Viejos |
Placita
de barrio. Chicos potreando cerca del tobogán y las hamacas. Sol. En un
banco sin respaldo un hombre viejo sentado. Ojos-claros,
cejas-espesas, nariz-aquilina. En el mismo banco una mujer vieja
sentada (una “pasita”, toda de negro y con pañuelo en la cabeza).
Ella hacia un frente (el césped); él al lado, de espaldas, hacia un
sendero. El hojea una lujosa revista pornográfica italiana en cuya tapa
luce una jovencísima pareja heterosexual, desnuda y dorada. En la penúltima
página la misma parejita luce entretenida en la consumación de un
energizante “cunilingus”. Dice el viejo: —De
esta agua no he de beber... más. —Y con un suspiro: — Y moriré de
sed. Los
pajaritos cantan. Después, la vieja exclama: —
¡Qué disparate! El
viejo exclama: —
¡Querida!... Todavía no conozco tu alma. Pero lo que atisbo llaga la mía. —
¡Qué disparate! —exclama la vieja. Pasan
tres señoras chismeando por delante del viejo. El las mira alejarse. —Un
culo como para quedarse. La
vieja mira al viejo. Deja de mirarlo. Exclama: —
¡Qué disparate! —Piensa
lo que quieras y acertarás. —
¡Qué disparate! —Me
llamé por teléfono: no estaba. —
¡Qué disparate! —
¿Es que nunca me atreveré a cortejarte? ¿Nunca te propondré que
hagamos el amor? ¿Nunca?... ¿Cuándo será? ¿Será? Supongo que estoy
proponiendo que me lo propongas. —
¡Qué disparate! El
rememora: —Me
las agarraste y yo me dormí sobre tu mano. —
¡Qué disparate! —No
puede ser. Estoy afligido. —Deja la revista sobre el banco—. No quiero
que sea. —Ella queda expectante, suspendida. Mira al viejo. Deja de
mirarlo. Poco después oye que él añade: — No. —Ella y su
desconcierto. Lo mira. Deja de mirarlo y, anhelando la culminación,
vuelve a oírlo: — Caminaba. Pero... peor era cuando no caminaba. —
¡Qué disparate! —Es
que quizá no haya nada más desolador que una vagina sin
reminiscencias... Azoro
en la comentadora. Lo mira y espera, y deja de mirarlo y espera, y vuelve
a mirarlo: —
¡Qué disparate! Y
deja de mirarlo. Tras lo cual vuelve a oírlo: —
¡Esa gente que ni siquiera se escucha a sí misma! Apagando los ojos, y
encendiéndolos abruptamente o caninamente o como que no pueden
florecer... —
¡Qué disparate! —Me
acosté con dos tetas. No estuvo mal. Yo lo advertí. —
¡Qué disparate! —Una
vez me cansé de traquetearla. Abandoné. Sólo que ella... ya no se
quejaba. Conmovido,
mira hacia la mujer. Vieja: —
¡Qué disparate! El
hombre viejo mirándose los zapatos. —Con
el pulgar hasta el mango, hasta la palma, y la palma en el Monte
de Venus, sujetándola, sin consideraciones, parecía posible
levantarla y llevármela a la tumba, pero ahí sí (y eso también parecía
posible): para coger, para coger. —
¡Qué disparate! —
¿Por qué ustedes se hacen como que lo piensan tanto? A
mitad de camino entre mirar y no mirar al viejo: —
¿Qué?... —
¿No es cierto?... —
¡Qué disparate! Pasa
un vigilante. El se reacomoda en su asiento. —Éramos
unos pebetes maravillosos. Varios estábamos enamorados de mí. —
¡Qué disparate! —
¡Vieja!, te llamaba. Y vos eras una muchacha perfumada. Turgente, lozana.
En aquel recoveco uno no se sentía de más. Ebúrnea... Yo arrasaba con
tu estolidez. —Sonrisita nostálgica—. Lúbrica... Me acuerdo...
—Cede la sonrisita nostálgica—. Yo era tibio... La
esposa no habla ni gira la cabeza. El (trabajosamente) mira hacia
ella. Extrae anteojos del bolsillo superior de su saco. Se los coloca y se
pone de pie. Es alto. Camina hacia ella. Se agacha, la mira. Se yergue.
Queda mirando sin ver. Una súbita brisa mueve las páginas de la revista.
Tiesa ya, eterna, y tan sentada ella. El viejo mira sin ver. Balbucea: —Está... Está... —Cree que la ha matado—. Ella... — (No se equivoca: la ha matado) —. Se... Está... |
Rolando Revagliatti
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