Ricardo III de Shakespeare, en el teatro Circular, Sala 1. |
Un artista de la perfidia
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Audacis fortuna juvat (la fortuna
sonríe a los audaces). El teatro Circular tiene una tradición de
audacia: durante la dictadura presentó un “El herrero y la muerte”
contestatario; con el título de “Los fusiles de la patria vieja”,
contrabandeó “Los fusiles de la Madre Carrar” de Bertolt Brecht; ofreció
“Operación Masacre” de Rodolfo Walsh en un cuadro de impiadosos
asesinatos de rebeldes. “Ricardo III” de Shakespeare es también una
aventura, audaz como su protagonista. La historia, modificada por Shakespeare en pro de sus mejores efectos escénicos, se ubica en el final de la guerra de las Dos Rosas: la blanca, emblema de los York y la rosa, distintiva de los Lancaster. Un simple repaso a sus múltiples episodios se intenta, muy razonablemente, en la gacetilla de prensa: misión imposible. Confesamos que cuantas veces se presenta “Ricardo III” repasamos el texto; los complicados vaivenes de un caos político y militar se borran tenazmente de nuestra memoria. Retenemos, no sin cierta satisfacción democrática, el hipócrita respeto por el Parlamento, cuya aprobación buscan todos, incluso Ricardo III, como verdadero poder. |
Una plausible
introducción vincula a Ricardo III con el despotismo afirmado en el
crimen, tal como Blanco invocaba al nazismo; esta vinculación es forzosa
y compartible, pero vemos en el protagonista algo más y es un placer
casi artístico, como de dramaturgo, en la creación de su persona y
planes. Posiblemente todos o casi todos los nobles que rodean a Ricardo
incurrieron o incurrirían en el crimen, como el hermano de Ricardo,
Eduardo IV, que manda matar a su hermano Clarence; pero este Ricardo III
es más derechamente malvado. Es un héroe atípico, un frío criminal como
Edmund en “Rey Lear”, como Yago en “Otelo”, que en la primera escena se
muestra como es, se confía, hace cómplice y desarma a la platea. Moré,
en una notable actuación, ofrece un Ricardo no menos siniestro pero algo
más desorbitado, hasta obsesivo. |
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En el balance entre méritos y reparos esta
versión sale airosa. La potencia expresiva de Shakespaere aparece nítida
en dos escenas; Ana seducida por Ricardo, que acaba de matar a su
marido, obra maestra que recuerda las crueles hazañas de Valmont en “Las
relaciones peligrosas” de Laclos y, la segunda, el tenso diálogo entre
los sicarios y Clarence, con las dramáticas vacilaciones de los
asesinos. |
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Jorge Arias
ariasjalf@yahoo.com
Editado por el editor de Letras Uruguay
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