mimada por todos, Juanita nunca estuvo más grande que cuando la visitó la poeta Gabriela Mistral, Premio Nobel. Para homenajearla, le regaló un collar de cuentas de marfil, reliquia familiar. Pero la chilena cuya mala educación no había recibido todavía ningún premio, se lo arrancó de un tirón mientras decía: "¿Para qué quiero semejante mamarracho?" Mientras la azorada secretaria de la poeta laureada juntaba las cuentas del suelo, buscando arreglar el malhumor de su ama, Juanita le dijo muy calmosamente: "Ponga todo en aquella mesa. Ahora vuelve a ser mío. Yo ya cumplí". Ignoro cómo finalizó el chisperío entre las dos poetas. Pero Juana de lbarbourou, en cuyo regazo pudo muy bien haberse posado ese vagabundo Premio Nobel que vuela por aquí y por allá, dio una inolvidable lección de dignidad.

 

crónica de César Di Candia

El País de los Domingos
7 de enero de 2001

 

Ver, además:

 

              Juana de Ibarbourou en Letras Uruguay

 

                                                     César Di Candia en Letras Uruguay

 

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