Memento mori, o la celebración de la
muerte, de Sergio Blanco, por el autor, en sala Balzo
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Conferencia sobre la muerte
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Cuando los espectadores entran a la sala Balzo, Sergio Blanco, con un corte de pelo estilo cresta de gallo y vestido con una bata o albornoz verde nilo que tiene un brazalete rojo en una manga, señal que en algunos hospitales se ponen a personas ya fallecidas, está sentado tras un escritorio donde hay libros, papel una manzana y una computadora donde escribe sin descanso. Al fondo sobre una pared descascarada donde hay una puerta, se proyectarán fotografías de Matilde Campodónico que ilustrarán partes de la conferencia. Blanco parece nervioso, lee la conferencia sobre la muerte, mueve las manos, son de unos 32 capítulos que incluyen un final o “epitafio”. Blanco explica que “Memento mori” era la frase que repetía un esclavo al general que volvía a Roma en triunfo, advierte que lo que se oirá participa de lo que ha llamado “autoficción” que son fantasías sobre la propia conducta mezcladas con anécdotas posiblemente reales. Prudente aclaración, porque Blanco conferencista pretenderá haberse prostituido en su juventud para comprar jóvenes prostitutos más tarde en el estilo de Pasolini, dice haber tenido un romance entre infantil y adolescente, con “Adrián”, retozos que, como conviene a las “Love story”, heterosexuales u homosexuales, termina con uno de los amantes que muere de cáncer dejando una carta muy siglo XXI que se nos exhibe y lee en la conferencia, dice haber padecido el fallecimiento de un amante. El resto de la conferencia es algunas reflexiones comunes y corrientes sobre la muerte, donde hubo para elegir y un pot pourri de anécdotas sobre muertes, en general de escritores célebres. El autor no ha intentado imaginar la muerte común, de hombres y mujeres corrientes; las muertes que le valen, porque sus circunstancias nos han llegado, son las de Chejov, Oscar Wilde, Moliere, Sócrates. Blanco trató de exorcizar el temor de la muerte, empresa que no es original, ni artística por sí misma, ni noble. Timor mortis tiene una prestigiosa historia, y no fue la menor, en nuestro medio, la influencia del temor a la muerte en Unamuno, que inoculó en una generación el dudoso “Sentimiento trágico de la vida”. “Sentimiento” que nos retrotrae al Pentateuco, el Dios terrible, vengativo y amenazante, que hace de nuestras vidas, medidas siempre con la vara de la moral más rígida, una tragedia cósmica. Pero solo los griegos, cuyos enigmas investigó Blanco, llegaron al secreto. Dice Gilbert Murray en “Esquilo” que solo su sentido heroico logró enfrentar a la muerte y hacer arte con ella. Se tiene, con los trágicos griegos,“La revelación, o quizás la ilusión, de que hay valores accesibles al hombre que, de alcanzarlos, puede vencer y vence a la muerte” (“Esquilo”, pag. 21) “Es una obsesión” dice Blanco en una entrevista. “no hay una sola de mis obras donde el tema de la muerte no aparezca”. Aparece el tema, pero permanece, al cabo de alguna decena de ensayos, inerte y estéril. Blanco silba en la oscuridad, con frases huecas que no le convencen, como “Quizás la muerte es lo que le da sentido a nuestra vida”, o “la muerte nos inmortaliza”. Por momentos la pieza entretiene, en otros momentos las débiles ficciones aburren; los setenta minutos son amenos. |
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Jorge Arias
ariasjalf@yahoo.com
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