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El instrumento, de Sebastián Barrios, dirección de Sebastián Barrios
 
 

Teleteatro más telenoticiario
por Jorge Arias
ariasjalf@yahoo.com

 

Tratando de elucidar los propósitos del autor, intentamos reconstruir el proceso de redacción de “El instrumento”. Comencemos, por tanto, con las palabras del autor, que se basa en: “…la información que digerimos” (¿no será “ingerimos”?) “día a día por los medios de comunicación…” En efecto, el argumento de la pieza parece una secuencia de noticiario o, quizás mejor, una hoja arrancada de un expediente judicial. No es un mal comienzo: “Le rouge et le noir” comenzó con una crónica policial; pero aquí termina el paralelo.

El autor selecciona de la crónica roja, todo el horror posible. Cruza dos anécdotas. Por una lado, familia A, una madre (Silvia García) que prostituye a su hija (Elizabeth Vignoli) con lúbricos ancianos; hija prostituta, descentrada y drogada, que aparecerá al final y que tiene un hijo (Cristian Amacoria) al que abandonó al ocio y a la droga: el clásico jovencito “ni – ni” bajo una capucha que no se saca ni para dormir. Por otro lado, familia B, una joven madre (Lucía David de Lima) que, sin razón clara y contra el consejo y los posibles auxilios de su madre (GisellaMarsiglia) se muda a un barrio peligroso, donde su hija adolescente será asesinada. El joven drogadicto de la familia A, es acusado y condenado por esa muerte; es violado en prisión; más tarde se comprueba su inocencia. Fin del texto.

Los hechos pelados nada dicen; y sobre ellos no hay más elaboración que una fragmentación arbitraria de la historia; ; historia que cabe rectificar en algunos de los supuestos de Sebastián Barrios. Lo que el autor llama los “sectores de nuestro país más vulnerados”, no son tales. No se ve a ningún marginado, ni se ve, no faltaba más, algún obrero. Estamos, como siempre, muy lejos de los más vulnerables (o vulnerados): estamos en la clásica sala de estar, hall, comedor y aún cocina, de la vieja y querida pequeña burguesía, donde los teléfonos blancos fueron sustituidos por los celulares. Como se ve, aún la mera recolección de hechos es defectuosa y carente de un genuino contenido social.

Una vez obtenido el drama truculento, toda la actividad de Barrios consistió en el empleo de ciertas consignas que él supone desconciertan al espectador y le sugieren un trabajo refinado. Todo es narrar sin narrar, en soltar cabos sueltos, como en “Inocencia” del mismo Barrios, donde toda la posible intriga, ocultada hasta el al final, es que los dos amantes son hermanos. Con clara reminiscencia de “Tercer cuerpo” de Claudio Tolcachir, Barrios mezcla la acción de las dos familias cuando todavía se conocen, y que se cruzan y casi se tocan en el mismo estar, cocina y comedor, Así Lucía David de Lima se sienta casi en las rodillas de Cristian Amacoria, al que no ve ni la ve: son invisibles los unos a los otros.

Luego aparecen las más ridículas supersticiones escénicas, de las que Barrios es un apasionado cultor. La primera, y la más molesta por su absoluta irrelevancia, es la inundación del escenario con palabrotas. Nadie dice “¿Dónde estarán?” o “¿qué hacés?” sino, expresiones que Barrios cree más fuertes, “¿Dónde mierda están?” y “¿Qué carajo hacés?”. Y la puta, y la puta que te parió y la concha de tu madre y otras cosas que nos deberán informar que Barrios es un escritor muy valiente, hasta audaz. Las palabrotas son palabras y como tales irrelevantes en sí mismas: en el teatro, y mucho más en el teleteatro, son un mero énfasis, un subrayado en rojo, una manera desesperada (y desesperante) de llamar la atención.
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La segunda falacia en que incurre Barrios es la creencia de que cualquier diálogo trivial merece llegar al teatro. El autor alarga sus parlamentos con frases que nada dicen y cuyo sentido, sobre todo en los largos diálogos telefónicos, se ocupa de ocultar. La idea, nos imaginamos, es que el espectador se sienta intrigado porque no sabe qué se está diciendo. Toda esta retórica nos recuerda la morosidad de los “presentadores” que retenían hasta la exasperación el nombre de “Miss Uruguay”.

La tercera superstición es la irracional creencia en el poder expresivo, por sí mismo, de los gritos y los golpes. Se grita por demás, se golpea por demás; en todos estos “fortes” de los trombones no encontramos ni fuerza, ni drama, ni emoción, ni intensidad. Sólo el, patético esfuerzo de quien quiere hacer drama y no puede, de quien quiere causar impacto y no puede, de quien quiere presentarse como un apóstol de los “vulnerados” y ni lo es ni quiere serlo. Finalmente, este deseo de llamar la atención aparece en el título: nadie ha podido explicarnos por qué la pieza se titula “El instrumento”.

 

Jorge Arias
Jorge Arias es crítico de teatro en exclusividad para el diario "La República", que ha autorizado esta publicación.

ariasjalf@yahoo.com 

 

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