Nunca soñé |
Nunca
soñé con tres ojos que me escrutaran desde un pescuezo de jirafa. Que me
escrutaran no sin dejar de entornarse alguno, alternativamente. Tres ojos
y no tres pares de ojos de diferentes tonalidades. Tres ojos oscuros idénticos.
Y que se posaran sobre mí sin benevolencia ni animosidad. Desde un
pescuezo inconfundible, irreprochable. Desde una jirafa de la que pudieran
pender arañas plateadas, moribundas, o exhaustas. Pendiendo como sólo
penden lo esencial y lo sutil. Lo sutil exhausto, lo esencial moribundo.
No estaríamos ellas y yo en un zoológico o en un ambiente no trastornado
por el hombre. Pero yo no distinguiría el sitio, y hasta ese momento sería
únicamente mis cuatro pintorescas narices, olfateando en vano, desasidas
de cabeza reconocible. Yo consistiría, hasta entonces, en una pura
memoria guiñolesca, afanándose por recuperarme. Sería, claro, una
sustancia en su propia procura. Nunca
soñé con algo rubio gelatinoso aposentado sobre un punto cardinal. Ni me
soñé punto cardinal sobre el que se aposentara determinada o
indeterminada gelatinosa rubiedad. Nunca
soñé con escaleras derritiéndose sobre un valle de incienso. Dos mil
ochocientos peldaños, sumando las sesenta y seis escaleras de fibra.
Incienso que cubre todo el valle al que pertenezco desde mi primer sueño
anotado en un cuaderno infantil. No estaría allí como ninguna de mis
presencias mensurables. Y sin embargo, me brindaría a derretirme. Nunca
soñé con hexágonos de piel humana impidiéndome apoderarme de la
gracia. Es poco no haber soñado nunca con la gracia apoderada impidiéndome
la humana piel de los hexágonos. Nunca
soñé con el antojadizo poder de cristalizar, seccionar y envasar un crepúsculo.
Y darlo a consumir sin reparos. Antojo de consumición. Nunca soñé con un espejismo, ni cóncavo ni convexo. Espejismo con el que hubiera podido restituírseme la gobernabilidad de mis sueños. |
Rolando Revagliatti
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