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El casamiento de Fígaro, de Beaumarchais, en el Teatro Solís
 
 

 Un pícaro en apuros
por Jorge Arias
ariasjalf@yahoo.com

 

En pocos casos hemos recibido de la escena sensaciones más  mezcladas, virtudes y  defectos, que las proveídas por “El  casamiento de Fígaro”, obra del Fígaro natural, el relojero, profesor de arpa, poeta, dramaturgo, querulante, buscavidas, memorialista, espía, traficante de armas y presidiario Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais (Paris, 1732-1799), que ni siquiera se llamó “Beaumarchais” cuando su nacimiento.

 

Comencemos por  colocar en el platillo de la balanza las virtudes, que en buena  parte corresponde imputar al adaptador y director, Coco  Rivero. Un voto de aplauso por la integridad de la pieza; aunque por razones que no nos son claras, Rivero modifica el texto casi desde el comienzo. Lo más grave fue sustituir la tentativa del conde Almaviva (Levón)  de ejercer el derecho de pernada sobre Susana, camarista de su esposa a punto de  casarse con su criado Fígaro, por un improbable galanteo que ocurre el mismo día del matrimonio. Esta modificación desdibuja  varias  agudezas  en las que Beaumarchais, hijo del siglo de las luces, ataca, por boca de Fígaro, los privilegios y vicios de la nobleza.

Es un  evidente error una segunda innovación de Rivero: los arrumacos entre la  condesa Almaviva  (Andrea Davidovcs) y Querubín (Andrés Papaleo) escena que transcurrirá cinco años después y que pertenece a “La  madre culpable” tercera parte  de la trilogía comenzada con “El barbero de Sevilla” y cuya  segunda parte es “El  casamiento de Fígaro”.

 

Tenemos a Susana y Fígaro dispuestos a casarse y naturalmente, a frustrar los avances del conde sin perder ambos empleos.  Su anhelo por las nupcias  es muy  claro en el texto de Beuamarchais, cuyo primer acto comienza con un dúo entre los futuros contrayentes que remata con una vigorosa promesa de sexo. Se ha perdido así el legítimo efecto humorístico, un tanto a lo Woody Allen, de que ese himeneo, sea tan ansiado como continuamente frustrado a lo largo de todo el día en que sucede la acción. Rivero,  en cambio, comienza la obra con un ineficaz solo de coctelería en un imposible bar y a cargo de un irrelevante  barman.

 

La pieza se  desarrolla a lo largo de una hora y  cincuenta minutos sin interrupción ni mengua del interés. Si no sobremanera divertida, “El  casamiento de Fígaro” es entretenida. El  espectador sigue bien la  trama, aunque la adivine desde el comienzo; hay una atmósfera  festiva que conviene a un matrimonio en ciernes de sirvientes despabilados. Diversión, entretenimiento: no se alcanza nunca el clima del vaudeville, esa sensación de que los personajes se mueven, con un ritmo constante, como aéreas marionetas movidas por un mecanismo de  relojería 

 

En este punto recordamos las líneas escépticas escritas en 1931 por el crítico norteamericano George Jean Nathan: “El ocio despreocupado, el capricho, la feliz irresolución que bendijo  la vida  de América en otros tiempos, ha sido ahogada por el  zumbido  de  la máquina, que  nos ha atrapado en su garras. Aun entre los ricos, no hay ocio; sólo hay holgazanería. El  vaudeville … ha pagado el precio de la moderna velocidad, del rascado de dinero y del excitado aburrimiento… el vaudeville era un síntoma de un tiempo en que había espacio para broma juveniles, simples sinsentidos y absorbente despreocupación. Era un juego de niños para hombres en momentos infantiles”. (En “The American Stage”, Library of America, 2010, compilación de Laurence  Senelick,  p. 366/367)

 

