“La travesía
involuntaria”, sobre vida y obras de Mario Levrero, en el teatro El
Galpón, sala Atahualpa.
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Hemos venido a reírnos de ti
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Este espectáculo de “El Galpón” se basa en la vida y obra de Mario Levrero (Montevideo, 23 de enero de 1940 - 30 de agosto de 2004); la obra que vimos, superior a su origen, es más de Marcos Acuña, como dramaturgista y Vladimir Bondiuk Petruk, director. Leímos la trilogía de novelas que integran, en parte, “La travesía involuntaria”: “La ciudad”, “El lugar” y “Paris”. Con un vocabulario reducido, que recuerda el lenguaje de las traducciones al español de novelas policiales anglosajonas, carecen de errores gramaticales, aunque ignoran el futuro del subjuntivo y abusan del pretérito perfecto del indicativo. Malgrado sus simplezas, la lectura de Levrero es difícil, porque las peripecias que narran parecen atropellarse entre si y no se organizan en una narración coherente. El autor, enamorado de su corriente de pensamiento, la registra paso a paso; así abunda en detalles ociosos, fútiles introspecciones e infelices divagaciones. Se leen treinta páginas y todo parece volver a la primera, con un gusto en la boca como de haber mascado algodón. El protagonista es el clásico “enfant de siècle”, un alma perdida, más ingenua que pícara, que deambula en un mar de desconocidos; vaga por carreteras y pueblos, siempre inhóspitos, encuentra y pierde mujeres. En “París” regresa a la cara Lutecia luego de un viaje de treinta siglos (sic), en 1940, cuando las tropas alemanas están a las puertas. El autor ha dotado a su personaje con alas y a veces vuela; se involucra en la Resistencia, lleva mensajes; hay sexo, siempre gélido, hay una violación sin culpa ni placer y sexo con perros; el protagonista genera un doble, como en “La vida breve” de Onetti, “doppelgänger” benigno que tendrá algunas aventuras tan independientes como intrascendentes; hay un continuo abrir y cerrar de puertas, subir y bajar escaleras, caminar y retroceder, buscar sin encontrar, tantear sin salir, todo ello en las huellas de Kafka; y pese a todos los sucesos significantes que se quieren contar, las novelas de Levrero tienen un inconfundible sabor a ingenuidad, a travesura de adolescente. Como Onetti, suele presentar meras incontinencias verbales como refinadas precisiones. Así confiere color al viento: “…Un trozo de viento marrón me acaricia la mejilla… sigue acariciándome el cuerpo ahora como cortinados transparentes y blandos aunque no ha perdido su calidad esponjosa ni su tacto material” (“París”, pág. 72). Otras veces nos informa de una novedosa teoría sobre Física: “La noche tiene una consistencia física. No es la luz, es la noche la que está formada por partículas como grandes moléculas visibles” (sic) “que giran sobre si mismas y se desdoblan en el espacio sin tocarse” (!), “pero yo siento que hay ahí un orden estricto…” (“París” pág. 113). Toda la estética de Levrero cabe en su frase: “…el error está allí, en planificar, quizás sea mejor dejarse llevar por la inspiración del momento” (“París” pág. 80). Duele ver que se ha tomado en serio a Levrero. Se le puede admirar, se puede relatar su vida, integrada por diversas etapas; se puede escribir sobre su arte; pero todo esto sucede a condición de no leerlo. La crítica dice haber leído estos libros, pero no les creemos: Levrero es mortalmente aburrido; pero el aburrimiento es lo único que no confesará jamás el lector “culto”. Al fin todo parece una broma; en realidad es la demostración de que, para mayor gloria de la industria de la literatura, se inventó un escritor más, que alardea de no poseer gracia, estilo, ritmo, metáforas, frases ingeniosas. En esta época de “fake news” no podían faltar los autores fraguados, los “fake writers”. Siempre existieron: “Ossian”, o James Macpherson, que engañó a Goethe con sus falsos cantos gaélicos, Edward Fitzgerald, con sus “traducciones” de las Rubayat, hermosas sí, pero que difieren de una edición a otra del mismo Fitzgerald; ”Georgina Hübner” que engañó y hasta enamoró a Juan Ramón Jiménez. En el Uruguay tuvimos los falsos cuentos de “Jorge”, un escritor “natural” fraguado por el Dr. Carlos Maggi y “divulgado” por Rubén Castillo. Inventamos una “historia de la literatura uruguaya” en base a escritores que van de la mediocridad (Horacio Quiroga, Delmira Agustini, Felisberto Hernández, Mario Benedetti…) a la inexistencia, donde la lista es larga. La Argentina no fue menos, con Manuel Gálvez, postulante al premio Nobel, Eduardo Mallea, que suscitó un grave ensayo de nuestro Carlos Real de Azúa, Witold Gombrowicz, reivindicado por jóvenes inteligentes como Eduardo Luján, Ricardo Molinari, Juan L. Ortiz, Ernesto Sábato… Chile merece figurar con su premio Nobel Gabriela Mistral. Pero ¿alguien puede decir, en serio, que ha leído y disfrutado todo el “Canto General” de Pablo Neruda?. Pero Chile, que puede y debe enorgullecerse de Vicente Huidobro, Humberto Díaz Casanueva y Nicanor Parra, se lleva el premio mayor, la triunfante obra de Roberto Bolaño. Figuran, en primera final entre los engaños de la cultura, las seudociencias; conviene recordar que Mario Levrero es autor de un “Manual de parapsicología”. Haciendo trizas la solemnidad eléusica que rodea a todo autor “de culto”, la puesta en escena de los jóvenes de “El Galpón” no lo toma en serio. Uno de los personajes dice al escritor, el mismo Levrero: “Han venido a reírse de ti”. Al fin. Hoy sabemos que el rey estaba desnudo. Es lo único que merece, una rotunda risotada. Acuña y Bondiuk Petruk alivianan la pesada prosa del novelista con canciones y coreografía: con ello “La travesía involuntaria” llega, a ratos, a ser divertida. Las interpretaciones, nunca sobreactuadas, son sólidas y caricaturales; el conjunto, bien empastado, nos muestra un asertivo Nick Carter (Rodrigo Tomé), al mismo Marcos Acuña como el desventurado escritor, Camila Cayota como la “Francesa” suicida (en el original era masculino, “el francés”), Lucil Cáceres como Bermúdez, enigma sin misterio y otros personajes; Clara Méndez como “Lord Ponsonby”, Soledad Lacassy como Ana, elusiva, pero sin misterio. LA TRAVESIA INVOLUNTARIA, de Marcos Acuña, inspirado en vida y obra de Mario Levrero. Con Marcos Acuña, Lucil Cáceres, Rodrigo Tomé, Camila Cayota, Soledad Lacassy, Clara Méndez. Escenografía de Clara Méndez, vestuario de Lucil Cáceres, iluminación de Soledad Lacassy. sonido de Camila Cayota, música y coreografía de Camila Cayota y Soledad Lacassy, producción de Rodrigo Tomé, dirección de Vladimir Bondiuk Petruk. Estreno del 18 de enero de 2020, teatro El Galpón. |
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Jorge Arias
ariasjalf@yahoo.com
Editado por el editor de Letras Uruguay
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