A propósito del estreno de “El Tobogán” en
1970, el crítico y ensayista Angel Rama predijo que ese año sería, en la
historia del teatro nacional el año de Langsner El descubrimiento de
Langsner estaba reservado a una élite: “…Tal constancia ya la habían
tenido algunos, pocos, avisados espectadores de “Esperando la carroza”
al percibir la velocidad envolvente y rítmica del dialogado... el
perfilado y ácido de los personajes... la desoladora y cruel
cosmovisión…” Destacaba el crítico “…la obsesiva investigación de ese
círculo mágico sobre el que reposa nuestra sociedad: la familia…”
(“Marcha”. 23 de julio de 1970).
Dejemos de lado las expresiones vacías, esa curiosa histeria verbal tan
propia del crítico, como la velocidad “envolvente y rítmica del
dialogado”, las insensatas faltas de concordancia de “el perfilado y
ácido de los personajes...” y hasta el culto de las palabras como la
“desoladora y cruel cosmovisión” Estaba de moda la “cosmovisión”, que
solía escribirse en alemán, “weltanschauung”, un resabio inquerido del
nazismo. En cuanto a la “investigación sobre la familia”, entidad a la
que se califica, nunca sabremos por qué, de “círculo mágico”, dando de
barato que una “investigación” sea conveniente para la creación de una
obra de arte, no se ve nada que supere los más pobres lugares comunes. Y
en cuanto a las recatadas alusiones políticas, había muchas más y sobre
todo más directas en “Locos der verano” de Lafferère (1905).
En “El tobogán” como en “Esperando la carroza”, encontramos un epígono
de Armando Discépolo o de Lafferrère, por ejemplo en “Babilonia” o “Las
de Barranco” lo más gastado de los sainetes y comedias de comienzo del
siglo XX. Aparece un personaje y un rasgo de su carácter:, en “El
tobogán” la hipocresía del abuelo; se golpea una y otra vez en el
detalle hasta que la reiteración, por sí misma, produce un efecto
cómico, método que ha empleado también, con menos ruido, Leo Masliah en
“Dame la dirección”. Los diálogos de “El tobogán” parecen sacados del
natural, extraídos de la vida real, concedido: pero en la “vida real”
hay de todo y hay que elegir Hay en la vida cotidiana, pocas veces,
momentos significativos que a menudo pasamos por alto; predominan los
momentos a los que sólo podemos resignarnos estoicamente. El espectador
de “El tobogán” deberá resignarse a casi dos horas, que podrían ser
cinco o seis, con las mismas situaciones corrientes, los mismos
chismorreos, los mismos aprontes del mate y tendido de mesas, como un
voyeur, como cuando pescamos una ruidosa pelea, generalmente sin
trascendencia, a través de la pared con la casa vecina. Esto ocurre
cuadro sobre cuadro,, todo con el mismo molde: la mujer sumisa (Andrea
Davidovics), el hermano escultor que vive en Buenos Aires (Pablo
Varrailhon), el padre de familia hipócrita, trabajador y fatuo (Miguel
Pinto), la hermana rica que vive en Estados Unidos (Cristina Machado) y
llega sólo para pasear su holgura por las narices de la pobre familia,
mujer que está casada con un hombre insensible (qué crítica al
capitalismo, hermano) que lleva una valija llena de dólares (Oscar
Serra). Héctor, por Leandro Nuñez y Sonia por Florencia Zabaleta, que
flirtea con el tío escultor parecen sobrar, hasta que nos damos cuenta
de que todo y todos sobran, de que podrían ser muchos más personajes a
quienes nunca sucedería nada por mucho más tiempo. No hay ninguna clase
de progresión, fuera del deterioro que causan los años en la salud del
abuelo, lo que viene por sí solo. La anécdota es reina: no existe trama,
y el público sólo se da cuenta de que la obra finalizó porque los
actores saludan.
Hubiéramos querido para el estreno como director de Juan Worobiov una
obra mejor. Su puesta en escena no tiene fallas; pero precisamente por
eso, por su perfección y por la competencia general de los actores, la
pieza se muestra en toda su casi descarada vacuidad.
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