Espectros, de Henrik Ibsen, versión de Gabriela Iribarren, en Espacio Palermo
Lucha de clases en Rosenvold
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En su momento “Espectros”, estrenada en 1881, fue un escándalo; la posteridad no le fue benigna. Diversos malentendidos la aquejan: que es una obra sobre la sífilis congénita, o sobre el incesto, o sobre la eutanasia, aunque de todo eso hay. “Espectros” es, en buena parte, un enigma; y es de ese fondo incierto de donde extrae su carácter provocativo y desafiante. F.L. Lucas, que admira a Ibsen, se muestra perplejo al comentar “Espectros”: “¿Melodramático? Sí. Un tema infeliz? Quizás. ¿Tal vez no sea de las grandes piezas de Ibsen? Muy probablemente. Al mismo tiempo, un drama que uno tiene que leer.” ¿Por qué tenemos que leerlo? Percibe Lucas que “el tema va más hondo y es más amargo que “Casa de muñecas”, pero se pregunta, con honestidad, unas páginas más adelante: “¿Qué intentó realmente Ibsen?” Y concluye, sin demasiada convicción, que la moraleja de “Espectros” es: “…Para los hombres del rebaño debe haber convenciones de rebaño. Pero los buenos y sabios verán, detrás de las leyes ordinarias, unas leyes propias, más sanas. Tendrán el coraje de su individualismo” (“Ibsen and Strindberg”, p.163). Existe en “Espectros” este llamado a la autenticidad, en el personaje de Elena; pero no es suficiente explicación. El espectador o lector admira a Elena y su voluntad de independencia; pero Ibsen se ocupa de demostrar que ella fracasa en todo, hasta el final, cuando su hijo le enrostra su mismo postulado de autenticidad y le dice que no la quiere, que sólo la conoce. Encontramos la clave de “Espectros” a través del título. El original noruego no dice exactamente “espectros” o “fantasmas”; sino, más bien, “aparecidos” en el sentido de la palabra francesa “revenants” o más modernamente “zombis”: no personas, como el fantasma del padre de Hamlet, sino muertos vivos que interfieren en este mundo. Pero la definición más clara de “espectro”, para esta pieza, la da Elena Alving cuando pregunta a Manders, refiriéndose a usos, costumbres y normas morales: “¿Y quién ha instituido esas cosas, pastor?”: y las describe como una ”…aglomeración de espectros, alguno de los cuales siento dentro de mí…en nosotros no sólo corre la sangre de nuestro padre y de nuestra madre sino también una especie de idea destruida, una especie de ciencia muerta …somos espectros todos...“ Esos son los espectros: instituciones, leyes, usos, costumbres, la organización de la sociedad en suma; pero ¿de dónde proviene? Es artificial, es una creación humana y no una ley divina, según comprende Elena, que ve sus costuras, para peor cosidas a máquina. Aquí Ibsen nos remite a la historia; y es en este anclaje en la historia donde reside la sólida armazón de “Espectros”. Tal vez las agudas percepciones de Elena tuvieron su preludio en estas frases de 1852: “…Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, en las condiciones elegidas por ellos, sino en condiciones directamente dadas y heredadas del pasado. La tradición de todas las generaciones muertas grava muy pesadamente el cerebro de los vivos…“ Estas pesadas cargas perviven, aunque se olviden circunstancialmente por una burguesía “completamente absorta en la producción de riqueza y en la lucha pacífica de la concurrencia, (que) había olvidado que los espectros de la época romana habían velado sobre su cuna” (Karl Marx, “Le 18 Brumaire de Louis Bonaparte”, pags. 14/15, Ed. Sociales, Paris 1976) Por un matrimonio de conveniencias, arreglado por la madre y dos tías. Elena se convierte en la mujer del teniente, luego capitán, luego chambelán Alving, un hombre rico y de familia noble, aunque su máxima jerarquía, chambelán, es servicio doméstico del rey, en los hechos tan servil como el de su hija Regina o el de su amante Joanna. Alving es un niño feliz y encarna, único en esta pieza tétrica, la alegría de vivir. Sofocado por la atmósfera pueblerina de Rosenvold, donde sólo podría hace “negocios”, actos indignos de su alcurnia, lee almanaques viejos tendido en un sillón y se entrega al libertinaje, donde involucra a su esposa, que al año lo abandona. No obstante, el primer amor de Elena, el pastor Manders, la convence de volver a su hogar: siempre el clero aliado a la nobleza. Elena, a diferencia de Nora, vuelve; Alving, luego de una fugaz enmienda, vuelve a su vida de disipación, luego muere. En este punto, hay un episodio, mencionado al pasar, que parece una metáfora deliberada de la historia de la revolución francesa de 1789: la práctica Elena (o el Tercer Estado), ante la inoperancia de Alving (la nobleza) toma el poder doméstico y regentea con eficacia empresarial los haberes del matrimonio; logra, además, mediante la fundación del orfanato, desviar la fortuna de Alving de modo que nada de él le llegue a su hijo Oswaldo; diríamos que lo guillotina en efigie… Ínterin el feliz y muy respetado Alving, había contraído sífilis y engendrado dos hijos, uno dentro del matrimonio, a quien trasmite su enfermedad y una hija extramatrimonial, Regina, habida con Joanna, la doméstica de los Alving. La familia, aparentemente reconstituida, no tarda en volar en pedazos: Elena envía su hijo a París, a una vida de