El poema de Miguel Rolando Revagliatti |
El
dieciocho de agosto de mil novecientos ochenta y dos, la enfermera que
acompaña a Miguel en el vehículo que efectúa su traslado desde el
Instituto Ricardo Gutiérrez, nos proporciona los primeros datos: Miguel
nació en Tucumán el ocho de diciembre de mil novecientos sesenta y seis.
Sus arranques agresivos eran cada vez más azarosamente neutralizados por
el personal del Instituto. El médico de guardia anota en la historia clínica
al internarlo: “Hijo de madre
soltera. Al año y medio enfermó de meningitis y fue abandonado.
Permaneció en un hospital de Tucumán durante tres años, hasta que la
madre es obligada a retirarlo. A los cinco años todavía no hablaba ni
caminaba. La madre se casa y lleva a Miguel con ella y el marido. A los
trece años, Miguel comienza a fugarse de su casa y a alcoholizarse. El
padrastro bebía en exceso en forma habitual. Miguel es internado en el
Tobar García, intoxicado. Luego queda a cargo de Minoridad en el Gutiérrez.
Reitera fugas. Cíclicamente colérico, profiere amenazas. Y el siguiente
episodio: persigue a otro internado con un cuchillo y pega a una celadora.
En el Instituto habría concluido tercer grado. Se niega a ingerir otra
cosa que no sea pasto y hojas de plantas. El paciente refiere ataques de
temblor y mareos. Pulcro, con rigidez de movimientos. Hipoproséxico.
Parcialmente orientado auto y alopsíquicamente. No presenta alteraciones
perceptivas en el momento del examen. Curso de pensamiento retardado, con
interceptaciones. Contenido, por lapsos, incoherente. Hipomnésico. Hipotímico,
aunque con alguna labilidad. Se asusta al pasar a su sector. Llora y
anuncia que cree que va a pegar a alguien. Hipobúlico. Juicio
insuficiente. Diagnóstico presuntivo: debilidad mental; epilepsia”.
Y añade: “A las ocho horas:
Tegretol y Halopidol (...); a las catorce: idem; a las veinte: Halopidol y
Nozinam (...)” A
los tres días padece una crisis de tipo epiléptico generalizada motriz.
Se modifica la medicación. A
la semana, por la madre nos enteramos de que las convulsiones empezaron a
los siete años y que fueron evaluadas “gran mal”. De que Miguel tiene
cuatro medio hermanas, todas hijas de ella y su marido. Rectifica
información: escolaridad de Miguel: primer grado. Siempre se mostró,
asegura, “violento conmigo y con
las nenas”. Finge ser mudo, en ocasiones, desde hace un par de años.
Tenía un amigo que, en efecto, era sordomudo. La madre desconoce de qué
juzgado depende su hijo. Al
iniciarse una sesión de musicoterapia, compañeros de habitación
denuncian que Miguel al despertarse por las mañanas, se golpea la cabeza
contra la pared. A él le satisface que se descubran esos hechos. Amaga
con reproducirlos. Cuando otros integrantes del grupo ejecutan
instrumentos percusivos, formula manifestaciones infantiliformes, algunas
de tenor hipocondríaco. Evidencia sentido musical, soplando entre sus
manos juntas y ahuecadas, semejando el sonido de la quena al obtener un
ritmo folklórico del altiplano. Al
mes, los del plantel profesional coincidimos: pertinaz implementación
seductora es la que Miguel actúa con nosotros. El
electroencefalograma de Miguel determina: “Marcadamente
lento y desorganizado, con aparición de brotes de ondas. Inexistencia de
paroxismos comiciales francos, tanto en el registro espontáneo como
durante las activaciones. Puede corresponder a sufrimiento cortical inter
o post crítico”. El
diagnóstico a partir de la audiometría tonal y vocal indica: “Anacusia
de oído izquierdo. Hipoacusia perceptiva de tonos altos en oído
derecho”. Su
psicoterapeuta individual transcribe en la historia clínica locuciones de
su primer año y medio en nuestra institución: “Miguel
es malo, no hay que quererlo”; “Miguel es malo porque a las madres hay
que quererlas siempre”; “Miguel es malo para que no lo quieran”. Lleva
a cabo en el parque tareas muy simples por las que se le remunera. Compra
atados de cigarrillos en el kiosco de la clínica y revende los
cigarrillos por unidades. El no fuma todavía; esto ocurrirá más tarde,
cuando, además, cese de afeitar su rala pilosidad. Previo
a cada reunión, en etapas sociables, al impartirse la orden de preparar
la Sala de Comunidad, es el primero en movilizarse. Serio y enérgico
manipula sillas de metal y de madera. Las revolea no sin destreza, como
desentendiéndose de la integridad física de las personas próximas.
