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Los teatros  uruguayo  y  argentino contemporáneos.

por Jorge Arias

El  teatro, como las  demás  artes,  no debería  ser la  obra  de  creadores individuales. Si  hay  un  arte capaz  de llegar a un  público,  es  porque  ese público  tiene  las  condiciones para ser artista. Todos  deberíamos  ser  capaces  de  cantar,  de  escribir un  poema,  de  pintar un cuadro,  construir  una  iglesia. Por la  organización actual de la  sociedad, en  particular  la  división del  trabajo,  los  bienes culturales  han sido  objeto  de  apropiación  por  unos  pocos. A ellos  llamamos  artistas;   en  general  están rodeados de una  atmósfera  de misterio,  como si lo que  hacen estuviera mucho más  allá del saber común de lo que   realmente está. En una  sociedad ideal, no  hay  pintores  ni  escritores, sino, cuando mucho, hombres que, entre  otras cosas,  pintan o  componen un  poema.  En  relación  a este  postulado,  la  conducta de los artistas  de teatro  de  Argentina y  Uruguay ha  seguido dos  o   tres  líneas diferentes.

El   teatro  de las  “utopías”  sociales.

La  primera  se llama hoy,  algo  despectivamente, la línea  de las utopías  sociales. Se  afirmó  que el  arte era  un arma  para la  lucha;  más   precisamente   para   las  batallas de  una  revolución  social.  En  esta línea  tenemos en la Argentina  a  Eduardo Pavlovsky   y al   teatro Payró, que  dirigió   durante  años  Jaime  Kogan,  un   discípulo del director  uruguayo  Atahualpa del Cioppo, uno  de los fundadores  del teatro “El Galpón”,  de  Uruguay;  y no  por  casualidad una  de las piezas más  provocativas de  Pavlovsky,  “El  señor  Galíndez”,  se  estrenó en el  teatro  Payró.

En el  Uruguay  ya  existía,  desde   1937,  un  “Teatro del  pueblo”  fundado por  José  Domínguez Santamaría   y  vagamente  inspirado en las ideas  que   desarrolló   Romain Rolland en “El  teatro del  pueblo”;   pero entre los grupos  teatrales del  Uruguay que  se  inscribieron  en esa  dirección  hay que mencionar en  primer  término  a “El  Galpón”,  fundado  en  1949, especialmente durante los  años  50 y 60, donde  gravitaron   Atahualpa   del Cioppo como director   y  Blas  Braidot  como  organizador;   “El  Galpón” era, en los  hechos,    la   rama  teatral del  Partido Comunista Uruguayo. 

La  “Comedia Nacional”  de  Uruguay.

Una   segunda  línea fue, en Uruguay,  el  teatro estatal. Por  la  acción de  personas  como Justino Zavala  Muniz, el  Estado formó y  financió  un  grupo  de teatro,  en la  órbita de la   Municipalidad  de  Montevideo, que en  1947 comenzó  su  actividad con el  nombre de la Comedia Nacional. Se  trataba  de  hacer llegar al  público lo mejor del  teatro  universal,  subvencionando el costo  de las  entradas. En  la  Argentina el  Estado  a   través  del  teatro municipal San Martín y diversos  teatros  estatales, como lo son  hoy los  teatros  Cervantes, Rojas  y   Presidente  Alvear,  siguió  y sigue una  línea  semejante.

Una  tercera línea   de teatro   continuó con  la conocida   idea  del  teatro  como  entretenimiento,  a menudo  provisto  de  verdadera calidad profesional. En el Uruguay el  caso  más  notorio   de  esta  tercera línea  es  Omar Varela,  a  cargo  desde  hace  varios  años del teatro del  Instituto Cultural Anglo  Uruguayo. En Buenos Aires  están en esta  línea  los  teatros que  se  ubican en la  Avenida   Corrientes.   Se  busca,  más  que  la diversión,  la risa;  con   tanta  vehemencia  que  a menudo  se  bordea la  payasada.

