Colabore para que Letras - Uruguay continúe siendo independiente |
Wilson Ferreira: El exilio y la lucha, ediciones de la Banda Oriental, 170 págs. María Esther Gilio, Wilson Ferreira Aldunate, ediciones Trilce, 119 Págs.. Luis Costa Bonito: Wilson Ferreira Aldunate y la lógica nacionalista, ediciones Celadu, 64 Págs.. |
Mitología de la política |
Las
líneas que
siguen
intentan una
aproximación, a la luz de
tres
recientes libros (*) a los
supuestos
teóricos
y
a la
concepción de la Historia y la Política de Wilson Ferreira
Aldunate. Lo
más
sorprendente
de
Ferreira es la idea
que
tiene
de nuestro
país. El
Uruguay, dice,
"... es
y solamente es una comunidad
espiritual" ("El
exilio y
la lucha", 48, 49, 59, 106;
Gilio, 78). Ninguno de ambos
términos, "comunidad"
y "espiritual"
es
definido; en relación a la
espiritualidad , sin embargo, algunas
otras afirmaciones
contribuyen
a
precisar el concepto. Al
referirse a los demás países de Latinoamérica, Ferreira
les encuentra aplicables,
para
definirlos,
las ideas
de Taine: el momento, la raza,
el medio. "...Hay otros
países que
pueden ser
definidos
por
otros, factores,
o de
raza, o
de
geografía, o
de lengua
o
de
riqueza,
nosotros
no.
Los Andes
hacen
a Chile,
los indiecitos" (sic) "hacen
a Bolivia, el idioma
portugués
hace al Brasil... pero el Uruguay... puede ser
definido
exclusivamente como una comunidad espiritual" (49).
Bien, somos
únicos. Sólo nosotros
somos,
aristócratas de alma, los espirituales. Al
resto
de América
Latina le
destina
el materialismo,
un tanto brutal,
de Taine;
nosotros
somos
algo
así
como la
encarnación de la
Idea
hegeliana.
No es difícil concluir que
como
el Uruguay
no hay, que somos el centro, o por lo menos
uno
de los
centros, del mundo; necesariamente rousseaunianos, onfálicos,
ptolemaicos. ¿Halaga esto tu narcisismo, lector? ¡Lo hemos
oído tantas veces! ¡Nos han hecho marchar
tantas
veces con esa música! Esta
comunidad espiritual está determinada por la voluntad, por el
deseo
de
constituir
esa misma
comunidad, voluntad que se
expresó y
se
fijó
en la constitución de
1830: "Consiste en el culto
de
algunas
cosas: igualdad
ante la ley, carácter
representativo
de los
órganos de
gobierno, elección
periódica
de gobernantes, supeditación de toda autoridad
o centro
de poder
al gobierno
civil, rígida
observancia de un sistema de
garantías
de la libertad..." (107). Esto
es confundir la "comunidad" su calidad espiritual, con lo
meramente
jurídico, con una
formulación
legal: el Uruguay
sería
algo
así
como la
hipostasia de la Declaración de los
Derechos del Hombre y
del Ciudadano. Es
claro aquí
que la
concepción ferreirista
de la
Historia no
sólo excluye
toda idea
de ley
histórica, sino
que
tiende a
verla
como un
caos informe ("Uno
vive su vida y los recuerdos van
amontonándose..." Gilio,
10). ¿Qué comprensibilidad,
y por
lo
tanto qué manejabilidad
tiene el mundo, que es uno, si en un
país
todo
se
produce
a
partir de una
cordillera
y en otro
todo ocurre
a golpes
de
voluntad? ¿Qué sentido histórico
puede
existir cuando
se
funda una comunidad
en un
producto
de una organización histórica y económica, como es una
constitución, en el caso la
de 1830? ¿Es necesario, además, el
carácter
esencialmente
burgués de este
voluntarismo? No
es de extrañar que el pensamiento
de
Ferreira,
a partir de estos supuestos, reduzca finalmente todos los
problemas al problema de la libertad política, con la
consiguiente negación de
cualquier
incidencia de la
economía. Afirma
que las
dificultades
materiales del exilio
son terribles,
pero que "..peores todavía... son las
espirituales, las
necesidades de
adaptarse
a una sociedad
extraña,
a otros
temperamentos, a
otro
idioma, al olvidar su pequeño
paisaje..." (133). En esta
identificación del Uruguay con sus
principios
jurídicos revela una
alimentación por la
ideología que,
naturalmente, le
resulta
maravilloso encontrar en la
realidad. La
anécdota
que cuenta en las páginas 49 y 50, la del
"...paisanito...que era la imagen misma de la pobreza, vestido
con un ponchito
a través
de
cuyos
agujeros pasaba el viento..." le dice a un extranjero, explicándole
la
superioridad del Uruguay sobre la Argentina:
"¿Cómo, no
sabe que aquí naides es más que naides?". Comenta Ferreira:
"...nunca
he oído definición más
hermosa de lo que el
Uruguay ha sido y
más todavía de lo que el Uruguay
ha querido ser a lo largo de toda su historia. Eso es el
Uruguay...si llegáramos
algún día a perder
eso, del Uruguay
poco nos
quedaría" (50). Es
clara aquí la
función de la ideología, su misión
más
inmediata de
enmascarar la realidad, los verdaderos
conflictos y
problemas sociales. El paisanito mal vestido,
probablemente mal comido y peor alojado, está felizmente
repleto de ideología,
a falta de mejor alimentación.