Invariablemente sentado cerca de la puerta, la abre o la cierra cuando algún
terapeuta entra o sale del ámbito. Y con renovados vigor y pericia
colabora después en el desarmado del círculo de asientos. En esas
asambleas, en los períodos más paranoides, prefiere apartarse, de pie y
fuera de la ronda conformada por pacientes y profesionales. Redacta
impresiones o solicitudes en hojas de libreta que impone como obsequio a
mucamas y celadores. Cada tanto le entrega notas a la coordinadora de la
asamblea comunitaria, para que ella lea en voz alta sus quejas: hurto del
candado de su armario, o de la llave del candado u otra pertenencia, etc.
La coordinadora sólo accede a que sea él quien lea su propio escrito. Y
entonces Miguel lo hace con una voz distorsionada. Sus
berrinches promueven ásperas discusiones. En cambio, en sus rachas cariñosas
se adhiere con torpe frenesí a cualquiera de nosotros, ríe y bromea
procurando establecer incondicional alianza. Nos impacta su aire
triunfante cuando se oye llamar tío,
el tío, o cuando aporrea una lata, pueril bombo legüero, dando
vueltas por la canchita de fútbol. Hay que estar atentos, porque por ahí
se introduce en el office de
enfermería, y arrebata su medicación del pequeño plato en el que consta
su apellido, y la traga. Imperturbable, pero con el debido permiso,
calienta agua en el calentador eléctrico. Sale y vuelve a entrar al office, vigilante, experto, con el mate en la mano. Y con su equipo
a cuestas se instala en el portón que comunica el sector de adolescentes
con el de adultos. También
en psicoterapia ha revelado: “Mis
hijos son los animalitos. Mi mamá los mandó matar. Tenía dos perritas
negras. Sueño con las perritas”; “Ahora crezco, los paso a todos”;
“Me gustaría salir fotografiado en una revista con mi mamá y mis
hermanas”; “Ahora están juntos viviendo, pero separados: así quería
yo”; “Con los anteojos de mi padre veo bien”; “¿Qué será que me
pasa que extraño a mamá?”; “Tengo miedo porque estoy solitario. Las
madres sueltan a los chicos, se quedan solos y tienen miedo como yo”;
“¿Si a los chicos les da un ataque, las madres se asustan y vienen?”;
“Me iba cayendo como si estuviera en una rueda, se puso todo oscuro y me
tiraron agua: me mejoré”; “Estoy solitario, me gusta estar así. Por
eso le pego a los chicos”; “Si habla de la madre, Miguel se pone
mal”; “Si Miguel es momia, está mejor. Si Miguel se mueve, es malo:
muerde”. Preguntó
a la terapista ocupacional al recibir de regalo un barco de cartulina de
una paciente: “¿Por qué quieren
a Miguel?” Algunas
conductas bizarras han ido cediendo: tal la de masticar caramelos sin
sacarle la envoltura. Quienes lo tratamos no avizoramos confiables
perspectivas de estabilidad: hay nula continencia familiar y daño
irreversible. Me entregó a mí esta vez un manuscrito, en letra de imprenta y plagado de errores ortográficos. Corregidos los errores y dispuesto el texto como verso libre, les doy a conocer este reclamo: |
“Estoy queriendo que me lleven de la clínica a un colegio, para que esté más mejor, esté bien en el colegio. En la clínica me da lástima, no quiero estar en la clínica, quiero estar en el colegio porque en la clínica me dan lágrimas, porque no quiero estar en la clínica, quiero estar en el colegio para que no llore, esté bien en el colegio, y en la clínica lloro. Me quiero ir de la clínica, si no me llevan a un colegio voy a estar mal en la clínica, todos los días voy a llorar. Si me llevan al colegio voy a estar contento y no voy a llorar en el colegio”. |
Rolando Revagliatti
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