El teatro en el Uruguay contemporáneo

En el Uruguay la  línea   del  teatro social,  que   aspiraba   a contribuir  a una   transformación de la   sociedad,  tuvo  un  momento  culminante,  más  político  que  artístico, con  el   estreno  de  “Fuenteovejuna”  de  Lope de  Vega, en  una adaptación  puesta  en escena  por Antonio Larreta  y Dervy  Vilas  en  1969. Larreta, que es actor,  dramaturgo,  director  de  escena,  novelista  y  hombre  de letras,  provenía  de la “Comedia Nacional”  y del “Teatro de la Ciudad de Montevideo” que  contribuyó  a fundar,    y Vilas de “El  Galpón”.  Era un  momento  en que  ya se insinuaba  la  primera  dictadura,  a cargo  de un   presidente  elegido por el  pueblo, Jorge Pacheco Areco  y donde  ya  era   muy  visible  la  actividad de la  guerrilla  urbana  del Movimiento de Liberación Nacional (Tupamaros) conocido por  su sigla  M.L.N.  Incidentalmente, uno  de los jefes  del Movimiento de  Liberación Nacional fue  el joven  dramaturgo Mauricio Rosencof,  que  luego  de 12 años de  prisión en  condiciones  inhumanas    es  hoy  Director  de  Cultura  de la  Intendencia  Municipal de  Montevideo.

Ese  año,  1969,   El Galpón, en su nueva   sala de la Avenida   18  de  julio,   había   estrenado “El  asesinato   de  Malcolm X”   de  Hiber  Conteris  (que  también  pertenecía  al Movimiento  de  Liberación  Nacional),  y  “Libertad, Libertad”  de  Fernandes  y Rangel,  que  tenían un  sentido  revolucionario. Por  su  parte  Antonio  Larreta  había  escrito el  drama  “Juan Palmieri”   sobre la   guerrilla  urbana,  una  obra  que nunca  se  estrenó  en  el  Uruguay.             “Fuenteovejuna”   estaba muy  influida por  el teatro  de Bertolt Brecht. Había música,  canciones,  carteles   explicativos,  cuplets  en el  estilo  de  Brecht y Weil donde se aludía  frecuentemente  a  las  armas,  como  la  que  ostentaba  el   estribillo  “Un  pueblo  unido  jamás será  vencido”.  Pero “Fuenteovejuna”  fue,     más  que  una  incitación  a pensar,  un  llamado a la   insurrección. Esta  obra  fue calificada,  años   después,   como una   acción prematura,  que  contribuyó,  más  que a  realizar,  a  frustrar las   expectativas  de  revolución;   por  su   carácter demostrativo,   con un  intento  muy  claro de  identificar al  espectador con los  protagonistas,  la  obra  se  situaba en las  antípodas  de  Brecht,  aunque  utilizara  algunos  de sus  procedimientos.  En vez  de las  escenificaciones perfectas de  Atahualpa   del Cioppo, donde las  conclusiones  políticas fluían naturalmente  del  espectador por el solo  contacto con  obras aparentemente  tan apolíticas  como “Las  tres hermanas”  de  Chejov,    aquello  fue un  panfleto,  un  discurso  de  barricada,  una  antorcha que  se puso en manos  de  una  obra del siglo  XVII,  a la  que  se endosó  un mensaje  que nunca  tuvo  y al que  se  adaptó   muy  mal. Se  creyó   estar  ante una  situación revolucionaria  y,  sobrevalorando los  poderes de la voluntad, se  creyó  que  un nuevo  mundo  llegaría  con  sólo  encender un   fósforo. Con el   tiempo,  llegada la  dictadura  militar,  “El Galpón”   fue  puesto fuera de la ley,   Vilas  y Larreta  debieron   exiliarse,  la  sala teatral de “El Galpón”  fue  confiscada por la   dictadura (por decreto del 7 de Mayo de 1976).  Sus  integrantes  debieron  exiliarse,  los más  a México,   algunos  a  Colombia.

