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Perdidos en Yonkers, de Neil Simon, dirección general de Roberto Jones 
 
 

En las orillas del mundo
por Jorge Arias
ariasjalf@yahoo.com

 

Esta pieza, misteriosamente, ha ganado estatura de clásico en el teatro contemporáneo de los Estados Unidos. Decimos “misteriosamente” porque parece hecha para tener sólo un éxito local. El argumento gira alrededor de una familia judía de Yonkers, ciudad satélite de Nueva York, que prácticamente linda con el barrio de Bronx. Estamos en plena segunda guerra mundial: la intimidante y ácida abuela (“Granma”) Kurnitz (Ana Rosa), que ha logrado huir de la Alemania nazi, regentea una tienda de dulces y caramelos; vive con su hija Bella (Noelia Campo) delicada, sentimental y frágil, que encuentra en el cine un refugio a la opresión de la casa materna. El hijo de Granma, Edy (Alejandro Martínez), debe pagar una deuda de nueve mil dólares que contrajo para hacer más llevaderos los últimos días de su esposa; encuentra un empleo como viajante y debe recorrer los Estados Unidos; por eso debe dejar sus hijos, Jay (o Jakob), de unos quince años (Franco Balestrino) y Arty (Gabriel Villanueva) al cuidado de la malhumorada abuela, que vive en un mundo de desconfianza y soledad, y de la hacendosa y por demás ingenua tía Bella;: mundo al que se agregan la tía Gert (Fabiana Fábregas) que padece de un trastorno entre vocal y respiratorio claramente psicosómático y el tío Louie (Rafael Beltrán) un gangster de revólver en la axila y que enfrenta problemas personificados en gente que lo acecha.

Como se ve, todo parece anecdótico y menor, y las patéticas tentativas sentimentales de Bella con un acomodador del cine analfabeto, que al fin prefiere a su amor la compañía de sus padres, parece digna de una mera comedia de costumbres. Pero el sonido, que no se oye pero que llega, de los lejanos tambores de la segunda guerra mundial, hablan elocuentemente, en nombre de los protagonistas y para nosotros, lo que ellos siente y apenas nombran. La familia ha sido obligada a expatriarse, a tratar de adaptarse a los Estados Unidos, lo que no logran plenamente; miran a su nueva patria desde un suburbio, que guarda distancia. El padre, Edy, ha sido obligado, por el amor que tuvo para su mujer (muy en contra de los deseos de la abuela, que odiaba a su nuera, por supuesto) a emprender la azarosa vida de un viajante de comercio cuando ya ha llegado a los cincuenta años; las dos hermanas, Bella y Gert, padecen y nos muestran trastornos, que aceptan como parte de la vida; valientemente: en ningún caso identifican a las verdaderas causas de sus sufrimientos y carencias, que son el destierro, la discriminación, la inevitable escasez. El peso dramático de la pieza está en la persona de Jay, para nosotros el protagonista, el joven inteligente y sensato que a medida que crece, en la difícil escuela de una familia mutilada, va afirmándose como hombre y al mismo tiempo, en parte conscientemente y en parte como a pesar suyo, va creando las condiciones de la emancipación y la integración con el medio de sus parientes. Su cariño por su tía conduce a que, en la mejor escena de la obra, Bella enfrenta por fin a la madre y, con una madurez casi sorprendente, afirma su derecho al amor, a tener hijos, a la felicidad. Es así que “Perdidos en Yonkers” trasciende el ghetto, las familias alteradas, las anécdotas personales, alcanza una dimensión universal y se erige en un emocionante, si que estoico, canto a la vida.

En manos de Roberto Jones como director la obra fluye con facilidad y gracia; el único reparo que podría hacérsele es que no intenta disimular su extensión, lo que podría haberse logrado con una mayor velocidad de las escenas y más breves lapsos entre una y otra. Noelia Campo ha tenido a su cargo el papel más difícil, y está dado cabalmente; pero sentimos que la curiosa dicción que afecta, un tanto áspera (y que no es un defecto de la actriz), no era necesaria, y que, quizás como consecuencia de lo que antecede, el personaje parece construido desde afuera, con excelente técnica, sí, pero sin un visceral compromiso. Son impecables la terrible (y monolítica) abuela de Ana Rosa, y Edy, en la interpretación de Alejandro Martínez; los dos jóvenes, Franco Balestrino y Gabriel Villanueva se lucen por igual, y tanto Rafael Beltrán como Fabiana Fábregas, en papeles secundarios, cumplen a satisfacción sus cometidos.

 

Jorge Arias
Jorge Arias es crítico de teatro en exclusividad para el diario "La República", que ha autorizado esta publicación.

ariasjalf@yahoo.com 

 

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