artista, despreocupada, al estilo infantil de Alving…¡esto es la sífilis!; Regina, la hija ilegítima, es endosada por dinero al carpintero Engstrand, que la reconoce como hija. Regina merece un capítulo aparte. Es, de todos los personajes de la obra, y aunque no lo parezca, el más pérfido. Habla esmaltando su conversación con frases en francés, que en el siglo XIX era el idioma de la aristocracia europea, por donde muestra su vocación, a la vez nobiliaria y servil, y sus ambiciones; cuando se le ofrece coquetear con Oswaldo, acepta el flirt, para arrepentirse al saber que Oswaldo está enfermo; miente a diestra y siniestra, casi por placer; al final aceptará la prostitución que le ofrece su padre putativo Engstrand. Es evidente en “Espectros” el choque de dos clases sociales a través de los conflictos de sus éticas. La nobleza tiene su elegancia, que no tolera sino el ocio, su entusiasmo caballeresco, el coraje intrépido, el culto de los sentimientos, el vivir al día; y el pastor Manders llega casi a justificar la vida libertina y parasitaria de Alving. “Abstenerse de trabajar”, escribirá en 1899 el no menos nórdico Thorstein Veblen, “no es sólo un acto honorífico o meritorio, sino, hoy, hasta un requisito de la decencia” (“The theory of the leisure class”, p.26, Dover, 1994) La democrática burguesía, cuyo portaestandarte es Elena, no tiene ese encanto: ha “ahogado en las aguas heladas del cálculo egoísta” las cualidades de aquella hermosa vida. Elena es autocrítica, ducha en los negocios, librepensadora; sigue el precepto que escribió Ibsen en un poema: “Vivir es luchar contra los fantasmas/ del corazón y del cerebro. Escribir es convertirse/ en juez soberano de uno mismo”. La nobleza, por boca de su aliado el pastor Manders, predica el respeto al orden establecido aunque esté edificado sobre infamias, como el orfanato que honrará la memoria del chambelán; el respeto a la autoridad, a las instituciones, así sea a la desbaratada familia Alving. Toda la sociedad, salvo la díscola Elena, ha adoptado la moral de la clase dominante, sus ideas, sus instituciones…sus espectros, que se les han inculcado tan en lo hondo que ya forman parte de su misma persona. Es interesante observar cómo Ibsen se esfuerza, quizás demasiado a la vista, de equilibrar, en cada personaje, virtudes y defectos, con lo que probará que nadie tiene razón y que ninguno puede acertar; que todos, no sólo Oswaldo, son víctimas y que no se sabe bien de qué o de quiénes. Esta intervención de fuerzas intangibles, superiores a las de los humanos, da a “Espectros” ese tinte fatídico que la hace singular. Nada de lo escrito anteriormente existiría sin la diáfana, aplicada, poética e inteligente puesta en escena de Fernando Alonso del que conocíamos las también admirables “Las relaciones de Clara” de Dea Loher en la Sala Atahualpa del Teatro “El Galpón”. 2009, y “El último fuego”, 2012, también de Dea Loher. Hay en “Espectros” lo mejor que un director puede dar, la perfecta trasmisión al espectador de todo lo que el autor puso en la obra, con toda la energía y toda la precisión posible. Esta tarea no puede haber sido fácil, aunque, con elegancia de artista, la puesta en escena no denota esfuerzo ni tensión y fluye armoniosamente; pero quienquiera haya leído a Ibsen, siempre conciso, apreciará el triunfo de Alonso sobre las dificultades de la empresa. El director ha seguido el texto fielmente salvo en nimios detalles y ha dado el removedor drama en toda su potencia; hay una grata alusión y homenaje al filme “La fiesta de Babette” (1987, Gabriel Axel), cuya afinidad de atmósfera con “Espectros” es notoria. La protagonista, Elena, estuvo a cargo de Gabriela Iribarren, cuyo agudo sentido del drama la hizo una intérprete ideal. Muestra toda la fuerza de Elena, aún en reposo, en varias contraescenas, particularmente con el pastor Manders; su voz, rica en color y variedad de volúmenes, se ajusta siempre a las circunstancias; sus gestos, siempre en el estilo algo constreñido de su personaje, suceden con espontaneidad y expresión; en la escena final, donde el autor pone todo su peso de escritor, fue admirable y conmovedora. Un elogio especial debe hacerse a Gabriela como docente del Instituto de Actuación de Montevideo, porque tanto Agustín Pérez Milano (Oswaldo) y Victoria González Natero (Regina) son mucho más que egresados de su escuela de teatro, sino actores completos por derecho propio. Danilo Pérez, un actor de extensa y feliz trayectoria, actúa con sobriedad y gracia como Engstrand, entre buscavidas y filósofo; pero la mayor y mejor sorpresa estuvo a cargo del mismo director, Fernando Alonso, que en pocos días debió sustituir a Till Silva en el papel de Manders. Para nosotros, lo que vimos por Alonso fue el mismo pastor Manders, con toda su devastadora decencia, sus remilgos y lugares comunes que lo hacen hasta patético, su gracia involuntaria, su densa humanidad. ESPECTROS, de Henrik Ibsen, versión de Gabriela Iribarren, con Victoria González Natero, Danilo Pérez, Gabriela Iribarren, Fernando Alonso y Agustín Pérez Milano. Dirección integral de arte de Verónica Lagomarsino, dirección de Fernando Alonso. Estreno del 7 de agosto de 2015, Espacio Palermo. |
por
Jorge
Arias
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