El resto del cuadro, que
la anécdota no incluye, es conocido: los sólidos comerciantes de
Montevideo y los hacendados (del Interior, de Montevideo y del Moulin
Rouge al mismo tiempo), a quienes seguramente Ferreira no aludirá con el
paternal diminutivo que emplea para los
"paisanitos"
y los "indiecitos",
comerciantes
y
hacendados que
derrochaban
sus ganancias regalando
costosísimas
joyas
a las
cantantes
europeas
de ópera
luego
de la
función de
gala del teatro Solís. Para este despilfarro
trabajaba el "paisanito", y recibía, no lo necesario
para
dejar de ser, por lo menos, "la imagen... de la
pobreza", sino palabras: palabras
que son, para Ferreira ¡la identidad del Uruguay! Palabras,
palabras para
vivir, para mantenerse firme
hasta que la muerte
lo
sorprenda.
Y
no sólo debemos alimentarnos con ideología: ¡debemos
resignarnos a
ser
ideología! El
método de conocimiento es irracional:
la intuición.
No
sólo la patria y el Partido Nacional son definidos como
emociones (9), sino que la forma de percibir la realidad es
emotiva, lógica consecuencia, por lo demás, de la postulación de
una realidad cerradamente emocional. Intuicionismo que se
alía,
además, con el más crudo subjetivismo, con el rechazo directo de
la
objetividad. Gilio: "¿Qué
sería horrible? ¿Ser
totalmente objetivo?" Ferreira: "Sí,
porque yo soy
blanco" (11). Todas las
expresiones tienden a la intensificación, al énfasis: "Los
muchachos eran todavía mejores de lo que
creíamos nosotros, los más
optimistas, y
eso porque eran uruguayos, porque
tenían
algo
que venía de
abajo, del fondo
de la
historia..." (86). Como
consecuencia de
tanto repudio de la
objetividad, de tanto emocionalismo, se
producen los
errores
de
juicio, y hasta de percepción. Citaremos sólo algunos: el
recomendado optimismo, la creencia,
irracional y
acrítica, de
que estamos en el mejor de los mundos
posibles y
que
todo
tiende a
mejorar, actitud
declarada por Ferreira
como su autodefinición en una de
sus primeras intervenciones en la Cámara de
Diputados (octubre
5 de
1954); optimismo que lo llevó a decir que el régimen militar ¡caería
en
1980! (45)
y a
predecir que los disidentes del nacionalismo volverían
"...entonando
cánticos
partidarios...
será la propia
tradición…la que los llamará nuevamente a
su seno" (168). Es
muy claro su error de interpretación de la dictadura militar, donde
Ferreira
dice cosas
asombrosas. Los militares son los bárbaros (114): "... a la
dictadura
de mi
patria no la
puso mi
pueblo; es
de afuera..." (128). Su
obra
es
de pura agresión a la libertad y no tienen ideología (!! 70).Es
curioso que en
1830 no haya habido sino una voluntad nacional -no
existió, por tanto, la misión Ponsomby- y que en 1973 "Ponsomby"
fue omnipotente. Parecería que no hubiera
existido Santos,
y
aún
el militarismo
en el
siglo XIX;
que los militares, como
decía
Block de los rusos, eran escitas, que el
ejército, sin duda
preexistente a las "decisiones"
que
vienen "de
afuera", era puro y
limpio y sobre todo que
nosotros,
los uruguayos todos,
también lo
éramos. Para
Ferreira la dictadura militar no fue un
producto histórico, generado por la sociedad autoritaria
preexistente,
por esa misma
y mítica
"comunidad
espiritual" y
su
constitución
de
1830. Todo
ese "ideal" toda la esencia nacional -sea
lo que fuere lo que con esto se quiera
decir-
es algo
transcurrido,
terminado en el pasado, fijo;
no algo
en proceso, vivo.