Aun en  el  error,  no podemos  sino  respetar   a quienes   creyeron, con   Oscar Wilde, que el mapa  del mundo no  está  completo si no contiene un  mapa del  país de la  utopía. Chejov  también  dijo que  hay que representar a los hombres como son, y también  algo  de  como debieran  ser. La  vida fluye  y  cambiamos  continuamente;  una  anunciación de  futuro las  encontramos en  las  semillas  de las  plantas, donde  podemos  ver, a  poco  del  comienzo  de la  germinación,  el dibujo que anticipa  una hoja que  todavía no   existe.  Como dice  Heiner Müller  de “El  ángel  de la  historia”, “… el   palpitar  de poderosas alas se comunica en ondas a la  piedra y  anuncia el  próximo vuelo”.   

Durante la dictadura  militar  el  teatro  se estancó y languideció. Siguió  existiendo a Comedia Nacional,  sometida a un  contralor  que  hizo suspender la  exhibición de una  obra tan convencional como “El  vestidor”  de Harwood y  que  contó  con  episodios  de  vaudeville  cuando un  interventor militar de la Escuela  Municipal  de  Arte  Dramático resolvió  suprimir  los  espejos en los camarines  de los  hombres “porque  estimula la  hmosexualidad masculina”.  Sobrevivió el Teatro Circular,  el  segundo  teatro independiente  uruguayo,  después  de “El Galpón”, con  quien  mantuvo siempre  afinidad  y  estrechos  lazos.  El  teatro Circular contribuyó a la  literatura de denuncia   y de  crítica  social  con   espectáculos  hábilmente  camuflados, como “Los  fusiles de la madre  Carrar”  de  Brecht,  a la que   se  llamó  “Los  fusiles de la  patria  vieja”;  y  más   abiertamente  con  la muy  notable  “Operación masacre”  del  argentino Rodolfo Walsh,  más  tarde asesinado por la  dictadura   en  1979,  donde se  relata un  episodio real de represión y  muerte  de  civiles que  cooperaron con  un  levantamiento  de oficiales del ejército  argentino  en  1956  pero  que  era  de  fácil  e inmediata  transposición a   aquellos  días  de la  era  militar  en el Uruguay (1973 -1985).

¿Qué  ha  sido el  teatro  uruguayo   después de la   dictadura?  Tengo ante mí   la lista completa de las  obras  estrenadas durante este  año  2007.  Trato  de encontrar las  obras  que  me  han conmovido o  inquietado,  y  sólo  encuentro dos  obras de Eurípides,  “Las  troyanas”   que se  exhibió en  Porto Alegre  en  uno  de  los   últimos  Festivales Internacionales  de  Teatro y  “Las   bacantes”. “Las  troyanas”, es una  obra  de  circunstancias  con la  que Eurípides  denunció la  matanza  de los  habitantes de una  isla por los  atenienses;  pero hoy  conserva   todo su  impacto.  “Las  bacantes” nos  sacude   con  su  conflicto  entre la  más  absoluta libertad,  libertad que   se  extenderá hasta el  crimen  y  el  orden;  y  aún  más  nos  inquieta   con la  actitud  ambigua del  autor, que  no condena a los  adeptos de Dionisos.   

Con  estas  salvedades, disfrazadas  con  el  ropaje  de los  autores  “clásicos”, el  teatro uruguayo  posterior  a la dictadura abandonó    toda  actitud  contestataria. “El Galpón”, que   recuperó su sala  y  cuyos  integrantes  volvieron  del   exilio,  mostró  una  clara  discontinuidad con  “El Galpón”  anterior a la  dictadura.  Es verdad que en 1985  estrenó  o  reestrenó “Artigas,  general del  pueblo”;  pero   era un   canto de cisne,  y   todo  se redujo,  muy   pronto,   a una   repetición de la vida en el  exilio,  el  mero   esfuerzo por  sobrevivir  como  suficiente  justificación. 

En 1997,  “El Galpón” se asocia con el Teatro Circular de Montevideo, otro grupo de teatro independiente, para lanzar  la  operación  productiva del  “Socio Espectacular”.  Es  un sistema de reclutamiento de  “socios”  más amplio,   y sobre  todo absolutamente  despolitizado, que el ya tradicional que sostuvo a los  grupo teatrales desde su nacimiento, donde  cada  socio  era un  activista,  un militante. Por el pago de una cuota mensual, se ofrece entrada gratuita para todos los espectáculos de ambas instituciones,  los espectáculos de  la Comedia Nacional y  de otros grupos teatrales, a lo que se agrega entradas a  cines de la ciudad,  a una colección de libros de la Editorial Banda Oriental, a los espectáculos deportivos organizados por la Asociación Uruguaya de Fútbol y Federación Uruguaya de Basketball, así como  los   espectáculos  del carnaval.

