Tratando de elucidar los propósitos del
autor, intentamos reconstruir el proceso de redacción de “El
instrumento”. Comencemos, por tanto, con las palabras del autor, que se
basa en: “…la información que digerimos” (¿no será “ingerimos”?) “día a
día por los medios de comunicación…” En efecto, el argumento de la pieza
parece una secuencia de noticiario o, quizás mejor, una hoja arrancada
de un expediente judicial. No es un mal comienzo: “Le rouge et le noir”
comenzó con una crónica policial; pero aquí termina el paralelo.
El autor selecciona de la crónica roja, todo el horror posible. Cruza
dos anécdotas. Por una lado, familia A, una madre (Silvia García) que
prostituye a su hija (Elizabeth Vignoli) con lúbricos ancianos; hija
prostituta, descentrada y drogada, que aparecerá al final y que tiene un
hijo (Cristian Amacoria) al que abandonó al ocio y a la droga: el
clásico jovencito “ni – ni” bajo una capucha que no se saca ni para
dormir. Por otro lado, familia B, una joven madre (Lucía David de Lima)
que, sin razón clara y contra el consejo y los posibles auxilios de su
madre (GisellaMarsiglia) se muda a un barrio peligroso, donde su hija
adolescente será asesinada. El joven drogadicto de la familia A, es
acusado y condenado por esa muerte; es violado en prisión; más tarde se
comprueba su inocencia. Fin del texto.
Los hechos pelados nada dicen; y sobre ellos no hay más elaboración que
una fragmentación arbitraria de la historia; ; historia que cabe
rectificar en algunos de los supuestos de Sebastián Barrios. Lo que el
autor llama los “sectores de nuestro país más vulnerados”, no son tales.
No se ve a ningún marginado, ni se ve, no faltaba más, algún obrero.
Estamos, como siempre, muy lejos de los más vulnerables (o vulnerados):
estamos en la clásica sala de estar, hall, comedor y aún cocina, de la
vieja y querida pequeña burguesía, donde los teléfonos blancos fueron
sustituidos por los celulares. Como se ve, aún la mera recolección de
hechos es defectuosa y carente de un genuino contenido social.
Una vez obtenido el drama truculento, toda la actividad de Barrios
consistió en el empleo de ciertas consignas que él supone desconciertan
al espectador y le sugieren un trabajo refinado. Todo es narrar sin
narrar, en soltar cabos sueltos, como en “Inocencia” del mismo Barrios,
donde toda la posible intriga, ocultada hasta el al final, es que los
dos amantes son hermanos. Con clara reminiscencia de “Tercer cuerpo” de
Claudio Tolcachir, Barrios mezcla la acción de las dos familias cuando
todavía se conocen, y que se cruzan y casi se tocan en el mismo estar,
cocina y comedor, Así Lucía David de Lima se sienta casi en las rodillas
de Cristian Amacoria, al que no ve ni la ve: son invisibles los unos a
los otros.
Luego aparecen las más ridículas supersticiones escénicas, de las que
Barrios es un apasionado cultor. La primera, y la más molesta por su
absoluta irrelevancia, es la inundación del escenario con palabrotas.
Nadie dice “¿Dónde estarán?” o “¿qué hacés?” sino, expresiones que
Barrios cree más fuertes, “¿Dónde mierda están?” y “¿Qué carajo hacés?”.
Y la puta, y la puta que te parió y la concha de tu madre y otras cosas
que nos deberán informar que Barrios es un escritor muy valiente, hasta
audaz. Las palabrotas son palabras y como tales irrelevantes en sí
mismas: en el teatro, y mucho más en el teleteatro, son un mero énfasis,
un subrayado en rojo, una manera desesperada (y desesperante) de llamar
la atención.
.
La segunda falacia en que incurre Barrios es la creencia de que
cualquier diálogo trivial merece llegar al teatro. El autor alarga sus
parlamentos con frases que nada dicen y cuyo sentido, sobre todo en los
largos diálogos telefónicos, se ocupa de ocultar. La idea, nos
imaginamos, es que el espectador se sienta intrigado porque no sabe qué
se está diciendo. Toda esta retórica nos recuerda la morosidad de los
“presentadores” que retenían hasta la exasperación el nombre de “Miss
Uruguay”.
La tercera superstición es la irracional creencia en el poder expresivo,
por sí mismo, de los gritos y los golpes. Se grita por demás, se golpea
por demás; en todos estos “fortes” de los trombones no encontramos ni
fuerza, ni drama, ni emoción, ni intensidad. Sólo el, patético esfuerzo
de quien quiere hacer drama y no puede, de quien quiere causar impacto y
no puede, de quien quiere presentarse como un apóstol de los
“vulnerados” y ni lo es ni quiere serlo. Finalmente, este deseo de
llamar la atención aparece en el título: nadie ha podido explicarnos por
qué la pieza se titula “El instrumento”.
|