Para la puesta en escena del libro de
crónicas basado en reportajes de Mónica Bottero “Mujeres al límite”
(Aguilar, 2009) Omar Varela recurrió a la máxima simplificación; cinco
actrices, cinco sillas, un escenario vacío. El método fue aplicado en el
mismo teatro del Anglo con “Ansia” de Sarah Kane, dirección de Roberto
Andrade (2007) y, con autoría y dirección de Omar Varela, en la más
reciente “Estoy sola porque quiero” (2011). La moda suele morderse el
rabo: luego de décadas de frases vacías sobre la irrelevancia del
“texto”, postulado como algo distinto del “espectáculo”, y sobre todo la
presencia decisiva del “cuerpo”, una forma extraña de escribir
“inconsciente”, como alfa y omega del teatro y hasta de la ética, dando
por supuesto, de paso, que ni la garganta ni las cuerdas vocales ni el
cerebro integran el “cuerpo”, vuelve de su ostracismo la palabra, que
era, literalmente, el principio y el fin en el teatro griego.
En “Madres al límite” cinco mujeres monologan alternadas y cuentan
aquella parte de sus vidas vinculada a la maternidad. Las cinco actrices
se sientan, solitarias en el escenario; cada tanto una se levanta,
ignora a las demás, avanza hacia el proscenio; una invocación religiosa
al arcaico “ángel de la guarda” las une en un ritual monótono que da a
las protagonistas un aire de ensimismamiento como el monótono pasar de
las cuentas del salterio.
Las cinco historias provienen del libro de Mónica Bottero “Madres al
límite”. Lo hemos leído con mucha atención: no encontramos, fuera de la
maternidad y sobre todo de la relación madre - hijo al hilo conductor
que ate las cinco historias. La autora cierra el prólogo con estas
palabras: “Hay mucha búsqueda humana y unos cuantos hallazgos
sorprendentes”. Concedido: hay, en efecto, una de las historias que vale
por las cinco, la de Rosa, la filicida, que interpreta con la intensidad
trágica que le conocemos, Estela Medina. Allí, resuena en el vacío
escenográfico una nota digna de Esquilo; y en ese episodio, y por eso,
se da , también la mejor escritura dramática. No hay detalles
burocráticos, ni demasiados soliloquios; hay un silencio que envuelve a
una platea próxima al pánico.
Otros dos episodios guardan entre sí algún paralelismo y son los de
Valentina (Jenny Galván) y María (Marisa Bentancur). Ambas son víctimas
del fracaso, en Panamá y en el Uruguay, de una institución que, en el
papel, debería proveer bienestar y felicidad, y sobre todo, vida para
las familias. Nos referimos a la “justicia de menores”, que es, en la
inmensa mayoría de los casos, un fracaso que causa, como sin saberlo,
pero con un ruido de fondo abstracto, como de poleas, martillos y
cadenas de producción los dolores y las luchas de Valentina y María.
Vivimos un invento del capitalismo que no va más atrás del siglo XIX, el
niño. El momento en que el hijo dejó de ser tal para convertirse en
“niño” fue el comienzo del fin; y cuando las exigencias artificiales de
consumo del capitalismo llevaron a la mujer a los puestos de trabajo
fuera del hogar, entregamos nuestros hijos a la televisión, la gran
madre adoptiva. Hemos creado un Código de la Niñez y de la Adolescencia
que ha acentuado tanto la fragilidad social de sus destinatarios como la
nuestra; hemos creado cárceles para niños; hemos decidido que a partir
de cierto día y hora, por ejemplo cuando cumplimos 18 años (o 16, o 14,
y será lo mismo), somos hombres o mujeres responsables y que hasta ese
día fuimos minusválidos necesitados del multitudinario apoyo de jueces,
abogados, psicólogos, asistentes sociales, médicos forenses, guardianas
y rejas…. La Iglesia Católica, más sensata que nuestra legislación,
sostenía que si un hombre de siete años, lo que hoy llamamos un niño,
moría en pecado mortal, iba al infierno. Hemos multiplicado las
escuelas, que agravan la distinción entre niños ricos y niños pobres,
pero que tienen el común denominador de confundir capacidad con pasar de
año y títulos universitarios con la destreza profesional, olvidando
tercamente que lo más importante que aprendimos no lo aprendimos ni en
la escuela ni en la universidad. Como escribió Marx en la “Crítica del
Programa del Gotha” (1875): “… la educación ¿puede ser igual para todas
las clases? ¿O lo que se exige es que también las clases altas sean
obligadas por la fuerza a conformarse con la modesta educación que da la
escuela pública, la única compatible con la situación económica, no sólo
del obrero asalariado, sino también del campesino?... El que en algunos
estados de este último país sean "gratuitos" también centros de
instrucción superior, sólo significa, en realidad, que allí a las clases
altas se les pagan sus gastos de educación a costa del fondo de los
impuestos generales”.
La historia de Alexandra (Nidia Telles) es, seguramente la más
conmovedora y es casi donde más vemos el coraje de una madre que va más
allá de todo lo que se le puede exigir; y curiosamente es la única que,
a través de un infatigable heroísmo por su hija discapacitada, llega a
un equilibrio y a una paz interior. La quinta historia, las desventuras
de Rocío (Gabriela Iribarren), madre de un hijo drogadicto, es muy
menor, y su resolución o desenlace es la insignificancia: ya finiquitado
todo el posible papel materno, hay un saludo que suena en el escenario
como un lánguido buen deseo, un “adiós que te vaya bien”.
Toda la pieza es sustancia: una sustancia cruda, mezclada sin más con el
magma de la vida que la vio nacer; pero. poderosa y necesaria, exhibe
aquí y allá pepitas de oro. La pieza carece, por lo que creemos, de toda
intención artística; a menudo nos hace tropezar con episodios
irrelevantes, frases incoloras, jirones de anécdotas mal cosidos del
tema principal. Sucede con “Madres al límite” algo como lo sucedido con
“Antígona Oriental”: por momentos se oyen cosas que en nuestro teatro,
tan burocrático también él, nunca se dijeron; y no es poca cosa.
Las cinco actrices, más radiantes de vida que de costumbre porque se
enfrentaron con uruguayas de carne y hueso, brillaron por igual. Se
había llegado hasta el hueso; y de ahí surgieron ante nosotros, seres
vivos, cuyos cuestionamientos no podremos olvidar.
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