No diremos  que  “El Galpón”   se  ha transformado  en un  supermercado cultural,  pero todos los esfuerzos visibles   apuntan a una  estabilidad  económica  sin  avance  posible. El cuadro ideológico  general   excluye   toda   postura   revolucionaria  o  contestataria. En su  página  web “El Galpón”   dice  que en México  debió “profesionalizarse”. “Profesión”  palabra  que vemos reaparecer  en  todo la  actividad teatral  contemporánea,  por lo   general como  sinónimo  de . “medio  de  vida”;  y  es  curioso  observar cómo  los  mejores  espectáculos de “El Galpón”, no   tanto los mejores por  su contenido  de ideas sino aún  por  su calidad  artística,   fueron los de  su  época    motejada de  “no  profesional”.

Del mismo  modo que la   actitud  contestataria y  rebelde de los  años 60’  incurrió en  el  error  de  creer que  se  estaba  ante una  situación  revolucionaria,  la  idea,  o mejor  quizás la  consigna   de la  “profesionalización” encubrió, pero sólo al  principio, la  verdadera  idea, la  conversión del  teatro  de  ideas  en  teatro  comercial.

En buena parte  para sobrevivir,  todos los grupos de  teatro independiente  organizaron  escuelas  de  teatro  privadas,  donde  los  alumnos   deben  pagar la matrícula  y  los cursos;   ello  llevó a una  proliferación de  actores en número mucho mayor  a sus  posibilidades   de  actuar, al   punto que . la  Sociedad Uruguaya de  Actores  afirma  que  su   gremio tiene un  95%  de  desocupación.  Los   actores  jóvenes  organizan   espectáculos basados en un   trabajo nunca  remunerado, tratando  de  captar alguna de las muchas  subvenciones  que los  poderes  públicos  ofrecen.  Ello  trae como consecuencia   espectáculos  poco  trabajados, pero sobre  todo socialmente neutros,  para nada  comprometidos  ni  polémicos, con textos  escritos  sobre la marcha que  nunca  se  cuestionarán   a los mismos  poderes  (Ministerio  de  Educación  y Cultura, Dirección de  Cultura  de la Intendencia Municipal  de  Montevideo)  que  los han  financiado.

En  ocasión de la  presentación de un  libro sobre  Atahualpa del Cioppo, dijimos  que,   pese  a la   restauración  democrática,  la  dictadura   militar   había  triunfado. Desapareció,  como  arrancado  de  raíz,  todo  el teatro  contestatario y  de  protesta; y  las muy  pocas  obras  que  trataron de la época  de la  dictadura, como “Malezas”  de  Maria Pollack  o “El   informante”    y “Resiliencia”   de Carlos Liscano  tocan  la  era  de los militares  en forma  anecdótica  y  fría.     

Una  reflexión  final  sobre el  papel  de las ideas  en el  arte. Dijimos  que el  teatro “El Galpón”   era, antes  de la dictadura,  parte  de  la rama  literaria  del  Partido Comunista;   pero  en esa  época  produjo  sus mejores  obras. A comienzos del siglo  XIX el escritor  uruguayo  Javier  de Viana  escribió  magníficos  cuentos   sobre  el Uruguay  rural,  fundándose  en la   discutibles  ideas  de  Émile  Zola  sobre la  herencia;  más  adelante, cuando  abandonó las  ideas de  Zola,  sus  cuentos no fueron ni  sombra  de  aquellos  cuentos  brillantes  que   escribió  bajo  su  influjo. Balzac  dijo  que  escribía  “…a la  luz de dos  grandes luminarias:  el altar y el  trono”, y,  sin  embargo,  pocos  escritores  pudieron   mostrar,  como  él,   a la  sociedad funcionando como  un todo.  Marx, que  lo  admiraba,  estaba   a punto de  escribir  todo un  libro  sobre  Balzac  cuando lo sorprendió la muerte.  