El hombre,
como
consecuencia, no
es un ser
histórico,
que vive, se
transforma
y muere. Nuestros mejores esfuerzos y toda la educación
imaginable sólo pueden tender a la restauración de
aquel
pasado perfecto. Como
se ve, nada
hay
en este
pensamiento que no tienda
a la
perpetuación del statu quo. Aún el proyecto de
reforma
agraria, del que se hace cuestión como un elemento
transformador del nuevo nacionalismo y al que Costa
Bonino adjudica un carácter casi
revolucionario (37) tiende a
eso mismo y revela involuntariamente la raíz del
pensamiento
de
Ferreira. El
proyecto es
una confesión,
porque implica
admitir que la "comunidad
espiritual" de 1830 requiere, por lo menos, algunos retoques;
la
idea
de que
la
situación actual del
campo
y de sus
felices "paisanitos" es una consecuencia de 1830
comienza
a abrirse camino. Pero, ya en
el fondo del asunto, dice
Ferreira: "...Este
país no puede
aspirar a una sociedad
armónica mientras no se
dote a multitud
de
pequeños
propietarios de
tierra
de dimensión
óptima... que
constituyen una clase" (162). Esto
no es sino la repetición de la experiencia de la revolución francesa y más
específicamente de
Napoleón. Es la
parcelación del campo, que en Francia
"...completó en el campo el régimen de
libre
concurrencia" creando una
clase
".. la más
numerosa de la sociedad francesa, o sea los campesinos
parcelarios" que aislados, carentes de lazos comunitarios,
llevaron
a la subordinación
global
de la
sociedad
al
Poder
Ejecutivo
y
a la expoliación del campesino por el impuesto y
la
burocracia (Marx, "El
18
Brumario
de
Luis Bonaparte",
pags. 126/128). No deja de ser una
notable paradoja histórica
(quizás
no
tan
paradójica, como veremos) que el crítico
de
Luis Batlle
Berres, a
quien comparó con Napoleón (Gilio, 15/16) concluya
por encontrar un
plan que,
de
realizarse, nos
llevará al
fracaso de los
planes del
mismo Napoleón. Es
clara
a esta altura la
relación entre la
idea de patria,
una
consigna
permanente de Ferreira, con la que concluía
todos sus discursos,
con la muy
poco
mística
propiedad
parcelaria: la
patria es la
parcela, el
paisito. "Lo nuestro"
es simplemente la propiedad
privada
amplificada;
el "patriotismo" es
la
forma
ideal del sentimiento
de
propiedad (Marx,
id. pag. 133). No
dejan de
sorprender también las diferencias entre
Ferreira y Herrera, su antecesor en el liderazgo
del
Partido Nacional,
en
sus
respectivas
concepciones
de la
historia. En Herrera la historia
no es
algo inmóvil,
ni,
mucho menos, algo
determinado
desde dentro,
por impulsos
independentistas
o
autonomistas, sino por la misión Ponsomby. Para Herrera la
historia es algo dialéctico, que puede ser objeto de una
falsificación
y que
tanto el
historiador
como el
político
deben examinar crítica
y sobre
todo
científicamente;
no
está lejos de
creer, con Oscar
Wilde, que nuestro
único
deber para con
la historia es reescribirla. Y si reparamos en que Ferreira
viene
"de la otra vertiente" del nacionalismo, es el momento de
preguntarse si el Partido Nacional, privado del revisionismo
herrerista, no
se aproxima peligrosamente a su
contrario, el batllismo. Por vías irracionales, por una mitografía
que manipula
la
afectividad,
que enmascara
una realidad, por
otra
parte mal
conocida, la
ideología
del nacionalismo
lleva al mantenimiento del orden actual. Se asombra mal Costa
Bonino porque un
diario
francés habla de Ferreira como del "candidato
conservador" (36):
es
exactamente eso. Reconocemos
en las ideas
de Ferreira, a lo lejos, las
ideas
de Croce, cuya influencia
él mismo
ha
admitido.
Croce,
que a
consecuencia de un hegelianismo mutilado sostiene que "la
historia
del mundo
es el progreso
de la
idea de
libertad" ("Lo vivo y lo muerto en la
filosofía
de Hegel" pag. 181), que
rechaza
"toda construcción dialéctica de lo
empírico", que,
como Ferreira al
uruguayo, define
al italiano
por el mito, como, véase
el paralelo,
"...Una
pasión
por la libertad
unida
a un profundo sentido de responsabilidad cívica"; Croce, cuya
concepción estática de la historia lo hace considerar un contrasentido
la idea misma de una ley histórica, cuando dice que "...el
concepto de
causa es y debe
seguir
siendo
extraño a la historia, porque nacido
en el terreno
de las ciencias
naturales cumple su
oficio
en el
ámbito de ellas" ("La
historia
como
hazaña de la libertad", pag. 28). La
visión sacerdotal, mediadora, casi diría mediúmnica del "político"
y aún del
intelectual aparece
al desnudo en
estas
frases del documento nacionalista "El camino
propio": "La gente de la cultura, que procura con su
empecinada búsqueda
desentrañar a golpes de intuición nuestra existencia, e iluminar
así por vía
diferente de la racional la cabal dimensión
de nuestra
condición de hombres..."
