Las improvisaciones que terminaron en esta
“Maluco” no pasan de algunos fragmentos entresacados, preferentemente de
las alusiones sexuales, de la novela de Napoleón Baccino Ponce de León
(316 páginas en la edición de Seix Barral de 1990), donde un imaginario
bufón, Juanillo Ponce, que habría participado de la expedición, escribe
a Carlos V, ya en su retiro del monasterio de Yuste, que interceda ante
su hijo Felipe II para que se le restituya la pensión a que tenía
derecho por participar en la expedición (1519-1522) de Hernando de
Magallanes que, en pos de las islas Molucas (de ahí “Maluco”), dio la
primera vuelta al mundo.
Los adaptadores se concedieron demasiadas facilidades, visibles en las
equivalencias textuales entre la prosa de Baccino Ponce de León y lo que
se hizo y dijo en las tablas. Así la página 7, sobre la muerte del amo
de Juanillo en brazos de Eros, la página 33, sobre la mujer que después
de haber probado el miembro de su padrastro entre las piernas y el de su
confesor en la boca se había restregado con varias de las altas damas de
la corte y la sorprendente asimilación de la bahía de Río de Janeiro a
la vagina y hasta al útero que puede leerse en la página 75. La
adaptación, quizás consecuencia de pertenecer a cinco autores, no tiene
más unidad que la de seguir, de muy lejos, a la novela, que sigue,
también de lejos, a la historia.
La única originalidad que pudo pretender la puesta en escena de “Maluco”
no es tal sino una reedición de un pasado no muy lejano. Como se ha
podido ver, la novela original ya incurría en la mezcla de chistes,
payasadas y groserías; pero esa carnavalización de la vida ya estaba en
la olvidada “Bufones” del mismo Héctor Manuel Vidal (1990, teatro
Circular). Todo, o casi todo, en “Maluco” fue cortar y pegar.
Pudo haber algo de diversión, pudo haber drama, pudo haber algo de
crítica de la historia oficial en la aventura de Magallanes contada por
un pícaro, pero la historia es lineal, sin más progresiones que el curso
del tiempo: los fueros de la realeza y de los navegantes son tomados
como circunstancias inevitables y el espectador es desorientado y
molestado por las incoherencias del texto. Como tres actores hacen todos
los personajes, prácticamente vestidos de la misma manera, no supimos
bien, por ejemplo, cuándo Dianesi es Andrés de San Martín (que para peor
era mudo, pues le cortaron la lengua) y cuándo es Juanillo Ponce. El
tono de la puesta en escena es pesadamente irónico y burlesco,
incurriendo los actores en una cansadora sucesión de muecas, saltitos,
bailecitos, monerías y, lo que es peor, en una permanente afectación del
decir.
Dejamos a salvo nuestra opinión sobre la premiada novela original, cuyo
análisis pormenorizado no procede aquí. La obra comienza en un estilo
que parodia a Cervantes o Quevedo para derivar a García Márquez. Incurre
en impertinentes hipérboles ”las palabras van y vienen como ratas
hambrientas, como cucarachas enloquecidas” (184); una nave es “una
pirámide en cuyas secretas galerías se pudren hombres sin futuro y sin
fe” (204) meros verbalismos “…ambas noches huelen igual, huelen a
soledad y silencio” (pag. 176), pasajes “lindos”, como “…la lluvia
repica en los techos… los árboles de mi ventana gotean fugaces perlas y
está la calle desierta y la aldea recogida bajo el manto plateado de la
lluvia (172) y falsa filosofía “…el hambre era nuestro diálogo con Dios”
(202). Por supuesto, pobres de ellas, el hombro de las prostitutas huele
“a perfume barato” (211). ¡Chicas, decídanse de una vez a comprar
“Paloma Picasso” o “Ralph Lauren”!
“Maluco”, con su falso aire coloquial, con sus empréstitos, con su
acopio de documentación, tan grande como su falta de inventiva que en
vano trata de disimularse bajo espesas capas de “literatura”, nos
recordó una de las más plúmbeas novelas históricas de Latinoamérica:
“Bomarzo” de Manuel Mujica Láinez.
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