Nuestras  menciones del  teatro uruguayo contemporáneo   son,  Atahualpa del Cioppo  y Mauricio Rosencof.  La  última  puesta en escena  de  Atahualpa del Cioppo  fue  sobre Fray Bartolomé de las  Casas,  lo que  claramente  señala el  tema,  latente  y  candente,  del  indio  americano  y su  destino. Ya  en  esa  época  Del Cioppo no  pudo presentar su  obra en “El Galpón”,  como  hubiera  querido, porque no fue   aceptada. El   arte de  Del Cioppo se  fundaba en el  estudio  a consciencia de los  textos y  a  extraer de  ellos  el máximo  posible  de  ideas y   reflexiones. Era imposible  ver  sus  obras  sin  ponerse  a pensar;  sabía  conmover al  espectador de modo tal que al  impacto emocional  seguía, como una  consecuencia inevitable,  la  reflexión.  En  este  sentido  recordamos  su  puesta en  escena  de “El círculo  de  tiza  caucasiano”   de   Bertolt Brecht,  obra  que presentó en   toda su  extensión, sin  cortes de  clase alguna  y “Las tres hermanas”  de Chejov,  donde  nos  reveló un  mensaje    de orden  histórico  y  social,  apenas  susurrado  por Chejov pero no por ello menos  audible.

Mauricio Rosencof  cumplió lo que  un   dramaturgo  debe  hacer con  una de  sus  primeras  obras: “Las  ranas”.   Allí   expuso   la vida  de  los  marginados,  los  que  viven en el  equivalente  uruguayo de las “favelas”, los  que nunca  habían  llegado  a los   escenarios, los  pobladores de las  viviendas marginales,  que viven una  civilización distinta  de la  nuestra.  En  obras  posteriores,  como “Los   caballos”,  la denuncia de miserias  sociales  dejó  el  primer  plano  a un  fervoroso  llamado a las  armas;  en  sus  últimas  obras  se ha  inclinado  a un género  popular,  con  elementos  musicales  y  canciones,  que  ha  sido  rápidamente aceptado  y  celebrado  por  toda  la  sociedad   uruguaya.

El teatro argentino contemporáneo

Si   apenas  encontramos  nombres  en el teatro  uruguayo de  hoy,  encontramos,  en cambio, en el  teatro  argentino   dos  o  tres  figuras  de  primera magnitud, con una  obra considerable  en  extensión.   No son  ya los más jóvenes,  los  que tienen  ahora entre  40  y  50 años, como Daniel Veronese,  Rafael Spregelburd, Aejandro Tantanián y Javier  Daulte, sino  quienes  tienen hoy  60  y  70 años;  y  hay   una línea  teatral que se  vincula  a la  vez  con el  teatro del absurdo  y  con el  teatro  popular,  donde  han realizado  una obra muy   extensa   Roberto Cossa y Eduardo Rovner.  Y   debo  decir que             una  de las   últimas  veces   que  me  sentí  conmovido en el  teatro en la  Argentina  fue  hace  ya  varios  años, cuando  vi  “Lejana  tierra  mía”   de Eduardo Rovner,  sobre el tema de la   emigración.

Pero son  Alberto Félíx  Alberto  y Eduardo Pavlovsky   como   dramaturgos  y Rubén Szuchmacher  como  director  quienes  plantean un   teatro que  cuestiona  la sociedad  y  hasta a la  humanidad,  en tanto en el  teatro de aquellos  jóvenes  y  los  no  tan jóvenes,  no  existen  mayores  rasgos críticos de la sociedad en que  vivimos. Eduardo Pavlovsky  es   dramaturgo  y  actor;  Alberto Félix Alberto   es  dramaturgo, vestuarista,  iluminador  y  director  de   escena;  Rubén Szuchmacher  es  director de  escena.

