El
programa cita unas palabras de Marcel Proust como inspiración de “Les
Éphémères”. Se le preguntó qué ocurriría, y aún qué haría si
sobreviniera un cataclismo mundial y la muerte fuera inevitable. Proust
contestó, en la tradición de Montaigne, que recomendaba abrir una
ventana sobre el cementerio: “…la vida nos parecería súbitamente
deliciosa… (pero si el cataclismo no ocurre) “…nos encontramos
nuevamente sumergidos en la vida normal, donde la negligencia embota el
deseo… sin embargo, no necesitamos el cataclismo para amar la vida.
Basta pensar que somos humanos y que esta noche puede llegarnos la
muerte”. Pero la vida “normal” reprime la muerte, el objeto de donde
habríamos de extraer, por una paradójica destilación, el amor a la vida:
no todos toleran el jardín de Epicuro, con su alimentación a base de pan
negro, o las cartas de Séneca, o las Rubayyát. Dijo Mnouchkine en un
entrevista que “Les éphémères” “… habla de los instantes en que pudimos
ser felices y pasaron… de recuperarlos, porque nos damos cuenta tarde de
valorar esos momentos”.
Este fin lo ha buscado Mnouchkine, según el programa, con “…episodios
soñados, invocados, evocados, improvisados…” de sus actores: no
entendemos la eficacia de sus buscas. Alude a una masa heteróclita, sin
común medida, que delata dos errores. El primero, pasar por alto que la
“recuperación del tiempo” de Proust se lograba mediante la “memoria
involuntaria”, que nos llega en momentos que debemos aprovechar, pero
que no podemos inducir a voluntad; el segundo, la sobreestimación, muy
extraña en una profesional del teatro, de la improvisación como chispa
que puede encender el acto creador. Por sus métodos y sus resultados,
Mnouchkine parece creer que el arte llega, entero, por casuales
felicidades. Tira redes al mar, en busca de la pesca milagrosa, que no
tiene por qué acudir a la cita. Su idea de la escritura está más cerca
de la “escritura automática” de los surrealistas, que ha proveído no
pocas tonterías, que de otras magias verbales, más meritorias y más
difíciles.
Si aquel fue el propósito original, es evidente que pronto fue
abandonado. En sus 29 escenas, Mnouchkine presenta algunos episodios
judiciales como “El embargo” o “En el palacio” (mala traducción, por “En
el juzgado”: “palais” en francés suele ser “palacio de justicia”), una
serie muy superficial a cargo de una anciana enferma e insoportable,
Madame Perle, cuyo libreto no supera los de Mama Cora; asiste a la
anciana y la acompaña una dulce médica escapada de E.R., Pero la
vulgaridad de los episodios vulgares no es todo; hay otros que más que
vulgares son rastreros. Tenemos a la gastada historia del buen
transexual (“El cumpleaños de Sandra”), un clásico del pensamiento
correcto. Este hombre transformado en mujer, con toda su difícil
historia a cuestas, es el único que comprende a una niñita que trata de
huir de un padre que, primero, teme que el transexual la corrompa y,
trascartón, llora poco menos que en su regazo. Tenemos también, no menos
demagógicamente, la persecución de los judíos bajo el nazismo, una
realidad que no debe ser usada con fines extorsivos (“Si usted no se
conmueve con esto que le muestro, usted es un nazi”), sino tomada como
punto de partida de una crítica de nuestra “civilización” qu ha incluido
tanto a Goethe y Beethoven como al Dr. Rosemberg. Estos episodios no
pueden ni mínimamente compararse, por ejemplo, con “Terror y miseria del
Tercer Reich” de Brecht; y si hacemos caso de “Les Éphémères”, creeremos
que las S.A. de Hitler eran tan ineptas como para derrumbarse ante un
conversación telefónica ficticia. Hay una reiterada familia en
vacaciones, donde le ocurre lo que a cualquier familia en vacaciones;
uno se resigna al aburrimiento del mismo modo que en la vida real; pero
uno espera algo mejor de la ficción.
Otros episodios son casi intolerables. El de la venta de un jardín tiene
interés para una inmobiliaria. El de la mujer que quiere recuperar el
pasado volviendo a la casa de su infancia, revela un fetichismo
totalmente antiproustiano: nuestra vida anterior está sepultada en
nuestra memoria. Ni Proust está en Illiers – Combray, ni Nietzsche está
en Sils Maria, ni Chateaubriand en Combourg o en Ouessant.
Finalizada la primera parte, Mnouchkine advierte que su pieza crece por
acumulación, como un suburbio que al azar se va loteando y poblando, y
resuelve sugerir un plan que no existe entrelazando algunas historias;
pero no hay nada aquí del arte superior o del poder de síntesis de
Sherwood Anderson en “Winesburg, Ohio”, ni el de Masters en la
“Antologia de SpoonRiver”. Antes bien,el autor que se nos trasluce a
través de “Les éphémères” es Jules Romains, con los 26 tomos de “Los
hombres de buena voluntad”, con los detalles sobre los avíos de gimnasia
de Quinette, con sus páginas tan “bien escritas” como inútiles, como la
descripción de un niño jugando con un aro o la vista de los techos de
París contemplados a la vez por Jallez y Jerphanion.
“Les éphemères” se exhibe en un teatro bifrontal con dos conjuntos de
gradas enfrentadas (con capacidad para unos 600 espectadores) que
limitan una espacio de unos 30 metros de largo por unos siete de ancho.
A ambos extremos de este callejón hay una cortina que hace de telón; las
escenas se representan sobre plataformas móviles y giratorias, las más
circulares, de unos cuatro metros de diámetro que giran continuamente
sin necesidad alguna; las menos son cuadradas, que contienen por lo
general una puerta y que avanzan en línea recta, manipuladas por
esforzados acólitos. La Sra. Mnouchkine no hace nada en pequeña escala y
atiborra las plataformas con camas, edredones, camillas, mesas, sillas,
lámparas, jarros, floreros con y sin flores, vasos, platos, jofainas,
copas, botellas, sombreros, teléfonos, cocinas, aparatos de uso médico,
cajas, cajones, portátiles, biblioratos, telas, alfombras y, sobre todas
las cosas, profusión de comidas y bebidas, como fideos, chorizos y
tortas de cumpleaños con sus velitas encendidas que se apagan luego de
enunciados los tres deseos. Un espectáculo frío, para nada memorable;
una especie de gigantesco transatlántico, un Titanic cuidadosamente
construido pero que nunca hubiera empezado a navegar, porque se
construyó sólo para albergar una juguetería y una tripulación de muñecos
y muñecas. Pero la imagen más inmediata de “Les éphémères” es la de un
reluciente coche de bomberos, rojo y dorado, ruidoso e intimidante, que
ni va ni llega a ninguna parte.
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