Es el intelectual o el político, concebidos como un
gran muftí, como un
oficiante
de Eleusis. Contra
lo que se
pretende, esto no
es entrar en la historia,
ni
tener sentido
histórico (Gilio,
12). Es,
por el
contrario, una tentativa de destrucción, por la mitografía, de la
misma
historia.
Y
es muy curioso que esta
concepción se proyecte
aún en el
reportaje de
Gilio, a la
persona misma de
Ferreira, que
aparece
desprovisto
de sus
antecedentes intelectuales y
sobre todo de información sobre su situación
económica y aún sobre lapsos
de
su vida
en la que
parece no haberle
sucedido nada. El
reportaje de Gilio acierta en algunas preguntas
comprometedoras,
pero
padece varios
contratiempos. Entra al
reportaje
con arrestos de domador en la
jaula
de los
leones: "Va a
tener que
repasar su vida, recordar cosas alegres
y
tristes... llegar hasta la infancia. Revivir muertes
y
separaciones. Miedos... (Gilio está) para
obligarlo a no pasar
corriendo sobre lo que
usted
cree que no importa" (10). Ferreira
se intimida,
se niega a jugar al
psicoanálisis, se
cierra. Ha perdido toda
confianza en la entrevistadora y
se limita a desgranar lugares comunes de su vida y
la política, muchos de los cuales (Gilio
no parece tenerlo
en cuenta)
estaban en
"El
exilio
y la lucha"
y
en el programa político, lo que
Ferreira señala (83). Pero
al reportaje de
Gilio
le falta tanto como le
sobra. Le falta, sobre
todo, el hombre. El Wilson Ferreira
crítico
de
cine, el
hacendado
rural
el
"maniático de la
ópera" (95),
el
de sus
comienzos políticos, muy superficialmente aludidos. Ambos
cometen
errores de información: Wilson Ferreira no
fue electo dos veces diputado por Colonia, (16) ni fue electo en
1954 diputado por Montevideo
(117). En
cuanto a Costa
Bonino, su
libro parece
destinado a
proveer
un
apoyo
filosófico a las ideas
de Ferreira,
pero no
va mucho
más
allá del ditirambo. Acierta casi a
pesar
suyo cuando dice que la "transformación de la estructura
económica" tiene por fin "...el reaseguro del sistema
político
y
democrático" (24); en lo demás, reincide, en pleno
irracionalismo y
anticientificismo, en el culto
de los héroes (21), en una
extraña
lógica
"...afectiva, emocional, instintiva" (59). El Partido
Nacional
"... se
desarrolló en un cauce profundo. Remoto en sus
orígenes, fue una especie
de manantial
de
historia que
afloraba con más
fuerza en
época
de
crisis" (59). Aquí
ya no se trata de
sustituir a Marx por Croce,
sino
por
Garcilaso;
pero para
que se vea
que escribe
en 1986,
habla
también
en semiotés: cada partido político uruguayo "..tiene códigos
interpretativos
específicos" (6). Resulta
prácticamente imposible alcanzar, al parecer,
algún género de
categorización:
se comprende que es imposible
discutir con Ferreira (o con Costa
Bonino) ya que el sistema que
propugnan es autotélico, cerrado sobre sí mismo, autoabastecido.
La
postulación de entidades místicas asegura la ortodoxia contra
cualquier impugnación exterior.
El sistema político
de
Ferreira, cuando no
es
la
reiteración del statu
quo,
es una nueva
forma
de religión, con sus actos de fe (palabra muy
reiterada en
su
léxico), su insistencia en la moral anticristiana del honor (otra
palabra muy
repetida), en suma,
con sus rituales, es una nueva
religión y, como todas las religiones, un instrumento de
manipulación
política. (*) Wilson Ferreira: El exilio y la lucha, ediciones de la Banda Oriental, 170 pags. María Esther Gilio, Wilson Ferreira Aldunate, ediciones Trilce, 119 pags. Luis Costa Bonino: Wilson Ferreira Aldunate y la lógica nacionalista, ediciones Celadu, 64 pags. |
Jorge
Arias
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