Rubén Szuchmacher, que  ha  sido   también director  de ballet,  tiene una  amplia   carrera  signada por el  estudio  y la  busca  de   espectáculos de  calidad,  como sus  versiones    de  “Calígula”   de Albert Camus,  “Historia del  loco  y la monja”   de  Stanislas Witkiewitz,  “Cuarteto” de Heiner Müller,  “Polvo  eres”   de  Harold  Pinter, “Galileo Galilei”  de  Brecht,  “Lo que  pasó  cuando Nora  dejó  a  su marido”   de  Elfride  Jellinek,  “Enrique  IV” de Pirandello  y,  muy   recientemente,   “Muerte de un  viajante” de  Artur  Miller.

En esta  última  puesta en   escena  Szuchmacher   ha visto y  realzado los  detalles,  contenidos  en el texto  de  Miller,  a lo Brecht,  haciendo  visible la  “teatralidad”  de la  pieza.  En  todas las  puestas en  escena  Rubén Szuchmacher  es imaginativo,  innovador,  paradójico y   hasta  sorprendente,  pero   al  mismo  tiempo  fiel  al texto que se  propone.   Creo que.  comprenderán  mi  sorpresa cuando al pedirle  a Szuchmacher  una  explicación   de su  puesta en  escena de “Calígula”, nos  dijo  que es “una  obra  de despachos”,  algo  así  como una  comedia de   escritorios,  secretarias    y   ejecutivos;  y  en la  escena  tanto Calígula como los romanos  están   vestidos con   trajes   de  1940  y  llevan  relojes  de  esa  época.  El  resultado, en  parte  debido  a la sorpresa de la  radical traslación en el  tiempo, era  brillante, y  la pieza,  que  no  es  comercial en ningún   aspecto, fue  un éxito de  público.

Alberto Félix Alberto  es,   posiblemente, el  más  original.  Sus  espectáculos están  siempre  muy  cerca de la  perfección,  pero   además presenta sus   temas  y sus  personajes  con  una  perspectiva y un  punto  de  vista  tan distinto de los   corrientes,  que  parece estar  no sólo  fuera de lo  común  sino  aún  fuera de  este  mundo.   Si  alguien  nos dijera  que sus obras  pertenecen a  un  habitante de   otro  planeta,  en  el  primer momento al menos    nos  inclinaríamos a  creerlo.  

Su  primer teatro fue  hacia  el margen  Sur del  Centro de  Buenos Aires, en la calle Venezuela;  hace unos  años  compró  una casa antigua  que  transformó  en  teatro, en Balvanera,  un  barrio  algo menos elegante  que  el Monserrat  de sus  comienzos  en  1986. De  origen  libanés  y   vasco,  su  lengua es el  francés, que  enseña como  medio de  vida.  Diríamos  que su  obra   está   fuera  del  espectro visible;  es relativamente  poca la   gente que lo conoce,  y menos aún  la  que  conoce sus  obras.   Pero era  suficiente   llegar a  su   teatro  para  sentir,  como  un  cosquilleo en la  piel,  una   sensación de  extrañeza,  de muy  definida  teatralidad;   algo como el  efecto que  propugnaba Brecht, de   amenidad  o desorientación,    pero probablemente   en una  escala  aún  mayor  que la que  propugnaba  Brecht.  El común denominador de  sus  obras  es una muy  inquietante impresión de  que   todo lo que  consideramos  como real y firme  podría  ser   irreal  y  frágil,  y viceversa. Así  sucedió  en “Tango  varsoviano”;  la  que   creemos es  su mejor  obra, en  “En los   zaguanes,   ángeles  muertos”  se  habla un  idioma  que no  existe, no  obstante lo  cual creemos  entenderlo: reconocemos (y  desconocemos) lo que  sucede como  algo  humano.   El curso  de la  obra, con sus  golpes  de  efecto  y  súbitas  transformaciones que  parecen  suceder por   arte  de magia,  pone  en cuestión  todas nuestras   certezas,  hasta si    percibimos  realmente  lo que  creemos  ver. Una   de las  últimas realizaciones de  Alberto,  “La  parte  del  temblor”, basada en el cuento  de  Mishima  “La  casa  de las  bellas  durmientes”  trata de la  angustia   y  las  extrañas   fantasías  de la  vejez;  transcurre,  como casi  todas sus  obras,  en lugares  de paso, como  sugiriendo  la irrealidad, lo pasajero  de la  vida humana. Son lugares  casi  irreales por  sí mismos  como  una  estación de  ferrocarril,  una  estación  del  tren   subterráneo,  el  dormitorio  de  una casa  de     en  Japón, sitios  del  Mediterráneo  en la  época  de los  viajes  de Odiseo. No  hay en la obra  de  Alberto  las  menciones  sociales  explícitas  del  universo de  Pavlovsky_  no  existe, en  la  superficie,   nada  parecido  a la militancia  de Pavlovsky, que  es muy  fácil  de identificar como  de  izquierda.  Pero  su  enjuiciamiento  del   hombre  y  de la vida humana   va  mucho más  allá,  y  es el  hombre en sí  y  hasta  el  planeta  Tierra lo   que  está  en discusión;  no  obstante, si  hay  mucho   de  irrealidad   en los  espectáculos  que  propone,  todo  es en  ellos  agudamente   real,  próximo y  sobre  todo,  inquietante.

