Esta fue
la cuarta vez que vimos “Viaje de un largo día hacia la noche”. Jorge
Denevi, en 1998 (Júver Salcedo y Lilian Olhagaray), hizo, para nosotros,
la mejor; las de Miguel Cavia, en Buenos Aires, con Norma Aleandro y
Alfredo Alcón (1999) y la de Villanueva Cosse (Buenos Aires, 2010) con
Daniel Fanego y Claudia Lapacó fueron inaceptables: tanto por la idea
que dieron de la obra, como por la puesta en escena, muy sumisa al
divismo la primera y directamente errónea la segunda, como por la
interpretación. María Varela se sitúa aquí muy por encima de las dos
versiones argentinas. Estamos ante la obra de O’Neill.
La pieza ha sido abreviada, pero en su síntesis Varela ha demostrado
comprender con precisión el texto, su sentido, su atmósfera y sus
implicaciones. Todo lo necesario. Si leemos comentarios críticos locales
de 1984 apreciamos y hasta admiramos la sobriedad de la directora, que
se ha ocupado sencilla pero eficazmente de averiguar qué tiene entre
manos. Frases como “….O’Neill iba a escribir su obra de más pleno
aliento trágico… al margen de toda especulación estética” (?) “y de toda
explícita ambición de creador” (?) y que “registró el doloroso recuerdo
de su juventud, sin reestructurarlo en un esquema trágico grandioso”
(sic)… O’Neill se desgarra el pecho como el pelícano”, etc. Mala
literatura.
O’Neill nos dice, entre otras cosas, que a pequeñas causas siguen
grandes efectos; que la trama de nuestras vidas es misteriosa y sutil,
tal vez gobernada, como en Eurípides, por el capricho de los dioses.
Este “Viaje de un largo día hacia la noche” comienza con episodios
nimios; un error de juventud en el padre, el actor James Tyronne (Juan
Graña), muy excusable; la triste experiencia de un hijo muerto y una
madre que guarda por demás el sufrimiento (Cecilia Baranda); un hijo sin
rumbo claro (Moré); otro hijo relegado o rechazado por culpas que no
tuvo (Guillermo Robales); la vida azarosa de los actores. Poco a poco,
la historia completa, que se nos muestra en un solo día, va pasando de
cuidar el jardín a un aquelarre donde todos los personajes parecen
haberse entregado, bajos los brazos, luego de una guerra sin tregua y
sin paz a la vista. En esta derrota actúan, como causa y como efecto, el
alcohol y la droga.
En estos días donde se habla tan superficialmente sobre la legalización
del “cannabis”, “Viaje de un largo día hacia la noche” muestra una
verdad amarga. La droga, en este caso tanto la morfina como el alcohol,
no da la felicidad; ni siquiera la ilusión, que busca, de ser Dios por
un minuto. La frase luciferina “Y seréis como dioses” se escucha, como
en un segundo plano. Hay un sentido moral en la pieza de O’Neill, pero
no hay una moraleja; y el autor concede unos granos de comprensión a los
que se drogan. En la mejor escena de la obra, padre e hijo, ambos
alcohólicos, tratan los extremos del dilema. Es razonable aspirar a la
felicidad; pero es humana, demasiado humana, la tentación megalomaníaca
del hombre, comer de la fruta del árbol de la ciencia del bien y del
mal. Edmund reivindica la necesidad del éxtasis y le recita al padre el
poema de Baudelaire: “Siempre hay que estar ebrio… para no sentir el
horrible fardo del Tiempo que quiebra vuestros hombros y os precipita a
tierra, hay que embriagarse sin tregua… Pero ¿de qué? De vino, de poesía
o de virtud, como queráis, pero embriagaos…”. Pero el mismo Baudelaire,
manteniendo esa aspiración a un estado superior al que se accede por la
contemplación y hasta por la virtud, había examinado y condenado a la
droga en “Los paraísos artificiales”: “…llamamos tramposo al que juega
sabiendo que ha de ganar, ¿cómo llamaremos a quien que quiere comprar,
con unas monedas, la felicidad y el genio?. Es la infalibilidad misma
del medio lo que constituye su inmoralidad, como la supuesta
infalibilidad de la magia le impone su estigma infernal”. La
consecuencia es la pérdida de toda noción de la realidad, el
aniquilamiento de las relaciones familiares por ese vértigo cuyo centro,
para siempre, es el yo – Narciso, el héroe de la “cultura del
narcisismo”. Los adictos terminan como en la pieza termina la madre,
Mary, en la última escena. Su universo gira alrededor de la droga. La
receta, la farmacia, la morfina y la aguja. No llega a oír a su hijo,
que le dice de cerca, una y otra vez, que está enfermo de muerte.
La obra nos entretiene, interesa y compromete mediante un par de escenas
aparentemente hogareñas; con un ritmo firme, sin pausas, va revelando el
total de los dramas y destinos singulares y se llega, sin estridencias,
confiando en la potencia del texto, al dramático final, donde parecen
aquietarse, en las luces que bajan, los últimos pasos de una danza
macabra.
El elenco se desempeña a la perfección, sobre un mismo tono,
perfectamente elegido y seguido. No hay fragmentos de bravura, ni de
lucimiento singular, porque no debe haberlos. Juan Graña señala una
carrera de actor, quizás postergada pero ascendente, con méritos ya
visibles en “El hábito del arte” y en “Una visita inesperada”; Moré y
Cecilia Baranda dan con precisión sus personajes; el joven Guillermo
Robales es intenso y convincente; Alicia Restrepo, en su papel de
doméstica que todo lo sabe y ha sabido adaptarse a sus inestables
patrones, hace su papel con la mayor corrección.
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