Desde la mañana o aún desde la tarde
anterior los curiosos se arremolinaban alrededor del teatro Solís, que
como una crisálida en su día de luz dejaba caer sus envolturas de zinc
mientras una mano invisible volteaba los vallados amarillos. Se
desembarazaba de gruesos cables de varios colores, comenzaba a estirar
columnas bajo toda clase de luces y a respirar el aire de la tarde de un
invierno benigno, que no quiso arruinar la fiesta inminente con
chubascos o ventolinas. Hacia las ocho de la noche, bajo las luces
deslumbradoras que recibían su renacimiento, colocada ya la alfombra
roja y bajo los intensísimos focos de los equipos de televisión se podía
entrar, invitación en mano, para llegar a un foyer irreconocible,
rodeado de puertas de madera recién lustrada, plásticos relucientes y
mármoles recién cortados, que nos hicieron pensar en ciertos
estacionamientos europeos ultramodernos, donde todo está a la vista pero
es inalcanzable y donde la actividad está restringida a tarjetas
magnéticas y circuitos eléctricos.
Cuando entramos, el espectáculo, como siempre sucede, había comenzado
ya, con las poltronas rojas del coro lucientes bajo un techo rosa, las
lámparas brillando a giorno, el telón de boca allá en lo alto, envuelto
sobre sí mismo como lamentando no poder participar en forma alguna; las
sillas y los atriles de la orquesta diseminados en el escenario con ese
desorden que parece querer disimular que se está armando una orquesta
que se moverá por momentos con la precisión de una legión romana. Van
llegando los músicos de a uno, con un aire ausente, portando sus
instrumentos como al descuido, pese a que con ellos han vivido un
romance apasionado durante toda una vida; como si metales, cuerdas y
maderas no formaran parte de sus más intensos compromisos, semejantes a
esos matrimonios que se pasean algo separados por un parque, quedándose
él unos pasos atrás para observar una flor exótica o adelantándose ella
para atender las gracias de uno mono, pero que uno adivina unidos por un
vínculo indestructible. Los músicos se sientan con laxitud, porque
previenen las tensiones extremas que pronto han de soportar, acomodan
los miembros; uno toma el arco con una mano aún lánguida, el otro ensaya
una nota en la trompeta; el cuadro de la orquesta se va llenando con el
mismo azar con que vamos completando unas palabras cruzadas. Se oye un
rumor que no es música pero sí sonido de instrumentos musicales y la
anuncia, como en el caos de los orígenes del universo la hipotética sopa
primordial que según nos dicen, sin el “fiat” de la divinidad
evolucionaría hasta darnos un Mozart. El violoncelista canoso toca dos o
tres notas, que no son ni una prueba ni parte de una melodía, mientras
el virtuoso del fagot acomoda su extraño aparato como un mueble de un
país tropical cuya utilidad no es conocida pero que le es
misteriosamente familiar.
Estamos en la segunda galería de tertulias, sobre un asiento que nos
recuerda la percha de un papagayo, porque tenemos que apoyar los pies en
un barrote de hierro para poder sentarnos. No se ve todo el escenario, y
menos aún toda la platea, y sí se ve buena parte del público de los
palcos bajos y de los palcos de tertulia. El teatro es espectáculo por
todas partes y no sólo desde el escenario; y los espectadores, que nada
saben, no son menos oficiantes que los sabios músicos. Unos y otros,
flotan a diversas alturas y se ven en una perspectiva nueva que suscita
el interés, la curiosidad y el pensamiento. Podríamos decir que en la
vida nos sucede lo mismo, que aun de los seres queridos, y que nos son
más cercanos, conocemos sólo una de sus muchas facetas, la que se ha
pulido y espejado para nosotros; y no es mala representación de este
vivir a tientas, entre lados brillantes y lados oscuros de la Luna, esa
metáfora de las sombras en la caverna de Platón, quien también nos
cuenta que Tales de Mileto cayó en un pozo por sólo mirar las estrellas
del cielo. ¡Es tan poco lo que vemos y a través de tantos lentes!
Pero comienza el concierto, con la orquesta a nivel del piso del
escenario, y sabemos que está suspendida sobre un enorme foso que
convierte al Solís en un teatro comparable a los del primer mundo. El
programa ha sido confeccionado en base a las piezas más populares del
repertorio lírico, como "La donna é mobile", de "Rigoletto", "Casta
Diva" de "Norma", "Mi nombre es Mimi" de "La Bohême" el "Brindis" de La
Traviata. Hay en el programa una predilección por los agudos y los
fortíssimos, con entradas para timbales, tambor y platillos, con que
culminaron varias piezas que suscitaron aplausos aún más estruendosos;
pero lo mejor para nosotros fue, con su sencillez y casi su vulgaridad,
la "Habanera" de "Carmen", cantada por Raquel Pierotti, con su letra de
Meilhac y Halévy, casi proustiana, que anuncia, por debajo de la dulzura
de la melodía, el amargor del amor tirano y fatal.
Bombos y platillos. En un spot televisivo el Maestro García Vigil dijo
que el Solís tenía, antes de su restauración, un foso "provinciano". Es
verdad que ahora tenemos para la orquesta que tocará en las galas de
Opera, para muy pocos uruguayos, un foso del primer mundo. Pero el medio
físico es también el mensaje y el masaje; si vivimos en una casa de oro
adoraremos al oro; si tenemos un foso para una gran ópera tendremos
grandes óperas. En poblados miserables de la India se encuentran
palacios de los maharajás locales que viven con un lujo con el que no
soñaron los Rockefeller, Hughes o J.P. Morgan, que en la comparación
parecen austeros puritanos de Nueva Inglaterra. En medio de tanta
alegría técnica por la realización, en medio de un público que en su
mayoría se ve muy rara vez en un teatro, es inevitable asociar al nuevo
teatro Solís con sus primos hermanos la Torre de las Comunicaciones, el
Palacio de la Luz, la sucursal 19 del Banco de la República, el
aeropuerto de Laguna del Sauce. No hablaremos del lujo de la miseria;
pero no podemos sino recordar las palabras de nuestro amigo José
Trinchín: "Si el Uruguay tuviera lógica, 18 de julio sería una calle de
tierra".
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