Eduardo Pavlovsky,  nacido el  10 de  diciembre  de  1933,   es médico   y  psicoanalista;  fue  diputado nacional  por el Partido Socialista.  Su  obra  “El  señor  Galíndez”, estrenada  e en el  teatro Payró   en   1974,  debió   bajar  de   cartel  porque una bomba  destruyó el  frente del teatro,  donde  también se  daba “Los  días  de la  comuna  de  París”    de Brecht;  la  pieza  de  Pavlovsky  “Telarañas” fue  prohibida cuando  sus  estreno  en Buenos Aires  por  “atentar contra la   institución familiar”.

Interesa a  Pavlovsky no   tanto el  tema de la  tortura en sí,  como   la  razón del  terrorismo de  Estado.  En “El  señor  Galíndez”  un  policía  le  dice  a  otro: “Por  un   trabajo  bien  hecho,  hay  mil  personas  paralizadas  de miedo. Nosotros  actuamos  por   irradiación”. Aún  hoy,   desaparecen o son  secuestrados  y maltratados   testigos  en  juicios  penales  contra los militares  argentinos,  y  el   propósito  siempre   es el mismo,  la   impunidad y,   en  última instancia,  el  poder  mediante  la  intimidación.

El  interés  de  Pavlovsky  en el  tema va más  allá  de lo  político. Se  pregunta,   al  fin, qué es el hombre, si  es  capaz  de   tanto crimen y tanta  crueldad.  En este  punto  hay  que  recordar el  ensayo  de  Theodor  Adorno, sobre  cuál  es  el  sentido de la  educación después  de  Auschwitz..  El  ensayo  de Adorno  es  defectuoso, como si el  tema  hubiera  desbordado  al  autor;  pero  sigue  siendo  válido  hoy    en  cuanto  planteó  una interrogante  muy  difícil  de  contestar o   que  quizás   no tiene   respuesta.   Por  momentos  llegamos a la metafísica. Después  de Copérnico  la figura  del hombre  ha cambiado vertiginosamente: del  centro  del  universo  pasó a   ser un  pequeño   y   extraño  animal   en un   planeta  también  pequeño   y  extraño;   pero   ahora  sabemos  que  el hombre  es un  animal peligroso. “El   hombre es una  enfermedad de la  piel de la  Tierra”,  escribió Nietzsche.   Para   esta  conferencia de  hoy  pedimos a  Pavlovsky  unas  líneas   sobre el  tema,  y  nos  contestó:  “Hoy  a mis  74   años muchas veces me  he  preguntado  si hubiera  sido capaz  de  torturar al enemigo. No  diría  que  no. No  sé. No  tengo más  palabras. Es  posible  que  sí.  Es posible  que   tengamos a un   victimario  dentro  de  uno”.

Por  su  vigor,  su  autenticidad y   sinceridad, por su  rotunda  realización  artística, las obras  de  Pavlovsky  quedarán en el   mejor   acervo cultural de la Argentina.

Jorge Arias
ariasjalf@yahoo.com
 

Este ensayo,  inédito  en español, se publicó, traducido al portugués por Clarece Falcao, en la revista  “Cavalo Louco” ,  del grupo “Oi  Nois Aquí Traveiz”  de  Porto Alegre, año  3  No. 5, diciembre de 2008.

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