Algunas adiciones, gags gratuitos, alguna grosería prescindible no molestan mucho y no son el peor defecto de este “El casamiento der Fígaro”. Hay un error considerable en el tono de la interpretación, que varía de escena a escena y según los actores que intervienen. Es inaceptable, por ejemplo, el aire de jarana que cunde a partir de los dos tercios de la obra: las risas deben estar en  la platea, no en el  escenario. El público ríe del ingenio de Fígaro, que se debate  valientemente para salvar  a la vez  su casamiento, su honor y su cargo; no  celebra sus chistes, que no los hay. Ríe del conde Almaviva, que salva siempre su elegancia y su distinción, porque ha jugado su partida y supo perder. En el área más propia de la dirección, las escenas ni se resuelvan claramente ni se distinguen  con nitidez unas de otras, dentro de un confuso  e inadecuado “gran espectáculo” que  le queda grande a la pequeña anécdota.

 

Hay dos últimos puntos que nos resultan particularmente penosos,  porque  se refieren a técnicos y  actores de buena trayectoria.  La  peor parte de “El  casamiento de Fígaro” está en el vestuario, en la escenografía y en dos de los actores Susana (Florencia Zabaleta) y Querubín (Andrés Papaleo). Zabaleta ha actuado con  plena solvencia y convicción en otras obras de la Comedia Nacional;  creemos que con el  traje,  los zapatos  y el peinado que se le asignaron aquí no podía desempeñar su papel correctamente. Susana es una doméstica, camarista o ayuda de cámara de la condesa Almaviva. Como es forzoso en toda criada, debe vestir un uniforme que la distinga claramente de sus señores e invitados. Beaumarchais indica para Susana un vestido blanco entallado, con cofia y  basquiña;  hubiera juzgado imposible una doncella de  servicio con tacos altos, que le impedían a la actriz un caminar suelto y gracioso, escote audaz y  peinado siglo XXI. Es posible que no esté escrito en los astros que deban seguirse las indicaciones del autor, pero la vestimenta incongruente,  si debía apartarse de la original, debió significar algo, y aquí nada significa: no es fácil  creer, a veces, que Susana sea una doméstica. En cuanto a Querubín,  un adolescente de trece años que debe vestir como paje de la Corte, está interpretado por un hombre hecho y  derecho, vestido, nueva incongruencia, con un traje de lujo del siglo XXI,  apto para recibir un premio  “Oscar”.

 

En cuanto a la escenografía, la  habitación media, entre los cuartos de los señores, es demasiado grande y  el sofá  pecaminoso se  pierde; el jardín a la francesa del último acto con lo que  parece ser cipreses, es incómodo y en nada concuerda con un jardín de Andalucía.

 

Las  actuaciones de Levón (el conde Almaviva) y de  Andrea  Davidovcs (la condesa), se aproximan a la perfección y hacen mucho en favor de la  pieza; pero es Leandro Ibero Núñez como Fígaro quien desequilibra definitivamente la balanza a favor de la obra. Es perfecto en dicción, en la velocidad vertiginosa del  vaudeville y en la intención de la mejor comedia; lo es en sus graciosos movimientos y  expresivos  gestos. Lector, vale la pena “El  casamiento de Fígaro”, para ver a Núñez.

 

EL CASAMIENTO DE FÍGARO, de Beaumarchais, por la Comedia  Nacional, con Leandro Íbero Núñez, Florencia Zabaleta, Lucio Hernández, Pablo Varrailhón, Andrea Davidovics, Juan Antonio Saraví, Cristina Machado, Gabriel Hermano, Andrés Papaleo, Carlos Sorriba, Cecilia Yañez, André Hübner, Nicolás Tapia, Gustavo Pivotto, Israel Guerra, Ilana Hojman, Paula Rodríguez. Vestuario y dirección de  arte de Paula Villalba, escenografía de Claudia Schiaffino y Paula Villalba, Iluminación de Pablo Caballero, música de Eder Fructos, dirección general de Coco Rivero. Estreno del 13 de setiembre  de 2015, teatro Solís.

Jorge Arias
ariasjalf@yahoo.com 

 

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