Octava internación Rolando Revagliatti |
Muy
delgadita, parece púbera, y sin embargo, es mayor de edad. La madre la
visita los miércoles, le lleva galletas de sémola y desodorante, ropa y
la TV Guía, y cincuenta centavos de austral para que se compre una
gaseosa en el bar de la clínica. Deambula por los corredores, va al
parque, juega en la única hamaca y en verano, cuando hay agua limpia en
la pileta y sol, se pone la malla y se sumerge. Esta es su octava
internación. Conversadora, en un estilo a borbotones; simpática y con
una voz que si gritara, fácilmente llegaría al chillido. Si se la mira
con persistencia, simula vergüenza: agacha y gira la cabeza, revolea los
ojos, masculla y cuando uno sigue de largo, se recobra, contesta, inquiere
sobre algún profesional que la haya atendido en otra época (“¿Hace mucho que no la ve a la licenciada María Eugenia?”) o
sobre el signo astrológico de una mucama de la tarde, o induce a evocar cómo
era la institución antes de las recientes modificaciones edilicias. A
veces, correteando se aproxima y descerraja: “¿Me
da plata?” Se esfuma su ingenio cuando ceden las aristas deliroides
y el cliché; se agazapa y desconoce pretéritas familiaridades. Todavía no está por irse de alta. En la última salida hirió a su hermanito. Con un sacacorchos lo atacó delante del padre, quien a su vez la golpeó con los puños. Ella no menciona el episodio, desestima los moretones e insiste en interrogarme sobre asuntos fuera de lugar. |
Rolando Revagliatti
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